sábado, 29 de octubre de 2011

EL INQUILINO

El inquilino es aquel a quien hemos alquilado una vivienda o, en este caso, una habitación dentro de nuestro hogar. En ambos casos la experiencia, esa que se comenta, es parecida, pero obvio que es más complicada si se trata de nuestro propio espacio. Y, para nuestro propósito, este inquilino es del todo particular…

Un día llega alguien con quien hemos firmado (o palabreado) un contrato de arrendamiento. Trae sus pertenencias, las distribuye en la habitación que le hemos cedido; acomoda su televisor, su ropa en el armario, dedica un espacio para colocar su computadora personal, libros; acomoda la cama a su gusto, pone una lámpara para la mesita de noche… y todo lo demás. Como toda relación, tiene un momento de luna de miel en los inicios. “Parece un buen muchacho”, dice la familia; tiene expectativas con respecto a él, los menores están con alguien joven mayor e independiente con quien relacionarse. Además por fin se tiene el anhelado ingreso económico que tanto hacía falta.

Pero luego la luna de miel cede ante la cotidianidad. Cada quien vuelve a su ritmo, a sus cosas… Y tras la cotidianidad entra la realidad y su hermanito, el realismo. Las personas muestran lo que son.

El inquilino tiene su forma de ser, sus propias costumbres, su jerga, sus “mañas” (resabios): la familia se encuentra con la experiencia de alguien diferente, que llega a la hora que quiere, haciendo ruido cuando entra, sin tener la seguridad de en qué condiciones lo hace. Ocasionalmente, cada vez con más frecuencia, su televisión y su música tienen un volumen que invade toda la casa; se ha optado, cosa que se hubiese querido evitar, por llamarle la atención en vano, sin conseguir correcciones. Un día le dio por pintar su cuarto con colores extravagantes. Otro día dejó un desastre en la cocina. La grifería de los baños siempre queda goteando y las toallas lucen manchas que se han hecho habituales, alguna pieza de cerámica se ha roto. Los portazos van aflojando las cerraduras… y así van. Todos los intentos para que esto no pase han sido en vano. Más bien se ha ido agravando.

Un día, para sorpresa de la familia, llegaron de una salida fuera de la ciudad y lo consiguieron instalado viendo televisión acostado en el mueble de la sala. Había latas de bebidas por todas partes y pop corns diseminados por doquier. La reunión, porque esa es la única explicación del desorden, había alcanzado la cocina, cuartos y baños…

Cada paso que avanzaba el inquilino por dominar la casa, era un paso sin retorno. Ya la familia se veía entre sí con cara de asombro, con perplejidad y… miedo. Los pequeños buscaban la cara preocupada de los grandes, queriendo sentir seguridad. La esposa a su vez buscaba encontrar en su esposo una respuesta para esta crisis.

Primero intentaron hablar con él, lo que fue en vano. Luego le pidieron cortésmente que abandonara la casa. De nada sirvió. Por lo que pensaron pasar a mayores: llamar a la policía, introducir una demanda o cualquier otro recurso. Pero tales acciones presuponían mucha energía y determinación. Pensaban en el escándalo entre los vecinos. En los costos. En el tiempo. En el estrés…

En esta indecisión se fue pasando el tiempo. La casa se iba deteriorando cada vez más, solo que ya no se quejaban. La familia fue enmudeciendo los reclamos, y decidieron seguir conviviendo de esta manera. Las relaciones entre ellos disminuyeron de calidad y, en algún caso, hasta quedaron marcadas por el resentimiento. La situación llegó tan lejos, que cada vez que iban a tomar una decisión para hacer alguna actividad en la casa, debían consultarlo con el inquilino. Hasta el uso de la televisión de la sala estaba supeditado a que él no estuviese disfrutando de alguno de sus programas favoritos.

