viernes, 26 de agosto de 2011

SER RESPUESTA

En las últimas semanas, mi vida ha estado marcada por la urgencia de concientizar a la población en general sobre la importancia de la salud mental y, particularmente, sobre el problema de la depresión. Me ha tocado asistir a entrevistas por radio, programas de televisión, charlas en clínicas y a grupos particulares, además de mis horarios de consulta. Lo cual ha significado que he tenido que organizar mi agenda para un movimiento que fácilmente me puede rebasar.

Si bien hay frutos que se esperan cosechar a largo plazo, como es impulsar un cambio cultural en personas y organizaciones para que asuman la depresión desde un punto de vista más realista y se sepan tomar medidas preventivas y tratamientos más acertados, también hay satisfacciones inmediatas. Al mismo tiempo del interés que suscita el tema, en la medida en que se va exponiendo, no son pocos los que se me han acercado o comunicado para decirme: “Gracias, doctora, ya comprendo lo que me está pasando”. Me ha ocurrido personalmente, por correos electrónicos y llamadas telefónicas.

Para estas personas yo he sido una respuesta. Yo he podido ser instrumento para que puedan orientar su problemática, buscar tratamiento y de esta forma puedan  mejorar su calidad de vida.

Y surge en mí esta reflexión: ¿qué hubiera sido de estas personas si yo, ante la problemática que existe y la que se aproxima, hubiese decidido callarme? ¿si de antemano hubiese abandonado el combate? ¿si hubiese renunciado a mi deber, pensando no ser comprendida o escuchada?

Y me doy cuenta que, exactamente por intentarlo, por ser sensible ante el dolor ajeno, por sentirme responsable ante mi mundo y, definitivamente, por querer ser persona, he sido una respuesta. Inclusive para muchos, una respuesta providencial o una respuesta de la vida ante su situación.

A lo largo de este blog he pretendido ayudar en el compromiso que tienen todos ustedes de ser persona. Ha significado ayudarles a mirarse, a asumir y a crecer. A ser sensibles y humanos. Y a atacar a la indolencia como un mal que hay que desterrar.

Porque cada uno de nosotros también puede “SER RESPUESTA”. Ser respuesta para alguien y ante algo. Una respuesta que puede, sin embargo, quedarse muda, silente, sin pronunciar… si nosotros no creemos que podemos ser respuesta y respuesta necesaria.

Esta vida tiene demasiadas preguntas, excesivos interrogantes… y pocas respuestas. Muchos seres humanos están desalmados: sin alma. Así que deambulan y no viven. Si viven es de manera autómata, en el anonimato, sin ser lo que son, sin rostro ni identidad… Diluidos en la masa hormigueante que transitan por las calles de la ciudad.

Pero entre el silencio indiferente y la palabra, sea que la palabra oral o la actuada, hay un abismo que solo puede salvarse en la medida en que creamos en nosotros. Puedo y necesito ser sensible ante la tragedia y el dolor del otro, pero debo creer que algo importante puedo hacer por él, aunque ese algo sea tan sencillo como una lágrima o una sonrisa.

Yo siento lo que está ocurriendo y consigo decidir qué hacer. No infravaloro mis capacidades, sin que tampoco pretenda dar lo que está fuera de mis posibilidades. No voy a diagnosticar una depresión si no soy médico o psicólogo, como tampoco yo voy a arreglar el vehículo de mi vecino si no soy mecánico. Pero sí puedo animar, orientar y hasta, en algunos casos acompañar, hasta el especialista, independientemente de si  se trata de un psicólogo o de un mecánico de confianza.

Sin embargo, el “ser respuesta” incluye aspectos varios de la vida humana. Si es evidente que hay momentos trascendentales e insustituibles, los pequeños momentos, que denotan una actitud ante la vida, no son menos importantes. La vida consiste muchas veces en el tejido variopinto de pequeños momentos. La manera como damos determinada dirección a un extraño que nos la pide en la calle, la atención que le prestamos a un anciano o anciana cuando baja unos escalones, el interés que mostramos ante quien pide limosna sin fingimiento…

Y podemos añadir otra multitud de situaciones en la intimidad de las casas, entre familiares y amigos. Porque de manera curiosa nos retraemos muchas veces estando entre ellos. Sea porque nos acostumbramos a su dolor, nos predisponemos ante sus respuestas destempladas o porque nos hemos habituado tanto a equivocarnos que ya no lo intentamos.

