viernes, 29 de abril de 2011

REGALO DE VIDA

Constantemente escucho a las personas decir: “quiero paz”, “necesito paz”. Este es un clamor frecuente que veo que se repite en distintas culturas, sociedades, etnias, y particularmente en aquellos que buscan la realización de “ser persona” y/o “tener una vida espiritual profunda y fructífera”.

La imagen que viene a nuestra mente, cuando hablamos de paz, es la de la guerra: paz es estar sin guerra. Obvio que esa paz es importante. Nos costaría trabajo pensar en una paz que conviva con la guerra. O con la muerte, el odio, el crimen… Pero limitar la paz a la ausencia de conflictos exteriores es engañoso. Puede servir para evadir cuestionamientos y responsabilidades. Como si el único problema de la paz fuera qué hacer con los violentos. O como si la paz dependiese de quienes tienen el poder para tomar grandes decisiones.

En verdad la paz exterior es importante, pero su importancia sería menor si no estuviese presente la paz interior. Muchas personas, cuando logran intuir qué tan importante es esa paz, son capaces de hacer grandes itinerarios internos: son los caminos de las religiones, meditaciones o afines. Y, no obstante, pueden ser falaces. Puede tratarse de formas sutiles de evasión, de autojustificación y hasta maneras inducidas de conseguir aquietarnos por técnicas de relajación, respiración, etc.

La paz interior surge como pacificación del hombre interno. La imagen de la guerra sirve, en cuanto que la paz implica la desaparición de estas de nuestro interior. Y para ello debemos de dejar de correr. O, mejor dicho, de huir de nosotros mismos.

Así pues, dejar de huir es mirarnos y encontrarnos con lo que somos y hemos sido. Reconocer errores y festejar aciertos, sin que nos pasemos la vida sin liberarnos del supuesto molde del pasado.

Pero estar en paz también es aceptar que la vida es una continua toma de decisiones. Estamos condenados a decidir, porque la vida se va construyendo. No viene prefabricada. Y esas decisiones nos afectan a nosotros, pero también afectan a quienes dependen de nosotros y los que nos rodean.

Estar en paz con nosotros mismos consiste en tomar a cada momento las mejores decisiones, de manera responsable. Puede que haya momentos en los que seamos incomprendidos. Ocurrirá también que alguna decisión conllevará sacrificios. En otros casos, tomaremos una decisión poco heroica, que tenga que ver con necesidades tan sencillas como protegernos a nosotros mismos, con honestidad.

Quien asume la vida desde la mirada interior, puede mirar a los otros sin desviar la mirada. Éste es el comienzo verdadero de la paz. Como quien toca a la puerta y espera ser recibido. Y ese otro a quien miramos, puede ser el esposo o la esposa, los padres o los hijos, familiares o amigos,  o quienes se benefician con nuestra paz. Relaciones importantes que tejen de sentido la vida misma.

Las religiones, meditaciones y demás técnicas no tienen su sentido de ser si evitamos el riesgo de vivir. No podemos usarlas para evadir de responder por nuestra vida, esto es, sopesar alternativas, tomar decisiones y fijar posiciones. No me puedo refugiar en la autoridad moral o espiritual de alguien para no decidir… o esconderme tras la excusa de que el error no es mío sino del otro. Y no porque las orientaciones no sean valiosas como lo que son: orientaciones. No tiene sentido experimentar una paz ficticia si no me enfrento al mundo con honestidad y humildad. Evitar situaciones, no tomar riesgos, no crear lazos sociales y afectivos con otros, aislándome del mundo no es paz, es evasión. La verdadera paz es aquella que experimentamos cuando permanecemos firmes y ecuánimes en medio de situaciones difíciles, conflictivas o dolorosas.

Por otro lado, la paz no es indiferencia ni ausencia de dolor. El cobarde, por ejemplo, huye del dolor o de la amenaza, sin que le importe las consecuencias. Pero su tranquilidad está muy distante de ser paz… y menos paz interior. La fidelidad a las propias convicciones y elecciones puede estar acompañada, como antes se insinuaba, de sufrimiento por rechazo, hostigamiento o soledad. Igualmente puede darse el que una persona tome una decisión que implique dolor físico o moral: debo someterme a una operación de alto riesgo pese a la resistencia de mi familia… o, al revés, decido (o decidimos) como adulto operar a un hijo menor de edad, para quien no son comprensibles las razones.