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Reflexiona un rato sobre la historia que acabas de leer. Analiza causas, considera acciones, evalúa tus propias reaccionas. Cae en cuenta de cómo te sientes ante esta situación…

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Pues bien, todo este relato no es otra cosa que una metáfora en forma de narración.

 ¿Quién es el inquilino? ¿Quién es ese personaje extraño que irrumpe en nuestro mundo?

El inquilino son muchas cosas a la vez. Cada uno puede tener su propio inquilino. En general el inquilino es todo aquello que perturba nuestra dinámica psicológica, perturba la salud mental y nuestra paz interior; el inquilino es todo aquello que nos negamos a enfrentar o resolver. Pueden ser situaciones, pueden ser relaciones, pueden ser actitudes, pueden ser heridas que supuran, pueden ser cosas que nos avergüenzan… Puede tener el nombre de ira, de agresividad, de amargura. En cuestiones más graves, podemos pensar en neurosis y depresiones.

Pretendemos vivir sin prestarle atención. Poco a poco vamos comprometiendo lo que somos y vamos identificándonos falsamente con lo que no somos, suponiendo lo contrario.

Y es que el inquilino ha echado raíces de manera tan firme que es difícil erradicarlo. Hemos sido nosotros mismos quienes le hemos permitido al inquilino albergar en nuestra mente, en nuestro corazón, en nuestra vida interior, en nuestras relaciones interpersonales y afectivas. Le hemos cedido los espacios más importantes de nuestro mundo interior. Y se nos hace cuesta arriba desalojarlo. El inquilino tiene una fuerza increíble, abrumadora y avasallante. Es él quien responde, piensa y actúa por nosotros.

Pensemos, por ejemplo, en el inquilino de la ira ¿cuántas veces ha sido la ira la que responde, piensa y actúa subyugando toda posibilidad de que nuestra lógica, nuestra objetividad y nuestro deseo de ser persona sea quien responda, piense y actúe.

Asimismo nos hemos acostumbrado a convivir con el inquilino. Ya ni nos percatamos de que existe. Pero es él quien, como hemos dicho, en muchas situaciones controla nuestras vidas.

Obviamente, como cualquier inquilino, de manera paulatina irá trayendo consigo a sus familiares para que habiten juntamente con él. Y cada uno de ellos, aunque en menor escala, colaborarán con el inquilino mayor para seguir deteriorando tu mundo interior.

Si el inquilino mayor es la culpa, es fácil identificar que sus familiares sean el miedo, la angustia, el remordimiento…

Y así vamos por la vida dejando que otros se apropien de la nuestra. Ya ni siquiera hacemos el intento de resistirnos, porque  pareciera que eso es lo habitual o lo normal.

¿Cuál es el inquilino en tu vida? ¿Por qué has permitido que eche raíces en ti? ¿Por qué te has negado a verlo? ¿Por qué dejas que te controle?

Lo más preciado que tienes es tu libertad interior. Con esa libertad puedes luchar y optar por desalojar todo aquello que ha ocupado espacios valiosos de tu vida.

Tenemos que adueñarnos y poseer nuestra propia existencia, entendiendo que cada paso que avancemos es un paso hacia la plenitud.

Quizás estemos toda nuestra vida luchando con los inquilinos. Pero al fin y al cabo estaremos luchando, vigilando nuestros espacios y nuestra libertad en nuestra manera de pensar, hablar y actuar.

El único inquilino que debe habitar en nosotros

 es el inmenso deseo de ser persona.

Dra. Ana J. Cesarino


viernes, 28 de octubre de 2011

¡AGOTADA!