Quizás habría que tomar en cuenta, tanto para evitar renunciar a seguir intentándolo como, si nos hemos ausentado,  volver a hacernos presente, que toda respuesta es respuesta en la medida en que responde a una pregunta.

Pretender ser respuesta de algo que no se ha preguntado es absurdo. Ser sensible es percatarse de la situación del otro, de la realidad del otro. Es salir de la imaginación y suposición para entrar en la verdad del otro. No es ver lo que me guste o escuchar lo que me provoque, adaptándolo a mis conveniencias. No.

No es tampoco el orgullo, las carencias afectivas, la necesidad de autoafirmación o el deseo de control y dependencia los que pueden guiarme a “ser respuesta”.

La pregunta del otro, pregunta que es existencial y vital y no únicamente la formulada por palabras, es la que puede interpelar mi respuesta. Y la respuesta es un ejercicio responsable  que excluye la mudez pero que desecha la improvisación impulsiva. Es un cuestionamiento que debe hacer mirarme en mi interior lo que puedo y soy capaz de dar, sin mezquindades ni imposiciones. Debe consistir en darme cuenta que mi respuesta no excluye la de otro que la puede complementar y corregir. Está en función de ayudar y se sentirá satisfecha cuando, en otros tantos, consigamos que la nave de la inquietud llegue a buen puerto.

Unos amigos, luego de haber escuchado la angustia de unos padres, pueden respetuosamente proponer que acudan a un profesional para orientar los problemas escolares de su hijo. Una vez en consulta, el psicólogo puede detectar alguna situación en el hogar que haya que corregir. Esto estaba por fuera de lo previsto por los amigos, pero su participación ha formado parte de la solución.

 Y es que en nuestro diario vivir, asumiendo responsablemente nuestra vida, queriendo ser persona, ser respuesta debe ser parte fundamental de la dinámica de la existencia. Ser capaces de entender que no somos islas, que no estamos aislados. Que otros, en muchos momentos, han sido respuesta en nuestra vida, pero que nosotros también debemos ser respuesta.

La máxima tentación es decir: “este no es mi problema, le tocará a otro resolverlo”. NO. Eso sería ceguera selectiva: veo solo lo que me interesa ver para no involucrarme, para no salir de mí misma, de mi comodidad y de mi egoísmo.

¡Imagínense ustedes cómo sería este mundo si aquellos a quienes les debemos descubrimientos e innovaciones (pensemos en los descubridores de las vacunas o la penicilina), hubiesen dicho “esto no es mi problema” y se hubiesen encerrado en sí mismos! ¡Pero ellos optaron por “ser respuesta”! No para vanagloriarse. No para que los reconocieran. Sino porque existía una motivación interna que los impulsaba a “ser respuesta” para otros, en circunstancias concretas.

Y yo me pregunto ¿cuál puede ser la respuesta que necesita el que trabaja a tu lado, el que convive contigo, el que ves pasar delante a diario? ¿o para esa persona, sea cercana o sea lejana, que necesita quizás algún tipo de respuesta… o que necesita del afecto o de la cercanía de alguien como respuesta para su vida? A veces solo una simple sonrisa puede ser una respuesta.

Se opta por ser respuesta. Es una opción de vida. Es una opción del día a día.

Hoy en día conocemos las respuestas del pasado. Conocemos a aquellas personas que lo hicieron posible. Las respuestas del mañana las desconocemos. Pero sabemos que estas acontecerán si tú y yo seguimos decididos a ser personas, ser humanos, ser sensibles. No habrá respuestas de manera mágica, como intervenciones divinas que desciendan del cielo, sino que requiere de nuestra colaboración.

Ser respuesta: regalo de amor.