En esta misma línea se puede diferenciar la paz de la indiferencia: la indiferencia siempre es negación (al menos negación afectiva) de una parte de la realidad que me incomoda o genera sufrimiento. Esta especie de amputación anímica es una pérdida de nuestras capacidades y de la interioridad. Una situación incómoda, por decir lo menos, ante la cual no hay forma de responder satisfactoriamente, puede producir cuestionamientos o planteamientos que modifiquen o afirmen lo que pensamos de la vida, el sentido de ecuanimidad o, en todo caso, la diversidad que hay en la existencia.

La paz también es producto de la justicia. Y esto es válido tanto para la paz social como para la paz interior. Es, resumiendo en una frase memorable, lo que se ha dicho: las mejores decisiones armonizan con lo que es justo… con las exigencias de la justicia. Justicia ante los demás, pero también justicia en relación a mí misma. Y al revés: nadie puede pretender tener paz interior comportándose a propósito en contra de la justicia. Una cosa es anestesiar el alma. Otra cosa es pacificarla. Al final solo lo segundo merece vivirse.

Paz: preciado regalo de vida.

viernes, 22 de abril de 2011

Y DECIDO PERDONAR...

Una de las necesidades más urgentes que existen es el perdón. Casi tanto como la justicia. Aunque el perdón sin la justicia es una huída en falso, y la justicia sin el perdón corre el riesgo de transformarse en venganza.
Lo cierto es que necesitamos perdonar tanto como necesitamos el perdón. El ser humano no puede vivir enguerrillado con la existencia ni con los demás. Ni su mente ni su cuerpo resisten el desgaste que supone vivir desde el reconcomio, el odio, el resentimiento, la venganza…
Es cierto también que necesita que cualquier reconciliación respete mínimamente el orden y la armonía, lo que buscamos decir cuando hablamos de los valores. Renunciar a la creencia que hay cierto orden que debe respetarse, y que es bueno respetarse, empuja la existencia hacia el abismo de la nada y del caos… hacia la locura.
Pero la renuncia a perdonar, para paralizarse y aferrarse al odio, resentimiento, venganza… es altamente negativa. El costo físico es conocido por los profesionales de la salud. Puede afectar cuestiones tan básicas como el sistema inmunológico, pasando por descompensaciones que conduzcan, unidos a otros factores, a desórdenes alimenticios, gastritis, úlceras estomacales, artritis… por decir lo menos. Y a alguien que padezca una enfermedad grave le convendría hacer las paces, para facilitar una mejor respuesta a los tratamientos que le estén prescribiendo.
Cuando las personas están convencidas de la conveniencia de perdonar, se enfrentan con algunos obstáculos: su vida interna está minada por sentimientos adversos y contradictorios. El recuerdo de aquella experiencia de ruptura, de abuso o simplemente de dolor, no es un recuerdo aséptico. El recuerdo, sea las imágenes o la enumeración de los acontecimientos, arrastran sentimientos antiguos como si acabaran de ocurrir, además de los sentimientos actuales, ligados a la sensación de injusticia e impotencia.
Y esos sentimientos no desaparecen al menor intento de dar la vuelta a la página. Así que las personas, convencidas de perdonar, sienten que fracasan y, de esta forma, se frustran. Culturalmente hemos pensado y asociado el perdón a los sentimientos: cuando perdono dejo de sentir. Y esto no sería humano. Lo que segundos antes era fuente de caos interno con un torbellino de sensaciones ligado al tiempo y a la indignación y hasta justicia, no puede desvanecerse mágicamente. Si alguien dijera que todo desapareció inmediatamente, se haría sospechoso o de milagro o de falsedad. Falsedad de lo que se vivía, o falsedad acerca del perdón.
Resulta que el perdón, realmente, tiene que ver con la decisión. Con la capacidad del ser humano de autodeterminarse, de escoger su camino. De usar de su propia libertad. De optar.
Los sentimientos están ahí. Nadie los invitó. Vinieron solos y, a veces, hasta son huéspedes molestos. Pero no se van porque le abramos la puerta y le señalemos con el dedo la salida. Los sentimientos no entienden de razones, porque no son racionales. Pero nosotros sí. Yo puedo entender lo que me conviene, y actuar en consecuencia, sienta lo que sienta. Y el perdón está en este ámbito de las decisiones. No de los puros propósitos, sino el de las decisiones: lo que rige las acciones, el comportamiento que voy a seguir.