Queridos lectores:
Este último mes ha sido extremadamente difícil en cuanto a todo tipo de actividades: desde conferencias, talleres, consultas hasta preparación de actividades y materiales relacionados con la ONG Derrotando la Depresión. Por lo cual, sintiéndome realmente agotada apelo a su paciencia para que el artículo programado para el día de hoy pueda ser publicado el día de mañana, sábado 29 de Octubre.
Descansen, tengan buenas noches.
Ana J. Cesarino


viernes, 21 de octubre de 2011

DESCIFRANDO EL AMOR

Constantemente vivimos inmersos en un mundo lleno de códigos, y códigos de todo tipo. Se nos olvida, pues estamos habituados, que muchos de ellos son convencionalismos, o sea, aparecen como acuerdo entre las personas para asignarles un sentido o un significado. Si bien podemos pasearnos por una gran variedad de ellos, algunos más técnicos que otros (desde el plano de un aparato electrónico a las señales en la carretera), nada como el lenguaje.

Porque el lenguaje no es otra cosa que sonidos con significados. Cuando escuchamos a alguien pronunciar cierto sonido, reconocemos lo que quiere decir y, por eso, entendemos que nos está hablando. Más complicado resulta si escuchamos a alguien cuya lengua sea totalmente desconocida: suponemos que está hablando (si nos mira y pronuncia sonidos), pero nada más.

Lo mismo si nos referimos al lenguaje escrito: alcanzamos a comprender los signos convencionales, si están bien escritos, que empleamos en nuestro idioma. Una escritura desconocido puede ser reconocerse como tal si la conseguimos en sitios tales como libros… sino serían garabatos o arabescos, muy hermosos pero sin significado.

Con todo, no es fácil remontar río arriba para, a partir de las palabras alcanzar las intenciones, lo que quiere transmitir. Una buena escucha necesita de oído (para captar inflexiones y tonos) y de un buen ojo (gestos y lenguaje corporal).

Si el asunto se concentra en algo tan noble como el amor, la cosa se complica. Porque el amor es fácil de pronunciar como palabra, pero difícil de distinguir su ejecución y sospechoso de no haberse contaminado con otras intenciones.

Así que lo primero que hace falta es la actitud de benevolencia de creer que la otra persona realmente quiera amarme: como esposo o esposa, como hijo o hija, como padre o madre, como amigo o amiga… con una inmensa variedad de posibilidades, dependiendo del tipo de relación que se tenga.

Pero, en esa actitud de benevolencia, hace falta descifrar la manera de amar de la otra persona. Porque habrá alguna que manifiesta su amor a través de palabras cariñosas, pero otro lo hará mediante gestos, otro será servicial…

Así, entonces, el punto consiste en no tasar el amor midiéndolo de acuerdo con mis necesidades sino de acuerdo con la intención del otro. Obvio que es necesario, cuando se trata de un amor que requiere reciprocidad, que se consiga cierto equilibrio. Pero en principio no se tiene por qué negar el esfuerzo de salir de sí mismo de la otra persona, que quiere demostrarme cuánto yo soy valiosa para él o para ella.

Cuando hablamos de “descodificando el amor”, lo que queremos decir que las personas deben buscar sintonizar, como se sintoniza una emisora de radio, con la manera como la otra persona expresa amor.

Porque no hay nada tan sublime como el amor, pero no hay otra cosa que implique mayor renuncia y disciplina en la humildad que el amor mismo. Porque yo cambio mi centro de atención de mí al otro. La otra persona se coloca en una situación de indefensión cuando sale de sí para mostrar su mundo de valores y afectivo… que no tiene por qué valorarse por lo efectivo, aunque intente serlo.

Quien ama busca movilizar en el otro resonancias que provoca el sentirse amado. Hay todo un esfuerzo sublime.

Así que, quien es amado, si quiere ser mínimamente sano, debe conseguir descifrar lo que la otra persona pretende decir, dentro de sus posibilidades.