viernes, 19 de agosto de 2011

SENTENCIA DE MUERTE

Cada día sábado de cada semana, era para mí un motivo para celebrar. Papá era de Caracas, la capital, y nosotros vivíamos en Maracay, a escasos 128 kilómetros de Caracas. Papá tenía por norma ir a la capital todos los sábados para encontrarse con familiares, colegas y sobre todo para poder visitar las librerías más importantes y surtidas del país. Eso significaba que yo regresaría a casa posiblemente con dos o tres libros nuevos que me regalaba.
Pero un sábado en particular, dirigiéndonos hacia Caracas, divisé contra el fondo de barrios olvidados y sufridos una valla gigantesca en la que estaba escrito este pensamiento: “De la indolencia, líbranos Señor”.
Recuerdo vivamente lo mucho que me impactó la frase, no entendía con claridad de lo que significaba la frase, pero presentía que debía ser algo de suma importancia. Durante todo ese día ese pensamiento estuvo rondando por mi mente. Finalmente al final del día de regreso a casa, recordé lo que con frecuencia me decía mi abuelo paterno: “aprende a aclarar tus dudas sobre los términos que desconoces en el diccionario”.
Así, mis buenos oficios dieron resultado y conseguí su significado en el diccionario: indolente es aquel que es insensible, que no se afecta o conmueve ante el dolor ajeno. Mi mente de niña siguió trabajando, buscando ordenar todas las piezas del rompecabezas, para entender no solo la palabra, sino la oración “de la indolencia, líbranos Señor”. Por tal razón acudí a papá, le expliqué con detalle mis inquietudes esperando que él, como siempre, me ayudara a comprender. En efecto, él me hizo comprender la totalidad de su sentido, alcance y significado. Desde ese momento, aunque era solo una niña, entendí que debía hacerme el firme propósito de no ser indolente.
Porque la indolencia es un NO rotundo a la vida, equivale a perder la sensibilidad, no sólo ante el propio dolor, sino también ante el dolor del otro, de una cultura y de toda una sociedad.
Y es que la indolencia tiene como símbolo el rostro altivo e indiferente, que no se asoma a lo que ocurre alrededor entre los cercanos y menos en aquellos con quienes los encuentros han sido casuales. Lo emparentamos con la arrogancia que justifica ese no sentir, con aires de comodidad y superioridad.
Pues la indolencia es un no sentir la desgracia de la otra persona. No dejar que agite las “imperturbables” aguas de la tranquilidad interior. Es no afectarse y, por lo tanto, es no sintonizar con la agitación de quien se hunde en las movedizas arenas de la vida. Es establecer como máxima de la vida “ojos que no ven, corazón que no siente”.
La indolencia funciona como sustitutivo artificial (¡muy artificial!) de la paz de conciencia. Se busca el mismo efecto pero a menor precio… No hay que hacerse cuestionamientos, no hay que hacer cambios en la vida, no hay que preguntarse por lo que puedo hacer por la otra persona, no hay que preguntarse por la propia responsabilidad en relación con la desgracia ajena. El ahorro es considerable. Lo único que hay que hacer es no ver… hay que evitar ver… solo no ver. Y, por supuesto, no sentir.
A veces se piensa que se es indolente solo en las grandes cosas. Pero esto es tan falso como si se pudiera ocultar el sol con un dedo. Se comienza a ser indolentes desde pequeños, con pequeñas cosas, para más adelante, al crecer, ampliarlo a otras más serias, ya sin la ingenuidad primera. En muchas ocasiones esas pequeñas cosas de niños cuentan con el tácito aval de los padres; ellos no le dan la importancia que tiene, bajo la excusa de “son cosas de niños”, porque también son indolentes. Así se produce lo que en psicología se conoce como modelaje: padres indolentes moldean hijos indolentes a partir de sus comportamientos, afirmaciones, negaciones, castigos y recompensas.
