viernes, 30 de septiembre de 2011

CONTRATIEMPOS

¿Cuántas personas no se levantan con el sueño de hacer grandes cosas, y al primer tropiezo lo han dejado a un lado? ¿Cuántas personas se conforman con llevar una vida según los estándares sociales, haciendo de sus rutinas diarias repeticiones tediosas?

Ciertamente la persona se levanta, en la adolescencia, con el sueño prometedor de ser diferente a lo que ha conocido, a los desengaños, a los logros de los demás, a los vicios o virtudes de la gente. Su amor durará, jamás traicionará, no decaerá, conseguirá grandes cosas. Más  el impulso vital dura lo que dura el desengaño.

De tanto en tanto y de cuando en vez ese adolescente inconformista se revela por dentro. Por instantes, a lo mejor teniendo ya una familia, un trabajo estable o una profesión, cree que puede tener la iniciativa de ser diferente… o de hacer cosas diferentes.

Igualmente interpretamos, una vez que las cosas no nos han salido como pensábamos, la humillación de la derrota como un castigo por haber osado decidir vivir la vida, que implica riesgo medido, pero riesgo, al fin al cabo.

Llegado a este punto, podríamos continuar esta reflexión por diversos caminos. Pero considero importante seguirla de esta manera: porque en estas cosas de arriesgarnos e innovar nunca hemos dejado de ser adolescentes.

Si lo que pretendemos en las esquinas de la vida es sentir aquel fogueo propio del mundo de los adolescentes; a ver las cosas de manera triunfalista y a considerar que todos los factores deben obligatoriamente que aliarse a nuestro favor; a no contar con una adecuada noción de la realidad y a conducirnos con optimismo ingenuo, podemos seguir actuando así. Durará lo que dure el juego, púes todo consiste en jugar a regresar a la adolescencia.

Bien lo podemos ilustrar con la ayuda de Esopo en la fábula del zorro y las uvas: una mañana calurosa un zorro vio unas apetitosas uvas en lo alto de un parral. Una vez que se cercioró que no corría peligro alguno, comenzó a ensayar diversos saltos para atrapar los racimos entre sus dientes. Todo fue resultando en vano hasta que, cansado al finalizar el día, se alejó murmurando para sí: “realmente no me apetecían las uvas, además que se les veía todavía verdes y ácidas”. Actuamos como adolescentes cuando no somos capaces de encarar responsablemente lo que hemos querido hacer y no hemos conseguido hacerlo.

Pero sí decidimos crecer y asumir desafíos propios del adulto, con ilusionada responsabilidad y buena cabeza, entonces debemos saber que el contratiempo va a salir a nuestro encuentro. La realidad se va a mostrar reacia a colaborar con nosotros y las trabas causarán consideraciones y decaimientos, pero no necesariamente renuncias.
El adulto se plantea objetivos de adulto, que le satisfagan pero cuya finalidad no sea la propia complacencia, sino un bien en sí mismo, por el que vale la pena y merece ser considerado como un valor. Tomará en cuenta ser realista, no perseguir sueños irrealizables ni tener delirios de grandeza, que inclusive podrían indicar síntomas de ciertas patologías. Lo que considere hacer, lo verá como realizable y no simplemente como distracción para no encarar pasividades infantiles.

La resistencia de la realidad no anula el valor de una decisión o la necesidad de cambiar o de crear empresas, objetos o alternativas. La realidad muestra lo que es. Le quita al sueño su carácter fantasioso y le permite descender a la realidad.

Obvio que este encuentro (encontronazo) aterriza cualquier proyecto, sea personal o grupal, de crecimiento o de expansión de nuestras posibilidades. Este aterrizaje permite consideraciones y hasta renuncias a tiempo, cuando lo que se piensa invertir en esfuerzo no es proporcional con los resultados o los resultados no son posibles. Pero también permite madurar ideas, madurar la personalidad, buscar estrategias, modificar nuestra visión del mundo que nos rodea, tomar en cuenta el tiempo y las circunstancias, sea para esperar el momento oportuno o para incidir de manera proactiva.

Así, pues, el contratiempo forma parte de la vida, y no siempre como contraparte sino como aliado inquisidor: ¿estás seguro en lo que estás haciendo? ¿realmente tu familia vale tanto como dices? ¿cuentas con los recursos para conseguir lo que pretendes?

Los contratiempos, así como las dificultades, pueden verse como obstáculos para conseguir algo, pero aliados para crecer internamente. Para asumir responsablemente el compromiso de vivir. Para comportarnos de manera adulta. Para no envanecernos ni considerar con altivez nuestras propias capacidades.
Las dificultades y contratiempos nos introducen por un laberinto de acertijos que debemos y podemos resolver. Son exigentes y nos permiten revisar la información que manejamos y tener una visión más acertada de la realidad. Nos ayuda a tener en cuenta a los otros, lo que piensan, sienten y saben hacer. A buscar en ellos ayuda y aliados en aquellos aspectos en lo que estemos menos dotados.

Como en la música, el contratiempo forma parte de la melodía y ayuda a destacar la belleza de los sonidos.

Renunciar a los sueños posibles solo hace que vivamos de manera mediocre sumergidos sin rostro propio en la dimensión anónima del gentío. Repitiendo patrones y siendo complacientes.

Tener iniciativas sanas y adecuadas, que ilusionen y movilicen nuestra vida, oxigenan los espacios muertos y clausurados de nuestra personalidad. Nos ayudan a sentir que somos alguien. Y a entender que lo que nos rodea puede ser distinto. Que podemos aportar algo que perdure en el tiempo y trascienda nuestra vida.

