viernes, 25 de febrero de 2011

EL FANTASMA DE LA CULPA

Cuando era niña acostumbraba a pasar mis vacaciones en la casa de mi abuela materna. Ir a casa de mi abuela a los Andes venezolanos era, tanto para mí como para mi hermano mayor, toda una aventura. Todo era distinto: el clima, la comida, la manera cómo se relacionaba la gente, las pautas sociales, la vida religiosa, el modo de hablar. Era un mundo completamente distinto de aquel en el que yo generalmente me desenvolvía. Por lo cual era extraño y al mismo tiempo fascinantemente maravilloso. Solo existía un pequeño detalle que distorsionaba mis vacaciones: el final del día.
Era típico de las familias andinas reunirse en los largos corredores de las casas para contar historias de espantos y fantasmas. Mis primos y yo fijábamos la atención con venerable silencio en aquel que, cuidando las pausas y la dicción, traía una típica y crédula historia de espantos y aparecidos. Los niños hacíamos corro para no perder los detalles más anecdóticos de quien tomaba la palabra, mientras el corazón se nos aceleraba y una especie de corriente eléctrica recorría a todo lo largo de nuestra columna vertical. Cuando terminaba la sesión era tiempo de ir a acostarse. Se cerraban los accesos de los corredores, quedando las habitaciones a oscuras, solo escuchándose el crujir de la madera de las viejas ventanas y puertas. Aterrorizados mis primos y yo terminábamos durmiendo todos juntos, acurrucados, con la cobija envolviendo nuestras cabezas implorando que ningún fantasma se nos fuese a aparecer. Este evento sucedía con una frecuencia casi diaria. No solo ocurría en casa de mi abuela, sino que la escena era parecida en el resto de las casas. Así que, todas las noches, yo debía enfrentarme a la “realidad” de los fantasmas.
Pero ¿existen realmente los fantasmas? ¡Claro que existen! Después de haber recorrido tantas situaciones en mi vida, me doy cuenta que efectivamente sí existen, existen en nosotros, en nuestra mente.
Obvio que de adulta esas imágenes han quedado en mi memoria como vestigios costumbristas, algo ligado al folklore andino venezolano. Pero los fantasmas siguen deambulando por ahí, en la cabeza de muchos: son los fantasmas de la culpa.
Y creo que efectivamente la anécdota ilustra muy bien lo que es la culpa: un fantasma que está agazapado en los rincones de la mente, que nos acompaña y sigue, dispuesto a aparecer apenas tenga ocasión… o le demos oportunidad.
Es que así es: la culpa con su índice acusador nos pisa los talones. Sea por motivos reales o imaginarios, ahí está, queriendo sabotear la vida con sus diferentes matices y gustos. Sea para afirmar que no somos dignos de crecer, cambiar o ser felices. Sea para indicarnos que, para qué tanto esfuerzo, si al final no merecemos el laurel de la victoria.
Lo que no siempre sabemos, o recordamos, es que la culpa se agiganta con el miedo de la huida. Nosotros le damos a las sombras la consistencia de un peligro inminente, desolador, desorganizador y desintegrador de la persona. Ante la amenaza nos replegamos, empequeñecemos, queremos pasar desapercibidos, volvernos invisible. Así su sombra se extiende y oculta la luz del sol para arrojarnos al mundo de lo tenebroso: una sensación difusa de culpa generalizada sin motivos del todo concretos.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Repitiendo desde el principio un mismo error: no enfrentando la culpa. En vez de optar por la huída frenética, está el pararse frente a ella para mirarla fijamente. La culpa encarada se va diluyendo a proporciones manejables, cuando la culpa es real. Porque cuando la culpa es inventada termina por desaparecer.