El ser humano considera que la visión está entre las cosas más valiosas que tiene la vida ¡Terrible precio debe pagar el indolente para conseguir lo que considera más parecido a la paz de su conciencia: el no ver! El renunciar a la vista. El volverse ciego.
Y este “no ver” consigue, para la obtención de la tranquilidad de conciencia, un estrechamiento de su conciencia psicológica y moral. El mundo de su atención se reduce a banalidades, angosta sus infinitas posibilidades a lo más inmediato y sensorial, se identifica con el vivir “entre cuatro paredes”. El despliegue de todas las posibilidades que ofrece la vida viene filtrado por las conveniencias. Y estas guían a la moral de manera inversa: en vez de preguntarme por las realidades que obligan a mi conciencia, lo que hago es acorralar a la realidad para que responda  y se adecúe a mis conveniencias.
El indolente cree que vive de manera grandiosa, pues cree obtener lo máximo de la vida, cuando en realidad la está erosionando en sus fundamentos, puesto que no solo voy muriendo sino generando muerte a mi alrededor. Así, lo que muchas veces se evalúa como oportunidades y privilegios que la fortuna va poniendo en nuestro camino, pueden ser en formas diversas, grandes o pequeñas, variaciones de la indolencia.
Una mamá que tiene sobre sus espaldas la carga del hogar, por cualquier tipo de razón. Después de una jornada abrumadora abre la puerta de su casa y consigue la torre de platos sucios y los restos de la comida, que ella misma había preparado la noche anterior para sus hijos, en envases abiertos expuestos a los insectos. Sus hijos están en casa… pero no movieron un dedo para aliviarle la carga a su mamá. Nadie ha pensado en su sacrificio, esfuerzo, cansancio. No hay reconocimiento y respeto por su dignidad.  Lo cual termina traduciéndose, si lo examinamos a fondo, como quiebra y carencia de amor, porque al final el amor va mezclado con cierta carga de abnegación y este acto de indolencia hacia la madre es un rechazo claro a su amor, a su abnegación y a la capacidad de sentir.
Unos padres hacen maromas por vestir adecuadamente a sus hijos, pagarles la universidad, además de los gastos que acarrea un hogar. Ellos maltratan la ropa con un descuido que raya en el desprecio… eso es una forma de ser indolente, porque detrás de lo material está desgaste, diligencias y amor de los padres. El mensaje es claro: no siento aprecio ni comprensión ni compasión por ustedes.
Pero ¿qué nos ha ocurrido? ¿qué ha sucedido para que nuestras vidas se hayan convertido en una parodia? ¿cuándo se nos ocurrió pensar que amarme a mí misma era pretender hacerme centro del universo y que todo y todos debían girar a mi alrededor? ¿cuándo se nos ocurrió pensar que vivir plenamente era ser hedonistas cerrando toda posibilidad de trascendernos? ¿cuándo se nos ocurrió pensar que los demás no importan porque me basto yo? ¿cuándo comencé a darme permiso para no sentir respeto y responsabilidad hacia el otro? ¿cuándo decidí dejar de ser humana, excusándome tras la frase “eso no es de mi incumbencia”? Y me pregunto ¿y qué es entonces de mi incumbencia? ¿qué es lo que nos hace ser personas? ¿qué hace que nuestros corazones puedan latir con una fuerza desconocida en comparación con lo que son las palpitaciones habituales? Optar por la vida. Optar por la vida. Optar por la vida.
Porque cada gesto o acto de indolencia es un rechazo a la vida, es un morir al día a día, de manera lenta y paulatina, pero que al final de cuentas no nos permite vivir a plenitud.
De lo micro, habituándonos a ser indolentes, pasamos a lo social, a lo ciudadano, y accedemos a lo macro…