Pero para ello debes encontrarte contigo mismo, con el adolescente y con el adulto que eres, para que uno no te gobierne y el otro te conduzca.

viernes, 23 de septiembre de 2011

FIDELIDAD

Ha habido una pérdida en el sentido de las palabras que usamos. Ha sido un fenómeno común, que quizás buscaba crear una sensación de ingenua libertad y optimismo. Las palabras se han trasformado más en sonidos que en significados, y sin significado las palabras no indican nada y menos comprometen.
Pero tal camino socaba las bases de la convivencia, de las relaciones… y también las bases de las personas.
Así ha ocurrido con la palabra “fidelidad”. No solo ha perdido fuerza sino ha adquirido un aspecto simpático y extrovertido: la fidelidad se considera como  algo que ocurre entre dos personas. Se maneja la fidelidad en asuntos de amistad o en relaciones sentimentales. Pero también puede que se espera fidelidad de los subalternos, hacia la organización política o empresa.
Este proceso de degradación ha terminado, en el desespero de profundidad, por indicar relaciones de obligación sin preguntas ni cuestionamientos. La fidelidad puede sobreponerse a la complicidad y a la conspiración. Fidelidad para esconder las faltas, vicios o delitos. Como si tuviera que callar y aceptar con resignación la realidad de trampa, alcohol, droga... del amigo, de la pareja. Extraña fidelidad que lleva a la renuncia de uno mismo. Que termina por desconocernos a nosotros mismos.
Solo que una fidelidad así tomada es una fidelidad sin “código de honor”, externa y extrovertida… por no decir superficial. En muchos casos se entiende como un “tú y yo juntos hasta la muerte”, atada de manos, sin que importe lo que hagas tú o haga yo; sin importar si ese estar juntos daña al otro o a sí mismo o a quien se lleva por delante.
Resulta curioso que esta palabra se derive del latín “fidelitas”, que se refiere a la relación de un devoto con su dios. Y ésta está emparentada con “fidelis”, que es fidedigno o digno de fe y, finalmente, con “fides”, es decir, fe en el sentido de lo que es verdadero. De acuerdo a todo esto, una relación superficial, incongruente, confabuladora y conspiradora entre dos personas no puede clasificarse sin más  de “fidelitas”.
Así que para que haya fidelidad tiene que existir fe, en el sentido amplio y no solo religioso de la palabra. Puesto que implica y, por lo tanto, debe resaltar la conciencia. La fe es un asunto de conciencia como también la fidelidad. Y nada hay que sea más personal que la fe, como tampoco nada hay que sea tan profundo como ella.
La fe que está a la base de la fidelidad es fe en un conjunto de valores, creencias, formación, educación, principios… que únicamente pueden existir en nosotros mismos, que los asumimos como ciertos y no solo como convenientes, y que precede cualquier otra relación, y al mismo tiempo la  presupone. La fidelidad de otro hacia mí se deriva de la fe que el otro tiene en lo que hay de verdadero, genuino y auténtico en uno mismo.
No se puede comprender una relación, por ejemplo, de pareja, en la que uno pida, en nombre de un falso amor, el que el otro renuncie a la fidelidad a sí mismo. Cuando se dice que la amistad incluye el respeto, se refiere a esto. Lo que hemos dicho, por ejemplo, en el artículo “límites”, también se aplica cuando hay genuino amor entre dos personas: dejar que el otro pueda ser lo que es… y que el otro deje que yo sea lo que soy. Sin egoísmos, claro.
La fe en lo que creemos supone su fidelidad. De lo contrario nos estaríamos desmintiendo, estaríamos afirmando hipocresía, vaciedad, acomodación, conveniencias, relativismo o un desencanto que produce apariencias, pero nunca convicciones.
Si fuera el caso de alguien que tiene claridad sobre un conjunto de valores, convicciones, principios, creencias… pero en el plano práctico y cotidiano le fuera amargamente infiel, su conciencia no le dejaría dormir en paz.
Puede que haya personas que estén afectadas por algún problema neurológico que las haga en extremo violentas, por ejemplo, pero eso no produce tranquilidad de conciencia. Todo lo contrario. Se retuercen en el remordimiento de ver lo que hacen y lo que quisieran hacer.
Pero hay otros, quizás la mayoría, que considera como propio de los tiempos modernos el que todo sea relativo, con tal de sentirse querido, aceptado o controlar o salirme con la mía.
Y en esta situación que hay que recordar que, incluso para crecer como personas, lo primero que debe hacerse es ser fiel con uno mismo. Lo primero que debes hacer es mirarte en el espejo de tu conciencia para saber quién eres y quién puedes ser, en fidelidad y dignidad.
Así que hay que reencontrarse con lo que se es, con la educación recibida, con lo que de verdad es valioso, con lo resulta realmente convincente para serle fiel en toda situación, con ánimo de crecer, mejorar, corregir, profundizar, comprometerse. Mirarse en la conciencia y en la propia historia de los valores recibidos.
Quien va estructurando su personalidad sobre los sólidos fundamentos de la fidelidad, va teniendo consistencia para enfrentarse con los vendavales de la vida, incidir en cambios significativos y atraer a quienes sienten la sed de relaciones auténticas.
La fidelidad no comienza con las relaciones interpersonales. La fidelidad es un asunto personal que compete a la conciencia.
Mírate en tu propio espejo y contesta la pregunta de tu destino.
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Pido disculpas a todos los seguidores de este blog por los retrasos sufridos en las últimas semanas a causa de la conexión de Internet

viernes, 16 de septiembre de 2011

INSTANTES

Nuestra vida está llena de innumerables instantes. Algunos agradables, otros no tan agradables, pero tambien existen esos importantes instantes de la vida que dejamos pasar y que sin darnos cuenta, podrían ser una fuente constante de alegria y de crecimiento personal.

 
  No creo que exista una persona que pueda interpretar de mejor manera lo que son estos instantes como el poeta argentino, Jorge Luis Borges.
 
 Cada mañana al levantarme, me pregunto ¿cuales seran esos instantes que me haran crecer y cuales de hoy me haran inmensamente feliz? y descubro que cada instante es una invitación para más, para crecer, para encontrarse, para perdonar, para comenzar de nuevo.

Pero finalmente, instantes que unidos crean toda una vida. Me doy cuenta que cada instante es un regalo de vida, y que no lo debo dejar pasar. Por eso quiero hoy utilizar este espacio para publicar el poema Instantes de Jorge Luis Borges, y con esto invitarte a crecer y ser felíz.

Instantes

Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años...
y sé que me estoy muriendo.

