viernes, 22 de abril de 2011

Y DECIDO PERDONAR...

Una de las necesidades más urgentes que existen es el perdón. Casi tanto como la justicia. Aunque el perdón sin la justicia es una huída en falso, y la justicia sin el perdón corre el riesgo de transformarse en venganza.
Lo cierto es que necesitamos perdonar tanto como necesitamos el perdón. El ser humano no puede vivir enguerrillado con la existencia ni con los demás. Ni su mente ni su cuerpo resisten el desgaste que supone vivir desde el reconcomio, el odio, el resentimiento, la venganza…
Es cierto también que necesita que cualquier reconciliación respete mínimamente el orden y la armonía, lo que buscamos decir cuando hablamos de los valores. Renunciar a la creencia que hay cierto orden que debe respetarse, y que es bueno respetarse, empuja la existencia hacia el abismo de la nada y del caos… hacia la locura.
Pero la renuncia a perdonar, para paralizarse y aferrarse al odio, resentimiento, venganza… es altamente negativa. El costo físico es conocido por los profesionales de la salud. Puede afectar cuestiones tan básicas como el sistema inmunológico, pasando por descompensaciones que conduzcan, unidos a otros factores, a desórdenes alimenticios, gastritis, úlceras estomacales, artritis… por decir lo menos. Y a alguien que padezca una enfermedad grave le convendría hacer las paces, para facilitar una mejor respuesta a los tratamientos que le estén prescribiendo.
Cuando las personas están convencidas de la conveniencia de perdonar, se enfrentan con algunos obstáculos: su vida interna está minada por sentimientos adversos y contradictorios. El recuerdo de aquella experiencia de ruptura, de abuso o simplemente de dolor, no es un recuerdo aséptico. El recuerdo, sea las imágenes o la enumeración de los acontecimientos, arrastran sentimientos antiguos como si acabaran de ocurrir, además de los sentimientos actuales, ligados a la sensación de injusticia e impotencia.
Y esos sentimientos no desaparecen al menor intento de dar la vuelta a la página. Así que las personas, convencidas de perdonar, sienten que fracasan y, de esta forma, se frustran. Culturalmente hemos pensado y asociado el perdón a los sentimientos: cuando perdono dejo de sentir. Y esto no sería humano. Lo que segundos antes era fuente de caos interno con un torbellino de sensaciones ligado al tiempo y a la indignación y hasta justicia, no puede desvanecerse mágicamente. Si alguien dijera que todo desapareció inmediatamente, se haría sospechoso o de milagro o de falsedad. Falsedad de lo que se vivía, o falsedad acerca del perdón.
Resulta que el perdón, realmente, tiene que ver con la decisión. Con la capacidad del ser humano de autodeterminarse, de escoger su camino. De usar de su propia libertad. De optar.
Los sentimientos están ahí. Nadie los invitó. Vinieron solos y, a veces, hasta son huéspedes molestos. Pero no se van porque le abramos la puerta y le señalemos con el dedo la salida. Los sentimientos no entienden de razones, porque no son racionales. Pero nosotros sí. Yo puedo entender lo que me conviene, y actuar en consecuencia, sienta lo que sienta. Y el perdón está en este ámbito de las decisiones. No de los puros propósitos, sino el de las decisiones: lo que rige las acciones, el comportamiento que voy a seguir.
Como si hiciera caso omiso, deseo actuar en la línea opuesta a los sentimientos, que incluso he cultivado. Como cuando estoy resentida y alimento mi resentimiento con nuevas informaciones. Pues decido hacer lo opuesto poniéndome un poco sorda a esas voces viscerales. Si un compañero de trabajo boicoteó mi ascenso sin que existiera fundamentos para ello, yo he podido hacer crecer mi malestar añadiendo pensamientos malsanos (rebobinando en mi cabeza sobre las circunstancias o estando pendiente de los tropiezos laborales o familiares de esta persona, para alegrarme de su desgracia). Cuando tomo la decisión de perdonar, no porque haya sido justo sino porque creo que en la actualidad es lo mejor para mí, yo intento descentrar mi atención sobre el pasado o sobre esta persona; también intento que mi comportamiento hacia ella, cuando debo relacionarme, no esté determinado por lo vivido sino por lo que quiero vivir.