El mero hecho de cómo conducimos un vehículo, en relación con las señales de tránsito, peatones y otros choferes, puede hablar de nuestra indolencia; porque generalmente estacionar en una zona prohibida, manejar a exceso de velocidad o comernos un semáforo hace que el propio capricho vulnere derechos y necesidades de otros (desde quien va a buscar a sus hijos al colegio hasta quien está trasladando una emergencia médica); y esto ocurre diariamente sin el menor remordimiento.
La indolencia también puede formar parte de mi mundo laboral: me va aniquilando la indolencia si la labor que yo presto solo tiene valoración económica, y no humana. Pensemos de inmediato en quienes trabajamos en el sector salud: es evidente que la relación médico-paciente tiene otras formas de valorarse. Pero idénticas reflexiones podrían hacerse en relación con la educación y en otras áreas de la vida.
Quien es deliberadamente insensible en algún aspecto de su vida, fácilmente podrá extenderlo a otras áreas. Este opacamiento de la vida sensible, que hace de la vida menos vida, ocasiona menor resonancia interna hasta en las relaciones más importantes. Es una forma de muerte interior. Una muerte que avanza inexorablemente y afecta todo a nuestro alrededor: familia, relaciones de amistad, trabajo, ambiente. Excepto que estemos ante la presencia de una problemática patológica de tal magnitud como la exquisitez de los asesinos de los campos de exterminio nazis ante la música, el arte y la familia. De lo contrario es tan real como una sentencia de muerte.
Pues es una muerte anunciada, una muerte que se va ejecutando… en los demás y a nuestro alrededor… pero comenzando por una misma. Se va dejando de vivir, de sentir, de vibrar. La vida deja de tener matices, variaciones. La capacidad de resonar afectivamente va disminuyendo. Me eximo de pensar, decidir, actuar. La belleza de la vida va perdiendo colores, olores, sensaciones… hasta ser simplemente una insípida gama de grises… La vida va perdiendo sentido, cuando la máxima aspiración es sobrevivir a niveles prácticamente biológicos.
Es sentencia de muerte, pues quien decide vivir desde la impasividad ante el dolor ajeno no puede terminar de otra forma que perdiendo la vida.
No basta escabullirse de la sentencia pretendiendo una compasión real, pero momentánea, que se disipa al siguiente día. El meollo consiste en que ese ardor permanezca en nuestra conciencia, no eludirla de manera facilona. Sería comodidad solo pasar malos ratos con las tragedias ajenas, como si fuese reality show o telenovela que nos conmueve ahora y después se nos olvida.
La sensibilidad que hay que forjar debe decantarse en el tiempo, manteniendo en nuestro corazón el recuerdo de lo que ha causado escozor. No por gusto masoquista sino descubriendo en ello cambios conductuales y de actitud que hay que operar a la vida.
Para no sentir he matado sistemáticamente aspectos de mi interioridad. He perdido humanidad. Me he despersonificado, transformándome en careta vacía. Me he deshumanizado perdiendo mi capacidad de relación. Sin una interioridad sensible que comunicar. Como cauterizado. Al no sentir, la vida es menos vida y más muerte. No es que pueda seleccionar entre sentir las cosas alegres y evitar de sentir las tristes. Se siente o no se siente en totalidad.
Las relaciones humanas se van afectando. Incluso hasta las íntimas. Porque de las amistades incondicionales se pasa a las amistades de conveniencia. Así que la soledad, esa profunda y legítima preocupación del ser humano, queda sin resolver, puesto que en definitiva, si la cosa es así, ante el drama de la vida estoy definitivamente sola. El matrimonio, la familia, los amigos… todo pierde densidad. Tanto de ellos para mí como de mí hacia ellos.
Y, si esos espacios se ven vulnerables ¿qué queda para el resto de la sociedad?
INDOLENCIA: SENTENCIA DE MUERTE.