Recuerdo que cada vez que regresaba de vacaciones de casa de mi abuela, era “normal” que en la noche tuviese miedo y no quisiese dormir sola en mi cuarto. Por lo cual mi papá, que era médico, un hombre inteligente, que provenía de la capital, y con una cultura más analítica, me preguntaba “¿qué pasa?”. Y yo le respondía “tengo miedo”. Papá me miraba con asombro, y me decía: “¿MIEDO? ¿Y DE QUÉ?” Entonces yo le respondía: “¡DE LOS FANTASMAS!!!” Era cuando papá dejaba el texto de medicina que en ese momento estuviese estudiando para sentarse conmigo y explicarme que los fantasmas no existen. Su manejo era interesante: abordaba la situación desde el análisis y la lógica. En otras palabras, la razón debía prevalecer sobre la emoción. Solo así podía disipar mis miedos.
La culpa real, la estrictamente real, también hay que verla sin titubeos. Si he incurrido en algún tipo de acción reprobable, no porque huya dejaré de ser responsable. Todo lo contrario. Porque soy y quiero ser responsable la miro y la asumo. No me escudo ni me excuso. La comprendo como algo que dependió de una decisión mía, errada en el juicio que hice para llegar a ella, en la intención o en la opción (es posible optar también por el mal y siempre esa decisión será un error con consecuencias ineludibles). Crecer depende de esto: de hacerme responsable. Y la responsabilidad, en último caso, está más allá de la culpa.
Porque la culpa paraliza, la responsabilidad moviliza. Si he fallado, debo cambiar; si he perjudicado, debo asumir las consecuencias o reparar mis acciones. Siempre se puede aprender del responsabilizarme, aunque sea del sabor amargo que queda después de una mala acción.
No puedo permitir que la culpa sea mi “conciencia”. Es decir, la culpa no puede ser la que hable y la que tome la iniciativa para actuar bien, actuar mal o simplemente no actuar. Darle ese poder a la culpa acarrea riesgos mayores que nos pueden dañar y dañar a los demás. Ejemplo de ello es el caso de aquellos padres que puedan experimentar culpa, sea real o irreal, en cuanto a que no pasan suficiente tiempo con sus hijos, por lo que compensan ese sentimiento dándoles alas de libertad perjudiciales para su madurez o, en algunos casos, hacen regalos costosos sin que los hijos hayan hecho esfuerzo alguno para ganárselos.
La culpa es una puerta abierta al chantaje. Todos o muchos pueden conseguir de mí lo que desean porque descubren que mi culpa tiene tal dimensión que me somete a los deseos, caprichos, intereses de otros, aún cuando la razón esté diciendo lo contrario.
Debo y tengo que asumir mi culpa, no para esclavizarme de ella, sino para realmente liberarme, sea real o imaginaria. De otra manera viviré eternamente enclavada en la oscuridad sin poder ver la luz que disipa las sombras.
¡Qué sabio era papá! Los fantasmas no existen. Los hemos creado nosotros mismos y solo podemos combatirlos con la razón.