Como si hiciera caso omiso, deseo actuar en la línea opuesta a los sentimientos, que incluso he cultivado. Como cuando estoy resentida y alimento mi resentimiento con nuevas informaciones. Pues decido hacer lo opuesto poniéndome un poco sorda a esas voces viscerales. Si un compañero de trabajo boicoteó mi ascenso sin que existiera fundamentos para ello, yo he podido hacer crecer mi malestar añadiendo pensamientos malsanos (rebobinando en mi cabeza sobre las circunstancias o estando pendiente de los tropiezos laborales o familiares de esta persona, para alegrarme de su desgracia). Cuando tomo la decisión de perdonar, no porque haya sido justo sino porque creo que en la actualidad es lo mejor para mí, yo intento descentrar mi atención sobre el pasado o sobre esta persona; también intento que mi comportamiento hacia ella, cuando debo relacionarme, no esté determinado por lo vivido sino por lo que quiero vivir.
Puede que no se sane una relación al punto de volver al estado original. Si un amigo ha traicionado una confidencia haciéndola pública, si lo perdono no significa que volvamos a ser amigos o amigos íntimos. Puede que un mínimo sentido común me ponga en alerta para evitar hacerle nuevas confidencias. Pero de alguna manera estoy pasando la página.
Los sentimientos se nutren del combustible que le demos, como el fuego. El primer combustible es la atención; el otro es el poder. Se hacen fuertes si llaman la atención y consiguen imponer su norte a nuestra conducta. Una vez que los hacemos a un lado, aunque chillen, los hacemos morir de inanición. Será cuestión de tiempo, pero los confinamos en la cámara del olvido. La valoración moral, por ejemplo, de lo que vivimos no cambiará, cuando nos toque hacerla. Pero los sentimientos no estarán allí de la misma manera como para turbar nuestra razón.
En la vida algunas relaciones son más importantes que otras. Son más estrechas. Así que fácilmente son fuente tanto de alegrías como de sinsabores. La cercanía y la ilusión nos hace vulnerables, sea para lo sublime, sea para lo nefasto. Hasta el fallecimiento de alguien importante para nosotros puede vivirse como abandono.
En ese mundo de relaciones sobresalen unas pocas. Y, entre ellas, hay una en particular: la relación de nosotros con nosotros mismos.
Si en las otras siempre se puede conseguir un culpable exterior, en la de nosotros con nosotros, el culpable es más improbable. Así que existe algo de desnudez que no es fácil de cubrir. La rabia se puede mezclar con la tristezas, puesto que víctima y victimario coinciden. Soy yo quien ha causado mi desilusión. O mi dolor.
En estos casos la energía se desperdicia en el propio reproche. El superyó freudiano recriminando al yo a lo mejor por el ello. La persona se siente confinada a un papel. Está atornillada a un destino del que no puede librarse, por mucho que corra. En verdad el pasado lo persigue. Cada día que pasa es una vuelta más al tornillo del pasado. La propia acusación me señala. La expiación es la búsqueda de una acción que consiga superar y compensar el hecho vergonzante. Solo que no se consigue nada que sea proporcional.
Para aquel que dedica su vida para ayudar a la salud psíquica de los demás, una tarea que no admite postergación es la de liberar las capacidades de crecimiento y la propia energía. Es decir, que se utilice dicha fuerza interior para conseguir nuevas metas y no simplemente para quedar petrificado en el pasado.
Y la clave para este cambio está en el perdón. En este caso el perdón hacia uno misma. El perdón que es consciente que mi vida no puede quedar determinada por el pasado, sino que siempre está abierta a un futuro. Que del pasado puedo aprender, ciertamente, a reconocerme, saber cuáles son los puntos débiles y cuáles las fortalezas. Que toda experiencia, buena o mala, tiene algo que aportar a la propia sabiduría.
Pero el perdón es clave. El darse la oportunidad de ser diferente. El no limitar el futuro, como si estuviese hipotecado. Si puedo ser benevolente con las demás personas, también puedo serlo conmigo misma. Puedo dejar de estar siempre castigándome por cosas que ya no tienen solución. No es evadir responsabilidad sino saber que la responsabilidad no se limita a lo que ya no puedo cambiar, sino a lo que puedo hacer en este momento.
Si el perdón siempre es una decisión, hoy decido comportarme conmigo misma de otra manera, independientemente si creo que lo merezco o no. Puedo ser más comprensivo hacia las propias necesidades, ilusiones o ante el amar y ser amado. Puedo utilizar mis recursos para crecer y alegrar la vida de los demás. Pues puedo, aún hoy, ser un regalo para los otros.
Errar es humano. Perdonar es divino.

viernes, 15 de abril de 2011

VERDAD QUE ESCLAVIZA

En mi experiencia de vida he escuchado a tanta gente que dice cosas desgarradoras en nombre de la verdad. Como escudo de sus acciones dicen “la verdad duele, pero es la verdad”. En otras ocasiones su lema es “por la verdad murió Cristo”. O simplemente “la verdad es la verdad”.