Recuerdo una experiencia en la cárcel de Trujillo, en medio de los Andes venezolanos. En los años noventa participé en una actividad con los presos, con una respuesta por su parte impresionante. Como agradecimiento ellos me daban toda clase de detalles, lo que conseguían. Puede que algunos fuesen detalles sublimes, como quien mostraba tener hábiles cualidades de carpintero, ebanista o artesano. Pero otros podían ser cosas menos elaboradas o, incluso, comida preparada para la venta interna. El detalle era que, desde lo más sublime a lo más sencillo, lo que me daban había tenido una larga historia para que llegara a sus manos: sea que fuese la harina de las arepas (tortas saladas de maíz cocido o frito), fotos, canciones y composiciones que me dedicaban… hasta la artesanía. Allí estaba condensada su lucha por sobrevivir, no embrutecerse o alimentar las ilusiones por vivir mejor y reencontrarse con su familia. Yo había sintonizado con las ondas que provenían de su lenguaje de amor, y ellos obviamente habían descodificado el mío. Ha sido una de las experiencias de amor más profundas en mi vida.

Descodificar el amor es entender el valor de una palabra, un gesto o de un objeto en el que trozo de alma se me está entregando.

Entiendo que en ciertas relaciones, como es el caso de los esposos, hijos o novios, es importante la reciprocidad. Se supone que un esposo sea capaz con el tiempo, si no se consiguió durante el noviazgo, de entender la manera de manifestar su amor a la esposa, y viceversa. O sea, saber la manera de llenar las necesidades afectivas de su pareja, de hacerle sentir amada. Y para ello entender la forma concreta de expresarlo (palabras, gestos, acciones…)

Pero también entiendo que, ante el privilegio de ser valiosos y valiosas para alguien, vale la pena valorar lo que la persona quiere decir. La persona que cuida nuestros vehículos cuando trabajamos puede manifestar aprecio por nosotros esmerándose en cuidarlo y hasta lavarlo. Una persona que tiene un negocio de comida rápida puede mostrar que hay una relación especial cuando nos aconseja lo que cree que sea apetitoso.

Recuerdo el caso de un muchacho indigente de la calle en Caracas, que acudía siempre que allí tenía alguna actividad. En algún momento me ofreció su lata de atún para que comiera… solo que esa iba a ser la única comida que en ese día tendría.

Se me ocurre pensar cómo sería este mundo y esta sociedad si las personas de una clase entendiesen y valorasen la manera de amar de los otros grupos sociales. Si pudiésemos manifestarles nuestro reconocimiento, independientemente de si nosotros escogiésemos esa concreta expresión de amor que usan hacia nosotros.

¡Qué nocivo resulta ese centramiento en nosotros mismos! ¡Qué necesario resulta que seamos capaces de emprender el itinerario que conduce de nuestro corazón y lenguaje al corazón del otro y su lenguaje!

Queremos que nos amen según nuestro “código”. Y queremos amar según el nuestro ¿No es acaso más fácil amar y dejarse amar con la espontaneidad de lo que somos?

Con frecuencia pensamos que tenemos que hacer grandes actos de amor, o que debemos recibirlos de la misma manera. Y no nos damos cuenta que son esos pequeños “detalles de amor” que pueden hacer de nuestra vida plena. Detalles descifrables si respetamos los códigos con que vienen elaborados.

Quizás tu compañero de trabajo no te exprese verbalmente que te quiere, pero tiene el café listo para ti para la hora en que llegues al trabajo. Quizás tu hijo no sepa expresarte el afecto como tú quisieras, pero abre la puerta del garaje cada vez que te ve llegar en tu carro de una dura jornada de trabajo. Y así podemos seguir sintonizando la emisora del amor del otro.

¡Que enriquecedora sería nuestra vida si prestáramos más atención y aceptáramos con humildad los códigos del amor!

viernes, 14 de octubre de 2011

¿QUIÉN QUIERE SER MILLONARIO?

¿Quién no ha escuchado y visto alguna vez el popular programa de televisión? ¿Quién no se ha sentido embelesado, no por el conocimiento, sino por los números contantes y sonantes? En España, la India, Italia, Latinoamérica… por todas partes hemos podido ver el éxito comercial de un programa bien llevado y que es, además, una franquicia exitosa. Hasta juegos hay, desde los convencionales hasta los de computadoras… alcanzando el logro de servir de ambientación para una película que arrasó con los premios de la Academia, los Oscar.