viernes, 18 de febrero de 2011

TEMORES...

En mi experiencia en el consultorio me consigo con personas que van haciendo avances significativos dentro de la problemática que traían. No solo lo veo en los relatos que me comunican sino también en su rostro, su mirada, en la piel, su tono de voz, la forma de expresarse, su manera de relacionarse, de abrazar… Lo cual es, por supuesto, muy pero muy importante tanto para su proceso como en cuanto al rapport que tienen conmigo. Las personas se han abierto, confían, pueden mostrarse como son, los mecanismos de defensa se pueden remover fácilmente, las personas son permeables a las observaciones que haga y entienden que, independientemente de sus avances o retrocesos, cuentan con mi apoyo incondicional para seguir adelante.
Así que una vez que el cielo se despeja, ya no hay nubarrones y menos las tormentas que las trajeron a mi consultorio, tienen por delante la inmensa oportunidad de comenzar de nuevo… o de tomar el control de su vida y dirigirla para alcanzar aquellas metas anheladas y pospuestas, o que se encontraban muy lejos de realizarse por los conflictos internos que se traían.
Sin embargo, este panorama, que se podría comparar con un prado en un día soleado de primavera salpicado de margaritas, no es así. Es decir, teniendo la persona ante sí un sin número de oportunidades reales para su vida, que impliquen no solo beneficios sino ocasión para seguir creciendo en plenitud, la gente queda paralizada en muchas ocasiones. Mejor dicho, petrificada. Ese mundo es temible… por ser desconocido ¿Quién sabe qué sorpresa nos espera a la vuelta de la esquina? ¿la posible decepción no tendrá la amargura de la derrota, del fracaso, de reafirmarnos en nuestra propia incapacidad? ¿realmente tanta belleza es para mí?
El miedo aparece como los demonios en los relatos de los monjes: una tentación sin más poder y asidero real que el que le otorga nuestra cabeza. Ante tantas posibilidades de realización, mejor es no intentarlo. Además, en el mejor de los casos que todo salga bien, ese como que no soy yo. La ropa del éxito, de momentos gratamente felices, esa ropa no es de mi talla o la tengo como ropa prestada de otra persona… Y esa es la tentación: renunciar a lo que puedo hacer porque sentirme así de bien es extraño. Lo mío, lo normalmente mío, es sentirme mal. Como si una persona no respirase bien hasta que la operasen de las adenoides y, más adelante, cuando le dan de alta se sintiera irreconocible: ¡esta no puedo ser yo, porque yo soy aquella que respiraba por la boca! Solo que en el caso de una operación quirúrgica nadie pide que le reimplanten lo que le extrajeron para mejorar la salud.
Esa sensación extraña, por ser desconocida, curiosamente causa miedo. No sentimos que somos nosotros, así que la gente debe darse la oportunidad para experimentarse. Como un niño que ha anhelado meterse en el mar, en la piscina o aprender a nadar. Exactamente así. Normalmente un niño puede sentir emoción o algo de angustia, pero si se siente con la seguridad suficiente, en él o en quienes lo apoyan, no va a renunciar a esa nueva experiencia. La siente como buena, como un logro, lo va a  unir a ese grupo selecto de nadadores o podrá, en el colegio, contar sus aventuras de playa a los demás compañeros que también lo hayan hecho.
Y tal cambio, desde el punto de vista terapéutico, no es opcional. No es algo que se puede o no escoger. No tendría sentido, por ejemplo, superar relaciones insanas para cambiarlas por otras igualmente de dañinas. O dejarse controlar la vida por culpabilizaciones relacionadas con los padres para que ahora quien culpabilice sea la pareja. Reafirmarme en que es positivo para mí incluye un cambio práctico de lo que yo pienso de mí misma, de la autoimagen y autoestima… Tanto que, si me decido, iré poco a poco arriesgándome, en el buen sentido, hacia experiencias enriquecedoras, aunque me suden las manos. Pero dentro de un año hacer esas experiencias será para mí actuar de acuerdo a lo que realmente soy.
Estamos tan acostumbrados a ser esclavos de nuestros miedos, que cuando finalmente hemos podido disipar todas aquellas situaciones perturbadoras en nuestra vida y ser finalmente libres, es cuando de pronto aparece como por arte de magia lo que más debemos temer: el miedo mismo, que puede ser el obstáculo final que nos impida ser plenos. Estamos tan acostumbrados a convivir con el miedo, que no nos damos cuenta que esta ahí y que es quien controla nuestras vidas, pero ¡OJO!, aunque el miedo en algunos casos pueda ser real, en la mayoría de los casos son irreales, miedos que nos hemos creado, que nos hemos inventado y que nos sirven de excusas para no ser felices ¿Qué hacer ante ésta realidad? Primero, admitir nuestros miedos; segundo, descubrir cuáles de ellos son reales y buscar alternativas de cómo enfrentarlos con cautela; tercero, cuáles son nuestros miedos irreales y enfrentarlos con nuestro raciocinio. Cualquiera que sea el caso, enfrentar nuestros miedos siempre será la mejor opción. Tener a alguien de confianza que nos ame y nos conozca puede ser importante en éste proceso, pues al compartir nuestros miedos, que en su gran mayoría son irreales, permite que la otra persona nos haga observaciones objetivas que los derriben y nos permitan seguir adelante.
Tener miedo no nos hace menos persona. El reconocerlos y enfrentarlos si nos hace ser persona, pues ser persona es enfrentar y asumir todo lo que somos, nuestras miserias pero también nuestras luces. El reto es no dejar que el miedo nos esclavice, sobre todo si ya hemos recorrido un camino importante hacia la plenitud. La gran tentación es estancarse en el camino por la paralización del miedo. Ser plenamente humano es tener la capacidad de mirarnos y desde nuestras miserias impulsarnos para ser cada día mejor, descubrir que nuestro corazón tiene una inmensa capacidad para amar y recibir amor, pero que el miedo a veces no nos permite vivir ésta experiencia profunda de amor; no sólo con nosotros mismos sino con todos aquellos que forman parte de nuestras vidas y de todas aquellas personas que aún no siendo cercanas puedan enriquecernos con su vida y su amor.
El miedo es un corazón a la deriva.