  Quisiera que el instante más compasivo de mi vida, me definiera como persona.
Ana J. Cesarino

viernes, 9 de septiembre de 2011

MADURAR

Constantemente escuchamos referirse a la juventud como un tiempo ideal en la vida. Tanto que otras edades pasan a segundo plano, con el consecuente complejo de inferioridad. Todo se hace para que el tiempo no pase, para hacer que se viva la vida loca, que se tenga una espontaneidad casi que pueril. Así aparece en el cine, la televisión, la prensa, la publicidad… Los distintos productos van dirigidos a satisfacer este renglón. Idealizando la juventud se ha pretendido que se la pueda vivir prolongándola lo más que se pueda… para que, quien no lo consiga o se le pase el tiempo, termine sintiéndose marginado.
La juventud ofrece una serie de ventajas que no se pueden disimular, es claro, y que sería magnífico que se conservaran. Si pensamos en el aspecto físico, gozar de una buena apariencia, salud sana, flexibilidad en las articulaciones, tono muscular adecuado, etc. es ventajoso que ésta perdure el mayor tiempo posible. Si nos referimos a la parte neurológica, es obvio que una buena memoria resulta conveniente, así como la capacidad de un razonamiento lúcido envidiable, aprender nuevas destrezas y tecnologías. Y pudiéramos extendernos en otros campos.
Pero muchas veces lo que nos ofertan como juventud no es otra cosa que adolescencia: una regresión a esa etapa de nuestras vidas en que, con organismos que iban asumiendo la apariencia de adultos se combinaba el riesgo e inconsciencia de los niños, la impulsividad, el dejarse llevar por lo que se siente, inclusive para ensayar nuevas aventuras, relegando el cálculo y la razón a entretelones y donde difícilmente se puede ser del todo responsables.
No es que sea malo ser adolescente en la adolescencia. Lo equivocado es pretender vivir la adolescencia siendo ya adultos bajo la excusa de la jovialidad.
La adolescencia se caracteriza por el “adolecer”: hay una falta de elementos, por debajo de una epidermis de seguridad y optimismo, por los que no se sabe bien quien se es, las opiniones de los grupos a los que se pertenece tienen una influencia casi infranqueable y, de paso, no se cuentan con los recursos para enfrentar la vida y tener relaciones apropiadas, duraderas y estables.
En la adolescencia, las posibilidades de tomar decisiones erradas sin asumir las consecuencias, con una especie de ingenuidad y despreocupación, dificulta esta etapa: no se tiene la capacidad de ser realmente responsable. Y esto es al mismo tiempo lo que le imprime de fascinación… para cuando se ha dejado de ser adolescente. Una especie de romanticismo de tiempos pasados que evaden el presente.
Así pues, pareciera que la propuesta que se hace, y que muchos viven, no es vivir de manera jovial, sino de manera adolescente, sin responsabilidades ni compromisos.
No se trata de entender cierta jovialidad presente en cualquier edad como capacidad para asumir nuevos retos, de conservar cierto sentido del humor y la ilusión para innovar  proyectos.
Es la adulteración de la jovialidad por la adolescencia crea parálisis en el crecimiento personal. Porque se trata espontaneidad artificiosa que idealiza autenticidades que en el fondo son rabietas, groserías, impulsividad, pataletas, malos tratos… Justificaciones con argumentos retorcidos para, en definitiva, decir “yo soy así”, para no asumir responsabilidades, compromisos, desafíos… fracasos.
Esos niveles de puerilidad, hace evidente que las relaciones interpersonales y laborales vayan a caminar a contrapelo, si es que caminan y no se desmoronan. Decisiones y conductas erradas con consecuencias tremendas para el entorno de quien ha tomado la decisión de no crecer y no asumir. Marginación de todo aquel que, estando cercano en el amor sincero, no excusa lo que de manera desviada hago algo. Relaciones tóxicas en las que me involucro por la intensidad de las sensaciones, emociones y placeres.
El proceso de crecimiento implica varias cosas. De las más básicas, que se dan en la infancia, es que el niño va aprendiendo a socializar las necesidades básicas para adecuarse a la vida social y a sus valores. Va aprendiendo formas de comer, expresarse, vestirse, atender sus necesidades íntimas…
El mismo Freud, desde un esquema muy sui generis, hablaba del cúmulo de impulsos, de la base institintiva, como del “Ello”, en la que lo que importa es la búsqueda de placer y satisfacción. El proceso de crecimiento en la infancia hacía que apareciera el “Yo”, que se encarga a partir de los parámetros sociales de educar la manera adecuada de satisfacerlos (que según él podía hacerse de manera errónea). El “ello”, por sí solo, es altamente destructivo.
Quien se proponga llevar una vida impulsada por el viento del deseo, no hace otra cosa que idealizar el retorno a una fase instintiva, ciega e impulsiva. En esta idealización se sacrifican las relaciones, por decir lo menos, pues todo alrededor está al servicio del deseo. Y esto sin considerar los niveles de perversidad que pueden circular por el ser humano, cuando se hace un juguete de pasiones como el odio, la venganza, el resentimiento, el erotismo, la perversión, la maldad.
Madurar implica una noción realista de lo que es el ser humano, de sus posibilidades y de sus miserias. Necesita también una adecuada y aterrizada referencia a un conjunto de valores, que oriente la dirección por la que se quiere encaminar la vida. Hace falta y es sano contar con un proyecto de vida posible de alcanzar, que incluya a las personas que comparten los días con nosotros.
A partir de aquí, no todo es excusable. El amargo momento del encuentro con los errores cometidos es una alternativa nada alejada. No se puede mirar a los demás para culpabilizarlos ni se puede usar el recurso de usar de un hermetismo que nos induzca a un estado de inocencia original, más parecida a una ceguera.
La persona que desee ir madurando a lo largo de la vida, tiene que entender que cualquier reacción pudiera ser perfectamente natural, pero no por ello pueden tomar el control de la vida y las decisiones. Pensemos en una muerte trágica y absurda de un ser querido, por la irresponsabilidad de otra persona.
En contra del maremoto de pasiones que se lleva todo por delante, quien desee madurar buscará manejar de la mejor manera sus estados internos, sean o no justificables. No canonizará lo que internamente le ocurre, como si fuera paradigma y norma de comportamiento. Y, sobre todo, estará al tanto de la responsabilidad que tiene ante la vida, ante la propia y la de los demás. Sea ante el riesgo de una acción equivocada, sea ante las consecuencias de una acción mal emprendida.
Vivimos en un momento en que pareciera que todo es válido y que nadie te va a juzgar por lo que haces. Pero no todo es sano y conveniente para nuestra salud mental y crecimiento personal.
Quizás nos hemos acostumbrado a  vivir y a comportarnos de manera soberbia y altanera. Creemos que es propio de nuestra naturaleza actuar como actuamos. Para aquellos comprometidos con su crecimiento, siempre hay algo más y un después, que es mejor y más pleno.
Solo hace falta que asumas lo que eres, lo enfrentes con sencillez y te dispongas para acceder a la nueva etapa desde la responsabilidad y madurez.
Porque no quiero que me defina lo que he sido, camino a lo que puedo ser, sin dejarme condicionar por mi miseria.