Tal enganche masivo con el público habla de algo que está a niveles más profundos. Condicionamientos o programaciones que se disparan. Angustias, dilemas, el esfuerzo por esquivar que pase en nosotros la mala racha que vemos en los otros. Pero sea lo que sea, se busca resolver a nivel material… mejor dicho, monetario.

Pareciera que toda la sociedad se deja mover por el afán de vencer la voracidad de desintegrarse en la nada. Pero, como contrapartida, como si de un extremo se llegase a otro extremo, libera fuerzas colosales y ocultas en el individuo, con avara determinación y ciega obstinación, por acumular de manera insaciable. Siempre la aspiración está más allá y siempre se anhela alcanzar una posición donde todo sea económicamente  posible: porque se es millonario, sin saber, si acaso, para qué se quiere ser millonario.

Así no se detiene en sacrificios por exigente que sean, esfuerzos de cualquier precio, intentos descabellados, no por obtener lo necesario, no por conseguir cierta holgura que permita mejor la convivencia, sino por engordar golosamente el afán de poseer por poseer.

Ante ello no hay familia, no hay criterios, no hay tiempo libre, no hay cuestión alguna que no se mida por la regla de la economía. Se supone que, cuando todo se tenga, se podrá ser feliz. El tener es el valor alrededor del cual se organizan el resto de los valores.

De ahí que, si lo único valioso es lo económico, los rostros se desfiguran consiguiendo transformarse en caricaturas de lo humano. Caricaturas que hasta arriesgan más de lo que pueden… Creyendo que obtendrán lo que no tienen pero sueñan. Apuestas, negocios temerarios, decisiones al borde de la ilegalidad… todo por poseer, poseer y poseer más, más y más.

Porque consideramos que es millonario el que tiene muchas posesiones y una gruesa cuenta bancaria. Y asociamos que el que lo consigue es feliz. Pero realmente ¿cuánta gente intenta ser millonario en conocimientos, y conocimientos para compartir? ¿en paciencia ante los intentos fallidos del otro por ser mejor persona? ¿en amor para que la vida no se nos vaya con la sensación de no haberla vivido?  ¿en virtudes, esas que admiramos y requerimos que tengan los demás,  pero que excusamos cuando faltan en nosotros? ¿en dignidad para no degradarnos ante los atajos que proponen las conciencias inescrupulosas? ¿en colaboración con quien necesita una mano; en solidaridad con aquellos que socialmente no cuentan o están en una situación desventajosa?…

La pobreza en todo esto explica la exageración del otro extremo, el de la acumulación,  y la distorsión de lo que es humano y valioso. Lo valioso ha dejado de ser apreciado, y, sin embargo, andando por la vía contraria,  pretendemos avanzar hacia la felicidad, la paz y convivencia.

La falta de personas que pongan sus mejores esfuerzos en ser millonarios en actitudes constructivas, en darse a los demás, en ser millonarios para los demás, para que los demás puedan descubrir su valor auténtico… eso explica la fosa en que la humanidad está metida: pensando cada quien en lo suyo pretendemos que todos los demás se comporten como cuerpo social.

Pero todo depende de que desmantelemos los condicionamientos y las programaciones que hemos dejado que gobiernen nuestra vida. Que en un ejercicio de la lucidez captemos lo que es realmente valioso en la vida, y nos dispongamos a corregir el rumbo. Que cultivemos una sensibilidad adecuada con lo valioso y no con la intensidad sensorial de los estímulos. Que demos chance para que la otra persona toque la puerta de nuestra existencia y entre respetuosamente para ofrecernos lo mejor que tiene, que es ella misma.