viernes, 12 de agosto de 2011

CONTRADICCIONES...


Estas últimas semanas han sido particularmente difíciles para mí. Ha habido mucho revuelo alrededor mío, por circunstancias o situaciones que se nos van presentando en la vida de manera imprevista.

Algunas parecieran ser circunstancias “normales”,  propias de la vida cotidiana. Pero otras, sin embargo, surgen de manera sorpresiva sin que podamos entender cómo pudieron ocurrir. Inclusive, en algunas de ellass parecieran no tener ningún sentido de ser, no contar con fundamentos y mucho menos con la mínima lógica. Y no solo en lo que se refiere a las expectativas que nos hemos creados sino inclusive contrariando las normas que, como seres humanos, hemos establecido para regir la sociedad y que han sido estructuradas en marcos legales.
Contradicciones…
Y es que la vida está llena de contradicciones, contradicciones que se escapan a nuestro entendimiento, que contrarían nuestra manera de pensar, que siguen cursos distintos a nuestra manera de sentir y no tienen que ver con nuestra forma de actuar. Estas son contradicciones ajenas al propio mundo interior, que de alguna manera nos hacen mella y producen en nosotros asombro, desconcierto y, en muchos casos, confusiones.
No obstante, para aquel que busca ser persona, que ha buscado fortalecerse internamente integrando todos los aspectos de su vida, estas contrariedades son oportunidades, como ya lo he dicho en otras ocasiones, para crecer. Si es muy cierto que quizás yo no pueda cambiar lo que ocurra a mi alrededor, sí puedo optar por mantenerme serena, fiel a lo que soy y a mis principios. Y esa podría ser la gran derrota que se le puede infringir a las contradicciones.
Pues la gran tentación en medio de estas es la de actuar de manera impulsiva, olvidando lo que soy y lo que quiero ser. En fin, la tentación de entrar  yo misma a ser una contradicción.
En este mundo, tan lleno de simbolismos, el que yo pueda permanecer firme en medio de las contradicciones que la vida me pueda presentar, hace que yo también me transforme en símbolo para quienes sientan el deseo de SER: optando con toda nuestra voluntad para no dejarnos arrastrar por las mareas de las contradicciones circundantes.
Se necesita mucho de voluntad, de valentía, de aprecio a la vida, de convicción y de amor a sí misma para no dejarse succionar por esos remolinos.
Sin embargo, también existen otras contradicciones que pueden ser altamente peligrosas en nuestra vida. Y son las contradicciones internas. Aquellas que dejamos que se cuelen en nuestras vidas. Algunas pueden hacerlo por comodidad. Otras a causa de falta de voluntad. Otras, tan sencillo, por falta de claridad. Y otras, porque no hemos querido tomar el tiempo ni para mirarlas ni mucho menos para cambiarlas.
Pero son esas las contradicciones, las que se han colado en nuestro interior, las que no nos permiten crecer. Que no nos permiten ser modelo o símbolo no solo en relación con aquellos que amamos sino también en relación con aquellos que nos une algún sentido de responsabilidad.
Es que las contradicciones internas son como un barco que no tiene puerto donde atracar. Porque estas contradicciones me van llevando a la deriva, incapacitándome para ser persona, para crear relaciones afectivas sólidas, para hacer de mí una persona responsable ante el ámbito no solo familiar y social sino también laboral.
En fin, debo ser lo que predico. Y si todavía no lo soy, por lo menos debe existir en mí la claridad de que debo luchar para conseguir serlo. Por ejemplo, en mi caso, como psicóloga, debo ser referencia para los otros. No puede existir en mí de manera deliberada contradicciones internas. Pues esto sería perjudicial no solo para mí sino también para mis pacientes. No significa esto que por eso vaya a ser perfecta, sino que descubriendo mi humanidad y propia miseria interna, lucho para ser cada día mejor.
Hay que estar atentos, sin embargo, a no caer en el error de hacer justificaciones para evitar enfrentar nuestras contradicciones internas. No porque puedan aflorar constantemente con la fuerza intempestiva de una tormenta, sirve el que nos digamos: “es que hay que vivir el momento”, “los momentos de alegría son muy cortos y hay que aprovechar la ocasión” o “mañana será otro día”.
Si vamos así, de justificación en justificación, estaremos yendo a la deriva y perderemos la claridad de conciencia de estar arriesgándonos de poder perder totalmente el rumbo de nuestras vidas. Y al final nos descubriremos sin nada ni a nadie. Y esto no porque seamos pobres víctimas del destino, sino porque esa ha sido la opción de vida que hemos asumido cuando hemos querido silenciar esas contradicciones internas sin enfrentarlas y doblegarlas.
Recientemente estuve hablando con una desconocida en la calle. Me dijo que su mayor temor era quedarse sola en la vida. No tener a nadie que la amara. Y era esta la razón por la que ella explicaba que mantenía frecuentes relaciones sexuales con distintas personas. Esta persona era incapaz de ver su incongruencia interior. No podía distinguir la diferencia que existe entre lo  que es amor y lo que es pasión.
¿Qué tan ciegos somos ante nuestras contradicciones internas? ¿Con qué disimulo las miramos? ¿ o cuanto las justificamos?
Y hay veces en que ni siquiera caemos en cuenta de estar viviendo de manera incongruente.
Por lo cual no me cansaré de repetir una y otra vez la importancia de mirarnos constantemente; de contemplar lo que está ocurriendo dentro de nosotros. De descubrir con honestidad lo que somos, conociéndonos a nosotros mismos, con todas nuestras virtudes, fortalezas y miserias…
Pero, sobre todo, con la firme convicción de que debemos optar por ser congruentes, íntegros, honestos… optar por ser personas.
No puede ser real lo que no soy. Pero sí puedo lograr ser lo que con deseo ardiente y voluntad decidida deseo ser.