viernes, 2 de septiembre de 2011

LIMONADA

En la vida hay una mezcla que resulta bien curiosa para el paladar: la limonada. Los limones solos proporcionan un sabor intenso que puede ser muy poco tolerado por la mayoría de las personas. Pero con la adecuada mezcla de agua bien fría y endulzado, se obtiene una de las bebidas más populares, sobre todo para sobreponerse a los días de calor: la limonada.

Así que una expresión, que como imagen me encanta y que utilizo en mis talleres, es esta: “si la vida te da limones hazte una limonada”.
Es verdad que el ser humano está continuamente expuesto a situaciones dolorosas y difíciles. Inclusive algunas personas tienen un elenco mayor que otras. Por profesión lo conozco, lo sé, lo he percibido y palpado. Sé de los funestos efectos que causa, de cuanto duran, de la forma como la gente porfía por conseguir una salida. No es, por lo tanto, una forma de simplificar la realidad al punto de ridiculizarla.
Pero también sé que hay personas que se quedan ancladas y paralizadas en lo que sienten, lo que les han hecho de injusto o en lo que han sufrido. Se van acostumbrando a leer su vida bajo el permanente guión del sufrimiento, por lo que, si miran al pasado, hay sufrimiento; si piensan en el futuro, esperan sufrimiento; lo que único que puede ocurrir en el presente es que se sufra. Y una vez que el vaticinio se ha cumplido, esta forma de pensar ha quedado reforzada para volverse a repetir.
Como afirmé con anterioridad, yo conozco la realidad humana, porque con ella me encuentro todos los días en el trato con mis pacientes. Pero también lo sé, con igual certeza, de las enormes capacidades que tenemos todos, y que quedan relegadas y atrofiadas cuando solo vemos lo negro de la vida. El único guión aísla otros posibles guiones mucho más interesantes y creativos, donde el sufrimiento no es el actor principal, sino cada uno de nosotros.
Una persona que haya sido abandonada por su esposo, obvio que va a tener que enfrentarse a situaciones personales y sociales muy duras. La ayuda concreta que se le ofrece consiste en que sepa manejar ese cúmulo de emociones en que hay en su interior y a replantearse la manera cómo va a enfrentar en adelante su existencia (hijos, trabajo, casa, amigos, procesos legales…). Pero una vez que haya dado los pasos necesarios, que sus niveles de angustia sean menores, que vea cómo las cosas van tomando su cauce, que haya aprendido a manera la soledad, su afectividad… puede caer en cuenta de un sinfín de logros que ha conseguido. Incluso puede sentir que dicha experiencia le ha ayudado para crecer. Hasta puede tener el humor de decir que fue un proceso de liberación interior.
Nuestra vida nunca es perfecta. Si lo fuera no seríamos humanos. Como somos humanos, si lo decimos es por arrogancia o con la vil intención de engañar. Puede que en el colegio fuésemos nulos con alguna materia (pensemos en el inglés), que causa angustia y sinsabores cuando se paladeaban las notas finales en la casa. Sin embargo, en la edad adulta podemos recordarlo con una sonrisa y alguna que otra palabra bromista.
Otro tanto podemos hacer con nuestros defectos físicos. No pienso en los grandes problemas sino en aquellos que hieren nuestra vanidad. Claro que hoy en día la cirugía es una alternativa… para el cuerpo. Pero para el crecimiento personal lo es más el humor: es más efectivo que un trasplante de pelo para los calvos y que unos tacones para las chiquitas. Bien es cierto que de niñas veíamos las arrugas de los adultos y les temíamos; hoy en día no tenemos ese problema porque lo que tenemos son “líneas de expresión” que acompañan la madurez alcanzada.
El saber reírnos de la vida, sea en cosas como estas u otras más serias y complicadas, hace un bien inimaginable. Porque no se trata de evasión, sino de una manera diferente de enfrentar lo que nos ha afectado en la vida. Viene encajado perfectamente sin que colme la paciencia más de lo que ya ha hecho. Neutraliza ese afán tan humano por agigantar las cosas negativas (en psicología lo llamamos maximizar) y le damos un tamaño proporcional, más realista y manejable.
El humor libera tensiones musculares y energías escondidas que, al relajarnos, nos permiten actuar con mayor creatividad. Es una manera de reactivar relaciones importantes, de salir de nosotros mismos, de darle la vuelta a las cosas mirándolas desde otro punto de vista.
Quizás alguno le pueda parecer algo banal lo que se está planteando. Quizás con rostro muy juicioso piense que hay tantas cosas urgentes y necesarias que no permiten a la seriedad perder terreno. Y puede que ocasionalmente tengan razón.
Pero pensemos en las personas que deben enfrentar, por ejemplo, una batería de quimioterapias o radioterapias ¿qué le puede favorecer más, el sano humor o el negro realismo? En este caso hasta es conveniente para la eficacia del tratamiento y el bienestar del sistema inmunológico ¿y si consideramos a los enfermos de lupus? ¿y qué tal si lo hacemos considerando a los sidosos? ¿o por qué no a quien tiene alguna dificultad psicológica o neurológica o los que necesitan de medicación por cualquier condición psiquiátrica? ¿no es más sano ver con algo de humor la propia realidad que negarse a verla, evadirla o derrumbarse en la amargura de una soledad que ni permite crecer, ni asumir ni solucionar?