Porque este correr tras el viento lo único que ha conseguido hacer es que la vida se nos pase sin darnos cuenta: sin ver a los hijos crecer, sin amigos para conversar con cierta profundizar, sin belleza para admirar, sin pareja para caminar. Sin dejar que nos rocen las sensaciones más sutiles. Sin que resuene la sensibilidad por lo que es delicado como hermosa filigrana.

Urge que nos demos cuenta que ya somos millonarios: unos porque tienen sed de conocimientos y conocen; otros porque tienen salud; los hay con capacidad para convocar sonrisas; algunos, porque hacen de esta vida un sitio mejor con sus acciones desprendidas…

Lo económico simplemente suple una serie de necesidades pero que no podrán asegurar nuestra felicidad. Quizás sea por eso que muchos, siendo millonarios monetariamente, terminan entendiendo esta realidad y, generosamente, comparten lo que tienen.

Si es cierto que ser millonarios en dinero nos permite tener ciertas facilidades en la vida, pero no por ello podemos comprar lo que es realmente valioso: el amor, la fidelidad, la compañía, la comprensión, la aceptación… y tantas cosas más.

Cada día que salgo del consultorio entrada la noche hay quienes me preguntan por lo sacrificada que es mi vida. Ciertamente hago esfuerzos. Pero esos esfuerzos consiguen que me sienta bendita por la vida: enriquecida con el gesto de un paciente, con el progreso de otro, con la sonrisa franca del familiar que semanas antes había conocido con el rostro ensombrecido por la angustia… por un sinfín de anécdotas y situaciones que van formando el mosaico variopinto de mi vida.

Si, realmente sí. Me siento y soy millonaria…

viernes, 7 de octubre de 2011

RENUNCIAS



Usualmente le damos una connotación negativa a la palabra renuncia, como si fuera castración. Y como reacción ante ello optamos por no renunciar. O sea, renunciamos a la renuncia.

Esta manera de ver la vida tiene mucho sentido en la adolescencia, porque es propio de la persona inmadura querer hacer todo sin perderse nada. Inclusive debemos añadir que el adolescente se siente probado por sus sueños: sueña lo que quiere ser y, porque está en proceso de formación su identidad, dejar de soñar lo interpreta como dejar de existir.

Más, por otro lado, el paso del tiempo conlleva renuncias impostergables. Quienes fueron compañeros de estudio en la edad escolar van a dejar de serlo. La formación inicial, tan larga que al muchacho y a la muchacha le parecen una eternidad, llega un día a su fin. Y ese debe decidirse, si no se ha decidido antes, qué hacer con la vida. Generalmente hay aspiraciones de futuro que implican el sacrificio de dejar de estar en contacto con los que hasta ahora han sido compañeros.

Pero estas renuncias iniciales no son otra cosa que preámbulo de las renuncias posteriores, bajo la posibilidad de permanecer en un estado de congelada inmadurez.

Ya en la vida adulta la persona se enfrenta con cantidad de sueños que ha estado arrastrando. Si no ocurre una sana crisis de realismo, podrá permanecer en el letargo del encantamiento, aunque la casa, el trabajo y la familia se conviertan en recuerdos y ruinas.

Una de las capacidades más importantes del ser humano ha sido el de la adaptación. Dicha adaptación implica, a diferencia de los animales, el uso racional de la inteligencia. Y la inteligencia es una luz, como la comparaban los antiguos, que ilumina lo que está en sombre y muestra lo que no se quiere ver.

Así, puede llegar un punto en que vea que los sueños que tuve fueron irrealizables, tan hermosos como castillos colgados de los aires, que no corresponden a nuestras capacidades, a nuestra edad o, también se da, a las actuales circunstancias sociales o mundiales. Negarse a abrir los ojos es permanecer en constante negación e intercambiar la realidad por la fantasía.