Puede que no se sane una relación al punto de volver al estado original. Si un amigo ha traicionado una confidencia haciéndola pública, si lo perdono no significa que volvamos a ser amigos o amigos íntimos. Puede que un mínimo sentido común me ponga en alerta para evitar hacerle nuevas confidencias. Pero de alguna manera estoy pasando la página.
Los sentimientos se nutren del combustible que le demos, como el fuego. El primer combustible es la atención; el otro es el poder. Se hacen fuertes si llaman la atención y consiguen imponer su norte a nuestra conducta. Una vez que los hacemos a un lado, aunque chillen, los hacemos morir de inanición. Será cuestión de tiempo, pero los confinamos en la cámara del olvido. La valoración moral, por ejemplo, de lo que vivimos no cambiará, cuando nos toque hacerla. Pero los sentimientos no estarán allí de la misma manera como para turbar nuestra razón.
En la vida algunas relaciones son más importantes que otras. Son más estrechas. Así que fácilmente son fuente tanto de alegrías como de sinsabores. La cercanía y la ilusión nos hace vulnerables, sea para lo sublime, sea para lo nefasto. Hasta el fallecimiento de alguien importante para nosotros puede vivirse como abandono.
En ese mundo de relaciones sobresalen unas pocas. Y, entre ellas, hay una en particular: la relación de nosotros con nosotros mismos.
Si en las otras siempre se puede conseguir un culpable exterior, en la de nosotros con nosotros, el culpable es más improbable. Así que existe algo de desnudez que no es fácil de cubrir. La rabia se puede mezclar con la tristezas, puesto que víctima y victimario coinciden. Soy yo quien ha causado mi desilusión. O mi dolor.
En estos casos la energía se desperdicia en el propio reproche. El superyó freudiano recriminando al yo a lo mejor por el ello. La persona se siente confinada a un papel. Está atornillada a un destino del que no puede librarse, por mucho que corra. En verdad el pasado lo persigue. Cada día que pasa es una vuelta más al tornillo del pasado. La propia acusación me señala. La expiación es la búsqueda de una acción que consiga superar y compensar el hecho vergonzante. Solo que no se consigue nada que sea proporcional.
Para aquel que dedica su vida para ayudar a la salud psíquica de los demás, una tarea que no admite postergación es la de liberar las capacidades de crecimiento y la propia energía. Es decir, que se utilice dicha fuerza interior para conseguir nuevas metas y no simplemente para quedar petrificado en el pasado.
Y la clave para este cambio está en el perdón. En este caso el perdón hacia uno misma. El perdón que es consciente que mi vida no puede quedar determinada por el pasado, sino que siempre está abierta a un futuro. Que del pasado puedo aprender, ciertamente, a reconocerme, saber cuáles son los puntos débiles y cuáles las fortalezas. Que toda experiencia, buena o mala, tiene algo que aportar a la propia sabiduría.
Pero el perdón es clave. El darse la oportunidad de ser diferente. El no limitar el futuro, como si estuviese hipotecado. Si puedo ser benevolente con las demás personas, también puedo serlo conmigo misma. Puedo dejar de estar siempre castigándome por cosas que ya no tienen solución. No es evadir responsabilidad sino saber que la responsabilidad no se limita a lo que ya no puedo cambiar, sino a lo que puedo hacer en este momento.
Si el perdón siempre es una decisión, hoy decido comportarme conmigo misma de otra manera, independientemente si creo que lo merezco o no. Puedo ser más comprensivo hacia las propias necesidades, ilusiones o ante el amar y ser amado. Puedo utilizar mis recursos para crecer y alegrar la vida de los demás. Pues puedo, aún hoy, ser un regalo para los otros.
Errar es humano. Perdonar es divino.

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