Recuerdo que en mi primer año en la Universidad de Michigan, estando en Ann Arbor, como comencé a sentirme algo abrumada. Había llegado con 16 años a un país totalmente nuevo y extraño para mí. Extranjera y latina, con una idiosincrasia, cultura e idioma distinto al mío. El tiempo de inicio de la universidad era al final del verano. Por lo cual, cuando irrumpió el otoño con sus variadas gamas de amarillos, ocres, rojos y naranjas y la danza de las hojas arremolinándose por el viento, experimenté una novedad fascinante, distinta; era conmovedor encontrarse ante tanta belleza.
Pero al cabo de unos meses y quedar atrás el otoño entraron los monótonos grises del invierno, con la desnudez de los árboles y el melancólico frío para apoderarse del ambiente. La añoranza de mi tierra, el sol, mis amigos, costumbres, idiosincrasia acompañaban con pesadez el paso del tiempo. Fue cuando entré a un negocio y vi ese extraordinario letrero que compré y que me ha acompañado hasta el sol de hoy: “Si la vida te da limones, hazte una limonada”.
Entonces pensé con detenimiento y comencé a descubrir posibilidades donde antes percibía obstáculos. Mis compañeros de universidad y de la residencia universitaria siempre fueron amables y atentos conmigo. Y fue cuando me di cuenta que el ser diferente no me limitaba sino, al contrario, expandía mis horizontes y enriquecía mi vida tanto como la de los demás.
Como ellos estaban abiertos como para que yo me comportara de manera distinta, yo sentía que podía proponer cuestiones propias que fuesen novedosas para ellos.
Así, pues, les enseñé a mis compañeros a hablar español, les enseñé a cantar a “voz en cuello” la canción “Eres tú”. Les enseñé a bailar salsa. Cada semana, cuando tenía tiempo, hacíamos polvorosas. Y cuando de algún lugar aparecía maravillosamente un paquete de harina “Pan” (harina de maíz), hacíamos arepas (tortas asadas, fritas u horneadas amasadas con una mezcla solo con harina, sal y agua).
Así empecé a darle la vuelta a las cosas en mi vida, a hacer que las cosas funcionaran tanto para mí como para los otros. 
Los días de grandes nevadas, en los que nos quedábamos confinados a la residencia sin mayores alternativas, fueron al principio tristes y deprimentes. Hasta que tuve la ocurrencia (muy celebrada, por cierto), de usar las bandejas del comedor como tablas para deslizarnos por las laderas nevadas. Les explicaba a mis amigos que en Venezuela, en época navideña, se construían de manera rústica y manual, las conocidas “carruchas”: trozos de madera clavados hasta formar una plataforma con cuatro ruedas metálicas y chillonas, las delanteras puestas en una madera oscilante sobre un clavo o tornillo y con cordeles que se tiran como riendas para controlar el artefacto que velozmente baja las cuestas con un piloto-niño y hasta un acompañante. Así pues, las bandejas del comedor alcanzaron el estatus de ser oficialmente “las carruchas de Navidad de la Universidad de Michigan”.
Y así, poco a poco, con una nueva actitud ante la vida, fueron mis limones convirtiéndose en limonada.
Cabe destacar que ahora tengo 50 años y estoy de nuevo en mi país; sin embargo, aquellos lazos de amistad, que en ese tiempo se tejieron entre juegos de invierno y sueños de futuro, han permanecido y  se han robustecido con el transcurso del tiempo.
Con frecuencia mis “amigos americanos” han pasado a ser parte primordial de mi vida. Durante años hemos entablado conversaciones telefónicas semanales, correos electrónicos, visitas sorpresas y,  también, para compartir los momentos difíciles que cada quien por separado haya vivido, sea para apoyarnos, sea para ayudarnos o aconsejarnos.
Toda esta maravillosa experiencia de amor, afecto, amistad y solidaridad comenzó con un “limón”.
Todos tenemos “limones” en nuestras vidas. Lo importante es preguntarse “¿para qué me sirve este limón?” Y si está abierto, encontrarás muchas opciones o respuestas que te fortalecerán y que te invitarán a descubrir nuevas realidades en las que podrás crecer, no solo como persona sino como parte de una familia, de una cultura y de una sociedad.
En estos tiempos, en que el ritmo  vertiginoso hace que solo tenga sentido las sensaciones, es apremiante detenernos para mirar nuestra vida y nuestro mundo interior. No para sentirnos víctimas de él, sino para aprender a tener la capacidad de poder, desde el realismo, descubrir en lo que algo doloroso o difícil se puede convertir; cuando mi actitud hacia la vida permite que me traiga grandes beneficios y crecimiento personal.
“Si la vida te da limones, hazte una limonada”.


viernes, 26 de agosto de 2011

SER RESPUESTA

En las últimas semanas, mi vida ha estado marcada por la urgencia de concientizar a la población en general sobre la importancia de la salud mental y, particularmente, sobre el problema de la depresión. Me ha tocado asistir a entrevistas por radio, programas de televisión, charlas en clínicas y a grupos particulares, además de mis horarios de consulta. Lo cual ha significado que he tenido que organizar mi agenda para un movimiento que fácilmente me puede rebasar.

Si bien hay frutos que se esperan cosechar a largo plazo, como es impulsar un cambio cultural en personas y organizaciones para que asuman la depresión desde un punto de vista más realista y se sepan tomar medidas preventivas y tratamientos más acertados, también hay satisfacciones inmediatas. Al mismo tiempo del interés que suscita el tema, en la medida en que se va exponiendo, no son pocos los que se me han acercado o comunicado para decirme: “Gracias, doctora, ya comprendo lo que me está pasando”. Me ha ocurrido personalmente, por correos electrónicos y llamadas telefónicas.