viernes, 5 de agosto de 2011

YO CREO

La humanidad está pasando por momentos difíciles, eso es indudable. Algunos quizás de intensidad mayor que otros pero, al fin de cuentas, difíciles. Es por esto que es común escuchar el comentario: “ya no sé en quien creer”, “ya no sé en que creer”. Pareciera que la experiencia de creer y de confiar se va diluyendo y socavando detrás de cada evento o acontecimiento que nos resulte difícil de digerir; tras aquellos que, para nuestro asombro, no concuerdan con nuestros parámetros de pensar y sentir que nos hemos forjado.
Pero mas allá de estas experiencias que pueden sembrar de dudas nuestras mentes, de vacilaciones nuestros corazones, de inseguridad nuestras relaciones interpersonales e inestabilidad nuestro mundo afectivo, surge con fuerza la necesidad de creer, de confiar, de ser.
No conseguimos renunciar a creer y conformarnos con dudar. Necesitamos creer y confiar para alcanzar metas, para descubrir caminos a seguir, para abrir senderos inéditos cuando haga falta, para reconocer de manera objetiva y realista que hay razones para seguir luchando, seguir esperando, seguir amando, seguir creciendo…
Necesitamos creer en alguien. Necesitamos creer en algo. Para algunos, creer en un Ser supremo. Necesitamos creer en nosotros mismos, en nuestros sueños, en los que amamos. Solo así podremos crear expectativas reales. Descubrir que además de las cosas hermosas que conocemos, todavía podemos seguir descubriendo otras muchas más para nuestras vidas.
Pero es que creer es una opción que origina una actitud. Actitud de vida que nos moldea y nos hace permeables a la grandeza del misterio de la existencia.
Es por eso que yo opto.
Es por esto que yo creo.
Yo creo que la vida es realmente hermosa, aunque a veces parezca frágil y difícil.
Yo creo en el hombre, creo en su capacidad de amar, de perdonar, de crecer, de ser persona.
Creo que los cambios son posibles, que podemos utilizar nuestra voluntad, que podemos crear hábitos y disciplinas para ser mejores.
Creo en el perdón, que es capaz de tocar y restaurar las heridas más profundas y arraigadas de nuestros corazones.
Creo en el amor, en el amor pleno, que no conoce límites ni condiciones.
Creo en la esperanza que alimenta nuestro diario vivir, que nos susurra al oído que lo mejor está siempre por venir.
Creo en la ternura, que acaricia nuestros pensamientos. Que lima las asperezas de la vida. Que permite que aparezcan sensaciones cargadas de matices y texturas inéditas en el corazón.
Creo en la sonrisa como el medio más poderoso para la comunicación, que produce el milagro de acortar las distancias.
Creo en la palabra gentil y suave que se cuela hasta llegar a lo más profundo de nuestro ser,  que tiene como facultad la de producir cambios.
Creo en el silencio que a veces puede transformarnos. Creo en ese silencio que muchas veces nos permite hilar delicados e invisibles hilos de solidaridad con las que nos unimos con el otro para acompañarlo.
Creo en los gestos cariñosos que juegan a saltar más allá de las palabras y que con desnuda ingenuidad no esconden sentido alguno de malicia.
Creo en esos gestos guiados por el deseo honesto y sencillo de ser simplemente cercanos y que consiguen traducir lo mucho que el otro nos importa.
Creo en esos gestos que hacen retumbar la tierra cuando dicen a su modo “puedes contar conmigo”.
Creo que existe una luz que disipa cualquier oscuridad de nuestras vidas.
Creo que vale la pena luchar en todas y cada una de las situaciones que enfrentamos en nuestras vidas, que pueden conducirnos a la plenitud humana.
Creo que podemos levantarnos después de caernos.
Creo que los grandes éxitos se construyen sobre los grandes fracasos.
Creo que toda experiencia de vida es un regalo que nos permite crecer y ser persona.
Creo en la honestidad que dispone nuestros corazones, nuestras mentes y nuestros espíritus a impulsarnos para ser cada día mejores.
Creo en la paciencia que todo lo alcanza.
Creo en el amor fraterno entre los seres humanos.
Creo en la alegría como regalo de vida.
Creo en la paz que acalla los lamentos del corazón.
Creo en la tolerancia que nos permite descubrir lo diferente que somos los unos de los otros pero que también nos enseña dentro de esas diferencias a complementarnos.
Creo en el derecho a la vida.
Creo en la generación de relevo que cumplirá mucho de nuestros sueños y expectativas en el futuro.
Creo en la justicia que acalla las voces de dolor, indolencia e intolerancia.
Creo en la misericordia como regalo divino.
Creo en la verdad que disipa la oscuridad.
Por esto y por muchas cosas más, yo creo.
Yo creo en todos y cada uno de ustedes que con disciplina, esperanza, y deseo de cambio buscan alimentarse del artículo de cada semana.
Por eso, con eterno amor, esperanza y gratitud, brindo por ti, que desde lo profundo de tu corazón buscas, a través de cada artículo, crecer y  ser persona.
Por tu opción de vida y por creer, hoy, de nuevo, brindo por ti.