viernes, 11 de febrero de 2011

...Y SOY REGALO…

Dentro de unas horas cumpliré 50 años. Me doy cuenta que he recorrido ya más de la mitad de mi vida. Me miro al espejo y descubro que mi piel comienza a marchitarse, que han aparecido pequeñas líneas de expresión. Algunos pocos de mis cabellos comienzan a encanecer. Me miro de nuevo en el espejo y no me reconozco. Y es entonces cuando surge la inevitable pregunta: ¿quién soy?
Me miro internamente. Hago una pequeña pausa para hacer, en silencio, el recorrido de lo que ha sido mi vida. Al igual que cualquier otra persona, he tenido mis altos y mis bajos; mis aciertos y mis errores, mis fracasos y mis triunfos; mis penas y mis alegrías… No puedo dejar de pensar lo grande y maravillosa que ha sido la vida conmigo. No me siento resentida con ella, con la vida. No tengo nada que reclamarle. Pues cada día confirmo que soy lo que soy porque la vida me ha dado mucho. Y cuando digo mucho, no solo hablo de aquellos momentos idílicos o hermosos de la vida, sino también aquellos que han sido difíciles y dolorosos, porque me han enseñado a mirarme, a conocerme, a valorarme. Cada experiencia de dolor también fue una experiencia de crecimiento personal y, por supuesto, experiencia de amor. Pues es en esos momentos es cuando he sentido con mayor intensidad el amor de Dios, su gracia, su ternura y su mano que me levanta y me invita a seguir adelante, a construir plenitud desde la miseria ¡Cómo no ser agradecida!
Soy un cumulo de experiencias, algunas hermosas, otras no tanto. Soy resumen de vida de aquellos que me han amado, de aquellos que me han enseñado y me han orientado. Soy experiencia viva de amor que trasciende y va más allá del dolor y sufrimiento. Soy un leve susurro que se pierde en el viento. Soy la mano firme que una vez fue insegura y temblorosa, pero que hoy puede ser tendida con la delicadeza de una ternura, acompañada de una palabra o de un gesto de amor que dice a mi hermano/hermana, no te rindas; la vida es hermosa. Soy lo que me han enseñado, aquello que no he querido desechar sino, aquello que me ha enriquecido. Soy hija de padres fieles a su compromiso, fieles a la humildad, a la generosidad y al servicio de otros. Soy hija fiel de un padre que me enseño que aprender algo no era suficiente, sino que debía aspirar a ser un ser sediento de conocimiento, ética, moral y responsabilidad. Soy hija de una madre, que entendía la generosidad, que sabia y reconocía nuestra limitación humana para descubrir la inmensidad de la vida espiritual. Soy herencia de una familia hermosa, que a pesar de sus limitaciones, ante todo ha sabido ser amorosa, gentil, generosa, en otras palabras: luz para otros. Soy aquella pequeña niña que se asombraba de la belleza del cielo estrellado desde la casa de mi abuela materna. Y la niña ingenua que creía que podía cabalgar libremente en la hacienda del abuelo.
Soy llamada y soy respuesta. Soy oídos, soy mirada y a veces voz de aquellos que sufren y esperan.
Soy madre, que busca respuestas y que a veces ante situaciones que me presenta la vida, me pregunto: ¿Qué debo hacer?
Soy también vasija de barro, vasija frágil, en la que Dios en su inmensa misericordia, desea vaciar su amor. Soy sonrisa, soy ternura, soy consuelo, soy esperanza.
Soy humana, conozco mi miseria, pero también conozco la plenitud. Soy lo que quiero ser, lo que deseo ser. No tengo todas las respuestas, pero si el deseo inmenso de amar y ser persona, de crecer, de ser reflejo del amor de Dios. Quiero ser regalo para otros, quiero ser ternura y misericordia, quiero ser todo aquello que mi padre Dios quiere que sea.
No antepongo barreras, he vivido lo suficiente como para saber que solo Dios basta. No miro atrás, ni miro el mañana, para mi, solo existe el hoy, el presente. Y si por alguna razón, tuviese hoy que enfrentarme al final de mi vida, solo me gustaría poder decirle a mi Creador, con plena certeza y confianza, he amado como tu, mi Señor, me has amado, puedo ahora descansar en ti.
Soy regalo de amor de aquellos que me han amado…