Para estas personas yo he sido una respuesta. Yo he podido ser instrumento para que puedan orientar su problemática, buscar tratamiento y de esta forma puedan  mejorar su calidad de vida.

Y surge en mí esta reflexión: ¿qué hubiera sido de estas personas si yo, ante la problemática que existe y la que se aproxima, hubiese decidido callarme? ¿si de antemano hubiese abandonado el combate? ¿si hubiese renunciado a mi deber, pensando no ser comprendida o escuchada?

Y me doy cuenta que, exactamente por intentarlo, por ser sensible ante el dolor ajeno, por sentirme responsable ante mi mundo y, definitivamente, por querer ser persona, he sido una respuesta. Inclusive para muchos, una respuesta providencial o una respuesta de la vida ante su situación.

A lo largo de este blog he pretendido ayudar en el compromiso que tienen todos ustedes de ser persona. Ha significado ayudarles a mirarse, a asumir y a crecer. A ser sensibles y humanos. Y a atacar a la indolencia como un mal que hay que desterrar.

Porque cada uno de nosotros también puede “SER RESPUESTA”. Ser respuesta para alguien y ante algo. Una respuesta que puede, sin embargo, quedarse muda, silente, sin pronunciar… si nosotros no creemos que podemos ser respuesta y respuesta necesaria.

Esta vida tiene demasiadas preguntas, excesivos interrogantes… y pocas respuestas. Muchos seres humanos están desalmados: sin alma. Así que deambulan y no viven. Si viven es de manera autómata, en el anonimato, sin ser lo que son, sin rostro ni identidad… Diluidos en la masa hormigueante que transitan por las calles de la ciudad.

Pero entre el silencio indiferente y la palabra, sea que la palabra oral o la actuada, hay un abismo que solo puede salvarse en la medida en que creamos en nosotros. Puedo y necesito ser sensible ante la tragedia y el dolor del otro, pero debo creer que algo importante puedo hacer por él, aunque ese algo sea tan sencillo como una lágrima o una sonrisa.

Yo siento lo que está ocurriendo y consigo decidir qué hacer. No infravaloro mis capacidades, sin que tampoco pretenda dar lo que está fuera de mis posibilidades. No voy a diagnosticar una depresión si no soy médico o psicólogo, como tampoco yo voy a arreglar el vehículo de mi vecino si no soy mecánico. Pero sí puedo animar, orientar y hasta, en algunos casos acompañar, hasta el especialista, independientemente de si  se trata de un psicólogo o de un mecánico de confianza.

Sin embargo, el “ser respuesta” incluye aspectos varios de la vida humana. Si es evidente que hay momentos trascendentales e insustituibles, los pequeños momentos, que denotan una actitud ante la vida, no son menos importantes. La vida consiste muchas veces en el tejido variopinto de pequeños momentos. La manera como damos determinada dirección a un extraño que nos la pide en la calle, la atención que le prestamos a un anciano o anciana cuando baja unos escalones, el interés que mostramos ante quien pide limosna sin fingimiento…

Y podemos añadir otra multitud de situaciones en la intimidad de las casas, entre familiares y amigos. Porque de manera curiosa nos retraemos muchas veces estando entre ellos. Sea porque nos acostumbramos a su dolor, nos predisponemos ante sus respuestas destempladas o porque nos hemos habituado tanto a equivocarnos que ya no lo intentamos.

Quizás habría que tomar en cuenta, tanto para evitar renunciar a seguir intentándolo como, si nos hemos ausentado,  volver a hacernos presente, que toda respuesta es respuesta en la medida en que responde a una pregunta.

Pretender ser respuesta de algo que no se ha preguntado es absurdo. Ser sensible es percatarse de la situación del otro, de la realidad del otro. Es salir de la imaginación y suposición para entrar en la verdad del otro. No es ver lo que me guste o escuchar lo que me provoque, adaptándolo a mis conveniencias. No.

No es tampoco el orgullo, las carencias afectivas, la necesidad de autoafirmación o el deseo de control y dependencia los que pueden guiarme a “ser respuesta”.

La pregunta del otro, pregunta que es existencial y vital y no únicamente la formulada por palabras, es la que puede interpelar mi respuesta. Y la respuesta es un ejercicio responsable  que excluye la mudez pero que desecha la improvisación impulsiva. Es un cuestionamiento que debe hacer mirarme en mi interior lo que puedo y soy capaz de dar, sin mezquindades ni imposiciones. Debe consistir en darme cuenta que mi respuesta no excluye la de otro que la puede complementar y corregir. Está en función de ayudar y se sentirá satisfecha cuando, en otros tantos, consigamos que la nave de la inquietud llegue a buen puerto.

Unos amigos, luego de haber escuchado la angustia de unos padres, pueden respetuosamente proponer que acudan a un profesional para orientar los problemas escolares de su hijo. Una vez en consulta, el psicólogo puede detectar alguna situación en el hogar que haya que corregir. Esto estaba por fuera de lo previsto por los amigos, pero su participación ha formado parte de la solución.

 Y es que en nuestro diario vivir, asumiendo responsablemente nuestra vida, queriendo ser persona, ser respuesta debe ser parte fundamental de la dinámica de la existencia. Ser capaces de entender que no somos islas, que no estamos aislados. Que otros, en muchos momentos, han sido respuesta en nuestra vida, pero que nosotros también debemos ser respuesta.

La máxima tentación es decir: “este no es mi problema, le tocará a otro resolverlo”. NO. Eso sería ceguera selectiva: veo solo lo que me interesa ver para no involucrarme, para no salir de mí misma, de mi comodidad y de mi egoísmo.

¡Imagínense ustedes cómo sería este mundo si aquellos a quienes les debemos descubrimientos e innovaciones (pensemos en los descubridores de las vacunas o la penicilina), hubiesen dicho “esto no es mi problema” y se hubiesen encerrado en sí mismos! ¡Pero ellos optaron por “ser respuesta”! No para vanagloriarse. No para que los reconocieran. Sino porque existía una motivación interna que los impulsaba a “ser respuesta” para otros, en circunstancias concretas.