Así, pues, se han proclamado a sí mismos como “defensores de la verdad”. Van a la caza del defecto ajeno el cual terminan restregando en la propia cara del infractor. La verdad aparece con un poder de humillación hiriente único.
En sus manos es un dardo envenenado de ira, resentimiento y venganza con el objetivo de derribar a quien parece ser que sea su contrincante. Para ellos las seguridades son falsedades que deben desenmascarase. Y esta forma de actuar luce altamente sospechosa ¿por qué ese ensañamiento con las debilidades y miserias del otro? ¿es que la verdad debe ser así de dolorosa para ser verdad? ¿por qué la verdad tiene que ser inmisericorde? ¿por qué la mirada puesta en los demás y desviada del propio corazón?
En psicoterapia se conoce el poder de la verdad. Es cierto que muchas personas necesitan encontrarse con su verdad, la verdad de su vida, para poder avanzar. Y es la angustia la que genera resistencias que toman la forma de lo que se llaman “mecanismos de defensa”.
De manera contraria, el encuentro con la verdad que sana se realiza en una aproximación progresiva, que se da en un ambiente que ofrece seguridad. Las personas pueden encontrarse con su verdad sin temor a que se produzca un caos que afecte la totalidad de su vida. Su verdad, tan temida, puede enfrentarse sin el miedo al rechazo. La verdad asumida con la mano cálida y firme de quien tiene el compromiso de conducir a la salud mental, es la verdad que libera.
Presta un pésimo servicio quien, sin tener ni siquiera las nociones básicas de ayuda, espeta una confidencia: “¡Tú eres una madre alcahueta de un hijo drogadicto!”  Nada ayuda y mucho empeora. Y deja el interrogante sobre lo que pasa en la persona que hace la acusación. El afán de minimizar a las demás personas puede recubrir complejos, heridas, debilidades, que deben salir paulatinamente a la superficie en un proceso de sanación.
La amargura en las declaraciones sobre otras personas son indicios de experiencias no resueltas en la propia vida. Quien desea prestar atención a los defectos de los demás, debe comenzar arreglando la propia casa. Sino la tarea de ajusticiar no es más que el entretenimiento de quien busca desviar la propia mirada de lo realmente importante.
La verdad más profunda, esa que libera emociones prisioneras y concede palabras a anhelos escondidos, tiene la suavidad y firmeza propias de la misericordia. Es una labor de cirugía: busca extraer el tumor con la menor cantidad de traumatismos. Es cuestión de compasión, cuyo significado es padecer-con.
Ya lo señalaba cierto psicólogo, cuando refería a la empatía como una cualidad que debía acompañar a la autenticidad. Se tiene que estar en sintonía con el mundo de experiencias y emociones de la otra persona, para poder ajustar la manera como se va a plantear algo que conlleve dolor.
La cruda realidad no puede ser excusa para comentarios en la cara o a las espaldas demás, porque se es auténtico. El respeto por la fama y la privacidad de quienes han incurrido en ciertos errores es pilar para el auténtico crecimiento y superación de los seres humanos. No puede utilizarse de comidilla en las reuniones.
Nadie puede creer que tiene licencia para difamar o, peor aún, calumniar. El esmero por marginar a quienes se han equivocado, utilizando diversos recursos que proporciona la imaginación humana, puede ser una estratagema para crear una falsa sensación de seguridad.
Es claro que algo de dolor acompaña el reconocimiento de lo que es humillante o vergonzoso. Pero a la parte dolorosa de la verdad no se le puede añadir otros sufrimientos extra a través de tratar a las personas de manera vejatoria. Quien tiene algo que decir debe asegurar el bien de los demás. Solo podría hablar quien ofrece amor incondicional para superar el dolor mas que para enterrar en él.
Las verdades gritadas son sospechosas. Una cosa será cierta se diga de manera suave o de forma escandalosa. Quien grita quizás libera gritos encerrados por experiencias propias. Quien es gritado escucha la intensidad del grito más que el significado de las palabras.
En las relaciones cercanas, como la que se da en esposos o entre padres e hijos, deben hacerse llegar dos mensajes simultáneos: te amo y no estoy de acuerdo con esto. Es decir, aquello sobre lo que se quiera llamar la atención no es motivo para retirar el amor sino para afirmar que se ama. Gestos, tono de voz, selección de las palabras, la mirada puesta en los ojos de la otra persona… son canales de comunicación que ponen a prueba la propia sanidad interior.
La verdad siempre debe ser un proceso liberador, sobre todo cuando nos libera de todo aquello que no queremos ver y no nos permite  crecer, per cuando utilizamos "la verdad" para herir y debilitar al otro, es cuando nos hacemos esclavos. En otras palabras, la verdad del otro me hace esclava de mi inmadurez, mi pobre salud mental, de mi vanidad,  de mi egoísmo, de mi venganza...
La verdad es siempre liberadora cuando asumo mi propia verdad.
Se vuelve esclavitud cuando quiero utilizar la verdad del otro.