viernes, 4 de febrero de 2011

… Y ME DEJO AMAR

Por donde quiera que voy la gente expresa sentirse sola, no sentirse amada, estar deprimida. Forma parte de las confidencias que se me hace. Pero no es una impresión solo personal. Para la Organización Mundial de la Salud la depresión será la segunda causa de incapacidad para el 2020.  Así que va a ser prácticamente como la enfermedad del siglo junto a las cardiopatías. Así que lo sé por lo que dice la OMS, pero también lo sé por las personas que acuden a mi consulta.
La depresión puede ser orgánica, de orden biológico, no producto de agentes externos como es la depresión reactiva. Cuando una persona se deprime, siente tristeza, desánimo, falta de energía, apatía, desinterés por la vida, se aísla, nada tiene sentido para ella... No todas las depresiones son orgánicas ni todas son reactivas, pero en ambas se requiere de la ayuda profesional para superarla con las menores complicaciones y en el menor tiempo, con ayuda en algunos casos de fármacos.
Pero ¿a qué se debe el auge actual de la depresión entre la gente? Proviene de un hecho muy simple y muy humano como para que tenga proporciones de pandemia: el desamor. Esto propicia su aparición. Y digo la “gente”, porque la palabra gente engloba a varias personas que coinciden en el espacio y en el tiempo. Varias personas que comparten un mismo espacio se sienten solas, sin encontrarse, aisladas, es decir, actuando como islas… y la parte difícil de la vida completa golpeando y desatando oleadas de ansiedad, angustias, gritos solitarios… sin estar físicamente solos. Pueblos africanos, en espacios de baja densidad demográfica, sufren de menos soledad y depresión que, por ejemplo, en las grandes metrópolis.
En medicina hay un síndrome parecido: se llama resistencia a la insulina. El organismo cuenta con suficiente azúcar (glucosa), puede tener hasta excedentes en cuanto a la insulina, y lo único que necesita esta es fijarse a los tejidos para que las células aprovechen la energía de la glucosa… pero tal cosa no ocurre. Así ocurre en la vida: podríamos enriquecernos mutuamente, necesitamos encontrarnos para llenar de afecto nuestras vidas y, al final, actuamos como extraños. Nos deprimimos por falta de amor, porque hemos creado resistencia para propiciar experiencias que nos hagan sentirnos amados.
Y la existencia del ser humana está hecha para vivirla en colectivo, en comunidad: para amar. De distinta forma, obvio, según la persona que se tenga delante. Pero la vida se torna una carga aplastante cuando no existe la experiencia de amor. Las dificultades más complicadas pueden enfrentarse, porque existen razones para vivir, para seguir luchando. El amor oxigena el alma. Y lo más sencillo de la vida se hace insoportable. Así que, si se va evadiendo, por las razones que sean, no es que la vida continúa como si nada pasara. Hay un pase de facturas. Se hipoteca la calidad de la existencia. Se fragmenta nuestra capacidad de sentir, de ser humanos. Nadie puede vivir absolutamente solo, ni a nivel físico ni a nivel psicológico. Si esta dimensión del ser humano se atrofia atrofiándose la persona misma… con la particularidad que, habiendo quienes desean amarnos, nos cerramos a su encuentro y cercanía.
Lo cierto es que la resistencia a amar y dejarse amar es una forma sutil, hasta filosófica, de boicotearse. Yo les digo a mis pacientes y amigos que es una forma de “sabotearnos”, de “auto-saboteo”. Nos negamos a vivir momentos gratificantes, a experimentar la alegría del encuentro, por temor a la pérdida del mismo. O a la indignidad. Porque esta resistencia, o saboteo interior, se viste de diversas formas. Gestos, miradas, actitudes que disuaden a los demás de relacionarse amablemente con nosotros. Y para nosotros el que así suceda termina hasta siendo natural. Por ello, si alguno se acerca con amabilidad, experimentamos la alarma de la desconfianza. Si alguno ofrece su ayuda, nos decimos internamente que trae otro interés. Si es alguien del sexo opuesto que busca ser amistoso, las sospechas sobre su sinceridad emergen al menor descuido. Y esto sin mencionar a aquellos que se arriesgan a decir un “te quiero” o “te amo”, ya que ni nos lo permitimos siquiera con nuestros propios hijos.