Obvio que el ser humano es alguien lanzado al futuro, al mañana. Pero un mañana que debe hacerse hoy, que tiene derecho a volverse presente. Y la renuncia es un proceso de liberación en el que me zafo del supuesto compromiso que tengo con un sueño de antaño, que no me permite madurar.

La renuncia no es ausencia de sueños, sino posibilidad de soñar con lo que puede ser real. Es capacidad inteligente de adaptación, de entenderme, de no quedarme en el pasado. De traducir un sueño en un proyecto realizable, con pasos que tienen fecha de inicio (hoy) y fecha de culminación.

Si no soy cantante, en vano pretendo subirme a los escenarios… pero quizás lo que sí puedo es ser yo misma, descubriendo actitudes y habilidades en mí, que me permitan alcanzar logros y triunfos, no solo en mi ámbito personal, sino también en el ámbito familiar, profesional, social…

Lo que no podemos hacer es creer que nuestros sueños y deseos son tan valiosos e importantes que no debemos renunciar a ellos, cuando en el fondo puede ser nuestro ego que nos esté jugando una mala pasada. Las renuncias deben de darse cuando al renunciar a aquello que nos ata nos produce no solo liberación sino paz interior.

Es por eso que es importante estar constantemente revisándonos, descubrir cuáles son las verdaderas prioridades en nuestras vidas y entonces disponernos, renunciar a todo aquello que no nos permite ser. Pero para esto necesitamos una gran dosis de honestidad y humildad.

Cuantas personas se encuentran aferradas a negocios improductivos, a viviendas que provocan pérdidas a pesar de las nostalgias familiares, a comportamientos dañinos porque creo que ser “hombre” (en el sentido machista) o ser mujer (como objeto de complacencia) es comportarse de una sola manera sin alternativas más sanas.

La renuncia se puede dar tanto por un sentido realista de la realidad, aunque suene repetitivo, cuando se cae en cuenta que no es realizable, no vale la pena, no va a conseguirse lo esperado o el esfuerzo que se invierta no va a ser recompensado.

Pero también renuncia el que considera que es más importante la realidad al ego, a la vanidad, al impresionar a los demás con cuestiones ficticias. Implica humildad y ser servidor de lo que es posible, no de lo que fantasiosamente llena la cabeza de hazañas y glorias que nunca se conseguirán.

Igual puede pasar en las relaciones interpersonales. Hay personas que no son capaces de distinguir una relación posible y conveniente de una dañina o imposible. Pasan el tiempo en intentos fallidos, incluso degradándose como personas.

Y esto puede darse en la búsqueda o relación de pareja, pero también con amigos. Una persona puede pretender ser amigo de alguien que lo humilla, veja, no lo valora… y no consigue desistir de pretender alcanzar una relación idealmente perfecta. O una persona que se acerca a alguien de manera interesada, sea por su dinero, fama, prestigio… nunca va a conseguir una relación auténtica porque desde el inicio está viciada.

En estos casos la renuncia es un acto de dignidad que nos hace crecer.

La renuncia implica quedarse sin ciertas seguridades, es cierto. Pero son seguridades ficticias que sirven para escondernos de los demás. Creer que somos otra cosa, sin reconocer que en nuestro interior hay capacidades para ser mejores personas o satisfacciones infinitamente superiores. Pero eso se da en la opción que incluye la renuncia. En decir yo soy esto y no aquello. Voy a hacer esto y no lo otro. Voy a utilizar mi tiempo y energía en esta situación y no en esta otra. En tener un plan de vida aterrizado y no rígido, que acepta modificaciones de vuelo, como los aviones que esquivan las tormentas.

Construir algo es una tarea que generalmente tarda años en consolidarse. Pero las renuncias son impostergables para aquel que ha optado por crecer en la vida.  Les tomará algo de tiempo, una vez identificado aquello que se debe renunciar, pero siempre el reloj siempre corre en cuenta regresiva.

 Renuncia a todo aquello que no te permita crecer.