Y yo me pregunto ¿cuál puede ser la respuesta que necesita el que trabaja a tu lado, el que convive contigo, el que ves pasar delante a diario? ¿o para esa persona, sea cercana o sea lejana, que necesita quizás algún tipo de respuesta… o que necesita del afecto o de la cercanía de alguien como respuesta para su vida? A veces solo una simple sonrisa puede ser una respuesta.

Se opta por ser respuesta. Es una opción de vida. Es una opción del día a día.

Hoy en día conocemos las respuestas del pasado. Conocemos a aquellas personas que lo hicieron posible. Las respuestas del mañana las desconocemos. Pero sabemos que estas acontecerán si tú y yo seguimos decididos a ser personas, ser humanos, ser sensibles. No habrá respuestas de manera mágica, como intervenciones divinas que desciendan del cielo, sino que requiere de nuestra colaboración.

Ser respuesta: regalo de amor.

viernes, 19 de agosto de 2011

SENTENCIA DE MUERTE

Cada día sábado de cada semana, era para mí un motivo para celebrar. Papá era de Caracas, la capital, y nosotros vivíamos en Maracay, a escasos 128 kilómetros de Caracas. Papá tenía por norma ir a la capital todos los sábados para encontrarse con familiares, colegas y sobre todo para poder visitar las librerías más importantes y surtidas del país. Eso significaba que yo regresaría a casa posiblemente con dos o tres libros nuevos que me regalaba.
Pero un sábado en particular, dirigiéndonos hacia Caracas, divisé contra el fondo de barrios olvidados y sufridos una valla gigantesca en la que estaba escrito este pensamiento: “De la indolencia, líbranos Señor”.
Recuerdo vivamente lo mucho que me impactó la frase, no entendía con claridad de lo que significaba la frase, pero presentía que debía ser algo de suma importancia. Durante todo ese día ese pensamiento estuvo rondando por mi mente. Finalmente al final del día de regreso a casa, recordé lo que con frecuencia me decía mi abuelo paterno: “aprende a aclarar tus dudas sobre los términos que desconoces en el diccionario”.
Así, mis buenos oficios dieron resultado y conseguí su significado en el diccionario: indolente es aquel que es insensible, que no se afecta o conmueve ante el dolor ajeno. Mi mente de niña siguió trabajando, buscando ordenar todas las piezas del rompecabezas, para entender no solo la palabra, sino la oración “de la indolencia, líbranos Señor”. Por tal razón acudí a papá, le expliqué con detalle mis inquietudes esperando que él, como siempre, me ayudara a comprender. En efecto, él me hizo comprender la totalidad de su sentido, alcance y significado. Desde ese momento, aunque era solo una niña, entendí que debía hacerme el firme propósito de no ser indolente.
Porque la indolencia es un NO rotundo a la vida, equivale a perder la sensibilidad, no sólo ante el propio dolor, sino también ante el dolor del otro, de una cultura y de toda una sociedad.
Y es que la indolencia tiene como símbolo el rostro altivo e indiferente, que no se asoma a lo que ocurre alrededor entre los cercanos y menos en aquellos con quienes los encuentros han sido casuales. Lo emparentamos con la arrogancia que justifica ese no sentir, con aires de comodidad y superioridad.
Pues la indolencia es un no sentir la desgracia de la otra persona. No dejar que agite las “imperturbables” aguas de la tranquilidad interior. Es no afectarse y, por lo tanto, es no sintonizar con la agitación de quien se hunde en las movedizas arenas de la vida. Es establecer como máxima de la vida “ojos que no ven, corazón que no siente”.
La indolencia funciona como sustitutivo artificial (¡muy artificial!) de la paz de conciencia. Se busca el mismo efecto pero a menor precio… No hay que hacerse cuestionamientos, no hay que hacer cambios en la vida, no hay que preguntarse por lo que puedo hacer por la otra persona, no hay que preguntarse por la propia responsabilidad en relación con la desgracia ajena. El ahorro es considerable. Lo único que hay que hacer es no ver… hay que evitar ver… solo no ver. Y, por supuesto, no sentir.
A veces se piensa que se es indolente solo en las grandes cosas. Pero esto es tan falso como si se pudiera ocultar el sol con un dedo. Se comienza a ser indolentes desde pequeños, con pequeñas cosas, para más adelante, al crecer, ampliarlo a otras más serias, ya sin la ingenuidad primera. En muchas ocasiones esas pequeñas cosas de niños cuentan con el tácito aval de los padres; ellos no le dan la importancia que tiene, bajo la excusa de “son cosas de niños”, porque también son indolentes. Así se produce lo que en psicología se conoce como modelaje: padres indolentes moldean hijos indolentes a partir de sus comportamientos, afirmaciones, negaciones, castigos y recompensas.
El ser humano considera que la visión está entre las cosas más valiosas que tiene la vida ¡Terrible precio debe pagar el indolente para conseguir lo que considera más parecido a la paz de su conciencia: el no ver! El renunciar a la vista. El volverse ciego.
Y este “no ver” consigue, para la obtención de la tranquilidad de conciencia, un estrechamiento de su conciencia psicológica y moral. El mundo de su atención se reduce a banalidades, angosta sus infinitas posibilidades a lo más inmediato y sensorial, se identifica con el vivir “entre cuatro paredes”. El despliegue de todas las posibilidades que ofrece la vida viene filtrado por las conveniencias. Y estas guían a la moral de manera inversa: en vez de preguntarme por las realidades que obligan a mi conciencia, lo que hago es acorralar a la realidad para que responda  y se adecúe a mis conveniencias.
El indolente cree que vive de manera grandiosa, pues cree obtener lo máximo de la vida, cuando en realidad la está erosionando en sus fundamentos, puesto que no solo voy muriendo sino generando muerte a mi alrededor. Así, lo que muchas veces se evalúa como oportunidades y privilegios que la fortuna va poniendo en nuestro camino, pueden ser en formas diversas, grandes o pequeñas, variaciones de la indolencia.