Entonces vamos caminando por la vida a la defensiva. Los unos desconfían de los otros rehusando cambiar los patrones de conducta. Y nos negamos a vivir la experiencia cotidiana de intercambiar pequeños gestos de amor, pues son pequeños y no grandes gestos los que hacen falta, que son los que van entrelazándose cada día para imprimir vitalidad a nuestra existencia. Y vamos por la vida con esta resistencia que nos mantiene aislados, haciéndonos depresivos, ir muriéndonos de soledad, en el pernicioso círculo vicioso de la desconfianza y resistencia mutua.
Pero en la vida nada está determinado de antemano. Nosotros podemos decidir el rumbo que queramos seguir. Los cambios que consideramos efectuar en nosotros… Yo puedo dar el primer paso: basta con dejar abiertas las puertas del congelador para conseguir deshelar el corazón.
Una sonrisa, una palabra amable, un gesto de cercanía, mirar atentos, escuchar al otro, ser agradecidos, un abrazo espontáneo… nos abre las puertas a la experiencia del amor.
Me doy cuenta que son muy pocas las personas que tienen experiencias de lazos afectivos sólidamente estables, que han permanecido durante el tiempo. Creo que esta experiencia muchas veces no se da porque no hemos alimentado el amor en la relación. Y no estoy hablando de relación de pareja, sino de mi relación con otro ser humano. Porque básicamente siempre surge la desconfianza, el miedo o se pierde el interés cuando las cosas no salen a mi manera, desperdiciando el caudal de amor que nace del otro y puede enriquecerme.
Una experiencia frecuente en mi consultorio es que siempre beso y abrazo a mis pacientes en el momento de despedirme de ellos. Si son niños, el abrazo es prolongado acompañado de un “te quiero mucho”. La respuesta es inmediata: un abrazo más fuerte y un “yo también te quiero mucho”. En ese momento me doy cuenta que ese niño o niña forma parte vital de mí. Puedo recibir y dar amor sin miedos, sin desconfianza, sabiendo que esa relación en concreto va a permanecer durante el tiempo. Muchos de esos niños son hombres y mujeres ahora con profesiones, casados, con hijos y aquella conexión que comenzó con un simple abrazo se convierte en experiencia de amor profundo en el que con frecuencia seguimos encontrándonos, compartiendo todo tipo de vivencias.
Cuando esta experiencia se da con un adulto, es igualmente enriquecedora. El o ella sienten mi genuina preocupación y amor, y yo experimento el amor gratuito de esta persona concreta que ha depositado su confianza en mí, abriendo su corazón y dejando gran parte de su salud emocional en mis manos.
He tenido una fructífera vida como profesional. Siempre me he preguntado si esto es debido a mi buena preparación académica o porque también en mi consulta me presento como un ser humano que se está encontrando con otro ser humano y que busco, desde la profundidad de mi corazón, amarlo/amarla.
¡Posiblemente ambas tengan mucho que ver!
No se necesita ser psicólogo ni filósofo para entender que la experiencia del amor es vital en nuestra vida, que puede ser altamente sanadora, pero así como yo me dispongo a darlo, también debo disponerme a recibirlo. Sin excusas, sin temores, pero sobre todo sin demoras. Solo así podré dejar de ser una isla y recibir la gratuidad del amor, de la vida, de la esperanza, de la plenitud.
Asumir mi vida no solo significa amarme, responsabilizarme por ella, sino también abrirme a la experiencia de recibir amor.
Y por eso… desde lo que soy, asumiendo lo que soy… responsabilizándome de mi vida… decido amarme… y dejarme amar.

P.D.: ¡También beso, abrazo y digo “te quiero” a los adultos!