viernes, 8 de abril de 2011

EL ARTE DE SUFRIR

Toda persona tiene una habilidad que la puede transformar en un arte. Así pues podemos hablar del arte de cocinar, el arte de coser… Pero también hay un arte, a veces muy sutil y a veces más evidente en el que nos hemos especializado: el arte de sufrir.
Así pues, en conversaciones, programas de televisión y en un sin fin de ocasiones, la gente se regocija en lo que ha sufrido. Las personas describen con lujo de detalle aquellas situaciones pasadas que representaron un sufrimiento lacerante. Y hasta da la impresión que escondido hay un afán de competir a ver cuál persona destaca por encima de las demás en el arte de sufrir. Y la expectativa parecería centrarse en lo que falta por sufrir.
Hemos hecho del sufrimiento la atmósfera habitual desde donde nos relacionamos, tomamos decisiones, interpretamos nuestra vida. O sea que el sufrir se ha hecho habitual. El esfuerzo se ha enfocado, en vez de evitar el sufrimiento, en sufrir más y mejor.
Evidentemente que tal actitud es enfermiza. Tomamos decisiones equivocadas. Porque de esa manera logramos ser el centro del huracán del sufrimiento. De esa manera nos cercioramos de ser protagonistas de lo lúgubre y triste que puede ser la vida.
Nos relacionamos con personas de manera nociva. Son relaciones tóxicas. Hay escalada de violencia, palabras hirientes, que en vez de llenar de amor, lo vacían.
Y es que en nuestras mentes hemos hecho la siguiente obligada ecuación: amor=sufrimiento. Sufro, por lo tanto amo. Y en estas relaciones tóxicas las personas se van enfermando en un círculo vicioso sin que aparezca  el verdadero amor. Pero preferimos ese sufrimiento inútil y vacío ante la realidad de que no hemos optado por lo más conveniente: por la vida, por ser feliz.
Así quizás escojo un mundo afectivo y social que me daña, que me hiere, que me ahoga, pero que no soy capaz de dejar ir, porque al fin y al cabo de alguna manera puedo creer o engañarme pensando o sintiendo que este es mi destino.
Y, por supuesto, sufro humillaciones, destruyo mi imagen y pongo por el piso mi autoestima. Poniéndome en este tipo de situaciones, difícilmente sentiré el aplomo interno para enfrentar aquellas cosas que sí debería enfrentar.
Este proceso de sufrimiento crea un círculo vicioso. Cada sufrimiento refuerza la idea que la vida está hecha para sufrir. De esta manera se va creando una personalidad masoquista. Busca el sufrimiento y el sufrimiento refuerza el patrón de que la vida es así.
Por detrás de este comportamiento ante el mundo la persona tiene una coartada perfecta, para excusar errores, fallas y defectos: es una víctima de la vida, la sociedad y los demás.
No me pidas nada, se dice, porque yo en la vida ya he sufrido bastante y todavía no termino. Se puede culpar a los demás de la propia desgracia o, sino, se puede infringir culpas a aquellos que osen cuestionar cualquier aspecto de mi pobre y sufrida vida.