Una mamá que tiene sobre sus espaldas la carga del hogar, por cualquier tipo de razón. Después de una jornada abrumadora abre la puerta de su casa y consigue la torre de platos sucios y los restos de la comida, que ella misma había preparado la noche anterior para sus hijos, en envases abiertos expuestos a los insectos. Sus hijos están en casa… pero no movieron un dedo para aliviarle la carga a su mamá. Nadie ha pensado en su sacrificio, esfuerzo, cansancio. No hay reconocimiento y respeto por su dignidad.  Lo cual termina traduciéndose, si lo examinamos a fondo, como quiebra y carencia de amor, porque al final el amor va mezclado con cierta carga de abnegación y este acto de indolencia hacia la madre es un rechazo claro a su amor, a su abnegación y a la capacidad de sentir.
Unos padres hacen maromas por vestir adecuadamente a sus hijos, pagarles la universidad, además de los gastos que acarrea un hogar. Ellos maltratan la ropa con un descuido que raya en el desprecio… eso es una forma de ser indolente, porque detrás de lo material está desgaste, diligencias y amor de los padres. El mensaje es claro: no siento aprecio ni comprensión ni compasión por ustedes.
Pero ¿qué nos ha ocurrido? ¿qué ha sucedido para que nuestras vidas se hayan convertido en una parodia? ¿cuándo se nos ocurrió pensar que amarme a mí misma era pretender hacerme centro del universo y que todo y todos debían girar a mi alrededor? ¿cuándo se nos ocurrió pensar que vivir plenamente era ser hedonistas cerrando toda posibilidad de trascendernos? ¿cuándo se nos ocurrió pensar que los demás no importan porque me basto yo? ¿cuándo comencé a darme permiso para no sentir respeto y responsabilidad hacia el otro? ¿cuándo decidí dejar de ser humana, excusándome tras la frase “eso no es de mi incumbencia”? Y me pregunto ¿y qué es entonces de mi incumbencia? ¿qué es lo que nos hace ser personas? ¿qué hace que nuestros corazones puedan latir con una fuerza desconocida en comparación con lo que son las palpitaciones habituales? Optar por la vida. Optar por la vida. Optar por la vida.
Porque cada gesto o acto de indolencia es un rechazo a la vida, es un morir al día a día, de manera lenta y paulatina, pero que al final de cuentas no nos permite vivir a plenitud.
De lo micro, habituándonos a ser indolentes, pasamos a lo social, a lo ciudadano, y accedemos a lo macro…
El mero hecho de cómo conducimos un vehículo, en relación con las señales de tránsito, peatones y otros choferes, puede hablar de nuestra indolencia; porque generalmente estacionar en una zona prohibida, manejar a exceso de velocidad o comernos un semáforo hace que el propio capricho vulnere derechos y necesidades de otros (desde quien va a buscar a sus hijos al colegio hasta quien está trasladando una emergencia médica); y esto ocurre diariamente sin el menor remordimiento.
La indolencia también puede formar parte de mi mundo laboral: me va aniquilando la indolencia si la labor que yo presto solo tiene valoración económica, y no humana. Pensemos de inmediato en quienes trabajamos en el sector salud: es evidente que la relación médico-paciente tiene otras formas de valorarse. Pero idénticas reflexiones podrían hacerse en relación con la educación y en otras áreas de la vida.
Quien es deliberadamente insensible en algún aspecto de su vida, fácilmente podrá extenderlo a otras áreas. Este opacamiento de la vida sensible, que hace de la vida menos vida, ocasiona menor resonancia interna hasta en las relaciones más importantes. Es una forma de muerte interior. Una muerte que avanza inexorablemente y afecta todo a nuestro alrededor: familia, relaciones de amistad, trabajo, ambiente. Excepto que estemos ante la presencia de una problemática patológica de tal magnitud como la exquisitez de los asesinos de los campos de exterminio nazis ante la música, el arte y la familia. De lo contrario es tan real como una sentencia de muerte.
Pues es una muerte anunciada, una muerte que se va ejecutando… en los demás y a nuestro alrededor… pero comenzando por una misma. Se va dejando de vivir, de sentir, de vibrar. La vida deja de tener matices, variaciones. La capacidad de resonar afectivamente va disminuyendo. Me eximo de pensar, decidir, actuar. La belleza de la vida va perdiendo colores, olores, sensaciones… hasta ser simplemente una insípida gama de grises… La vida va perdiendo sentido, cuando la máxima aspiración es sobrevivir a niveles prácticamente biológicos.
Es sentencia de muerte, pues quien decide vivir desde la impasividad ante el dolor ajeno no puede terminar de otra forma que perdiendo la vida.
No basta escabullirse de la sentencia pretendiendo una compasión real, pero momentánea, que se disipa al siguiente día. El meollo consiste en que ese ardor permanezca en nuestra conciencia, no eludirla de manera facilona. Sería comodidad solo pasar malos ratos con las tragedias ajenas, como si fuese reality show o telenovela que nos conmueve ahora y después se nos olvida.
La sensibilidad que hay que forjar debe decantarse en el tiempo, manteniendo en nuestro corazón el recuerdo de lo que ha causado escozor. No por gusto masoquista sino descubriendo en ello cambios conductuales y de actitud que hay que operar a la vida.
Para no sentir he matado sistemáticamente aspectos de mi interioridad. He perdido humanidad. Me he despersonificado, transformándome en careta vacía. Me he deshumanizado perdiendo mi capacidad de relación. Sin una interioridad sensible que comunicar. Como cauterizado. Al no sentir, la vida es menos vida y más muerte. No es que pueda seleccionar entre sentir las cosas alegres y evitar de sentir las tristes. Se siente o no se siente en totalidad.
Las relaciones humanas se van afectando. Incluso hasta las íntimas. Porque de las amistades incondicionales se pasa a las amistades de conveniencia. Así que la soledad, esa profunda y legítima preocupación del ser humano, queda sin resolver, puesto que en definitiva, si la cosa es así, ante el drama de la vida estoy definitivamente sola. El matrimonio, la familia, los amigos… todo pierde densidad. Tanto de ellos para mí como de mí hacia ellos.
Y, si esos espacios se ven vulnerables ¿qué queda para el resto de la sociedad?
INDOLENCIA: SENTENCIA DE MUERTE.