Lo que no se dice, y ahí está la trampa, es que yo soy el causante de mi sufrimiento, en muchos casos. Me lo he buscado, de manera consciente. Soy, por decirlo así, el autor intelectual de mi propio sufrimiento. La víctima y el victimario coinciden en la misma persona: esa persona soy yo.
La pregunta final que habría que formular es qué hacer ¿Cómo se rompe este comportamiento que está enquistado en la mente de manera perniciosa?
Lo primero y más sencillo es asumir la propia vida: la vida es mía, depende de mí y no puedo repartir culpas en los demás.
Las personas con las que me relaciono, lo decido yo. Si una relación no va por buen camino, no tiene por que ser la otra persona quien le ponga final, puedo ser yo misma.
Las elecciones de estudio, trabajo, pasatiempos, amigos, participación en actividades formativas o culturales, todas ellas dependen al final de mí.
Nadie puede insistir y convencerme de hacer algo que sea dañino para mí. Al final las decisiones son mías y solo si asumo y me apropio de mi vida, podré dirigirla hacia aquello que sea sano y me permita crecer.
La idealización del sufrimiento tiene mucho de infantil y dependiente, y muy poco de adulto.
Al arte de sufrir hay que contraponer el arte de crecer y madurar.
La vida se ha hecho para vivirla. No es que no exista sufrimiento, pero no tiene que ver nada con el sufrimiento que destruye, que inhibe el crecimiento y que no produce frutos. Las propias opciones, aún las más sublimes, pueden conllevar un sufrimiento añadido. No es que se opte por sufrir, sino que no se puede alcanzar la meta anhelada sin pasar por cierto sufrimiento. Alguien que ha optado por ser madre, aún en el mejor y más ideal de los casos, sabe que el proceso de crecimiento y corrección de los hijos conlleva sufrimiento.
Si a veces se ha idealizado el sufrimiento sobrellevado en el silencio, ha sido porque una persona madura entiende lo íntimo que es y la capacidad de hacer crecer en los auténticos valores, cuando debe enfrentarse.
La elección por dicho silencio no tiene que ver con actitudes soberbias. Solo que se evita la utilización de la misma para llamar la atención o atraer compasiones.
Y mucho menos para mal poner a los demás como causantes de lo que se vive, que bien vivido puede ser una oportunidad para ser mejor persona.
Para aquel que en una mirada interior hecha con sinceridad se reconozca entre los artistas del sufrimiento, y quiera reorientar el rumbo de su vida, debe desmontar estructuras diversas, que incluye los pensamientos, palabras, expresiones, gestos, tonos de voz, miradas… Porque para estas personas el sufrimiento es un arte, ellos son los artistas del sufrimiento: personi- ficaciones y escenarios forman parte del acto que, como todo acto, solo trasciende hasta el momento en que baje el telón en el acto final.
El arte de sufrir desaparece cuando nos aventuramos a vivir de manera realista y sin antifaces, reconociendo que habrá mareas altas y mareas bajas, pero que yo, y solo yo, estoy al mando de la embarcación.
El arte de sufrir: el arte de evadir la vida misma.

viernes, 1 de abril de 2011

EL SILENCIO DEL CORAZÓN

Dentro de un mundo invadido por los ruidos, imágenes, sensaciones, experiencias sensoriales, referirse al silencio puede parecer sin sentido ¿Quién quiere estar en silencio? Si los sentidos están embriagados de estímulos que los entretienen ¿es el silencio una legítima preocupación en el mundo actual?
La evasión por el silencio hace que no importen matizaciones ni diferenciaciones. Simplemente debe exiliarse. No es un valor sino un estigma. Si quisiéramos hacer una asociación, rápidamente se igualaría el silencio con la mudez o la sordera. Como si alguien pudiese vanagloriarse porque sus ojos no pudiesen ser estimulados por la luz. Y el silencio se nos parece a la soledad… con el inconveniente que la soledad se la percibe como estar aislado. Estar fuera del alcance de los demás. O se le asocia con la ausencia. El silencio de la soledad se le da el estatuto que tiene la melancolía, la añoranza, el no estar… quizás el no importar si se está. Un silencio así aproxima a la nada: y la nada, más allá de las creencias religiosas, es la total incomunicación. Y es que confundimos la comunicación con la conversación trivial, la palabrería, la palabra hueca y evasiva, y el uso continuo de los modernos medios de comunicación.
Y resulta curioso que el silencio es requisito para la comunicación. Todos recordamos de nuestra infancia las reglas del buen hablante y del buen oyente que aprendimos en la escuela. Queriendo aclarar que el silencio no es simplemente callar: es actitud de apertura, de entendimiento.
Hemos puesto el silencio en el rincón del olvido, como algo inexistente e inservible. Y se le ha condenado bajo cargos que son contrarios a lo que debería ser el verdadero silencio.
Así pues el silencio ha tenido la apariencia cínica de la indiferencia o la complicidad. Ha sido un dejar de hablar, de tomar postura y de hacer, con el propósito de dañar o de no complicar la propia existencia. El silencio ha cedido ante la justicia de manera fácil. Ha otorgado lo que debía ser defendido. Ha enmudecido por las culpas acumuladas. Ha sucumbido ante los propios miedos.
Pero estos silencios son, quizás, muy en el fondo, falta de silencio. Falta de, lo que algunos han buscado especificar bajo la determinación de silencio interior. Alguien dijo que el hombre se mide en la capacidad que tiene de silencio. Y es sobre este silencio del que quiero tratar: el silencio interior.
Obvio que el silencio interior requiere de cierto silencio exterior. Que si bien no es aislamiento, alguna dosis de soledad o de quietud lo posibilita. El silencio exterior que lleva al silencio interior no es vacío, no es desintegrarse en la nada. Todo comienza a acallarse, pocas cosas  interrumpen para que aparezca la persona con su realidad interior. Cuando se está en silencio, el desagrado de verme y de ver mis defectos no puede esconderse. Por eso se le huye y se le teme. Y esto ya es comienzo de sanación, requiera o no ayuda profesional. Porque me pone delante el desafío de digerir lo que hago, lo que he hecho, lo que soy… para no subsistir en una permanente ilusión. Pero, a su vez, lo bueno puede también contemplarse… y disfrutarse… como una hermosa melodía.
El silencio permite descubrir y asumir la propia vida, exactamente como un concierto: la historia con sus inicios, momento de drama y desenlace es narrada por la combinación de todos los sonidos, ejecutados y percibidos.
Porque el mismo silencio que invita a la armonía y serenidad interior consigue descubrir el alcance preciso de las palabras y los gestos de los demás. Supera el contacto superficial y pone en su lugar la comunicación con la justa valoración de la palabra, en su sonido y significado.
El propio silencio permite que la historia de los hombres me alcance. Me permite aprender de la experiencia de los otros. De esta forma relativizo mi propio punto de vista. Puedo hacerme más tolerante. Consigo comprender puntos de vista distintos, por razones variadas (distintas creencias, vivencias, clima…), aunque los acontecimientos sucedan en la lejanía.
El silencio me permite acallar las voces recurrentes de mi pasado. También las voces que en el presente buscan perturbarme y que no me permiten ver y valorar la historia de mi propia vida. Va construyéndome internamente. El silencio interior me permite ver con objetividad lo que soy, lo que debo cambiar, lo que debo valorar. Y también todo aquello que debe ser transformado. El silencio me da pauta para actuar con precisión pero también con sutileza, sin impulsividad, entendiendo que todo tiene su justo momento de ser. Nos hace seres de experiencia, y no únicamente de repetición. El aprendizaje tiene mucho de vivencial, aunque comparta temas comunes a la humanidad.
Puesto que es un buen consejero, el silencio interior le da secuencia a nuestros pensamientos; pone en orden nuestras opciones e identifica prioridades. El silencio es reflexivo: no es la suspensión de la actividad mental. Me permite ver mi propia necesidad de cambio y me impulsa a crecer con honestidad, sin tener el temor de fallar puesto que, si bien el silencio me enseña que soy frágil y que puedo tomar una decisión equivocada, también brinda la certeza que la experiencia del silencio interior me llevará al cambio que sea necesario impulsar. El silencio interior me reconcilia conmigo mismo y con los demás, ofreciéndome el fruto del entendimiento y la sabiduría.
No debo temerle. Más bien debo abrazarlo como parte esencial de mi propia vida. No puedo esconderme tras la fachada del activismo, haciéndome creer que, el estar tan ocupada, me convierte en persona, cuando carezco de un momento de silencio para preguntarme quién soy, hacia donde voy y que debo hacer. Todo se vuelve prioridad cuando nada es prioritario. Porque carezco del silencio interior que debe confrontarme y transformarme.
Debo detenerme. No puedo ir por la vida en una carrera loca.
Debo y tengo que callar para escuchar la voz de mi interior.
Solo así podré alcanzar la sabiduría.