Nosotros, los
humanos, buscamos distintas maneras de lidiar con nuestra vida, especialmente
en lo que se refiere a lo cotidiano.
Sin embargo,
cuando nos toca lidiar con nuestro mundo interior, con nuestra psiquis, nuestro
mundo afectivo y social, pareciera que abriéramos un manuscrito donde esperamos
que estuviesen escritas todas la fórmulas mágicas para ser feliz.
Alguna de
estas fórmulas serían: la buena vibra, mente positiva, activar los chacras,
meditación trascendental… y así una lista innumerable de fórmulas mágicas.
Con esto no
quiero ni busco criticar maneras de pensar o filosofías de vida de otros. Solo
pienso que, de esta manera, nuestra vida interior, nuestra psiquis y nuestro
universo afectivo no se puede enfrentar sin la necesaria precisión.
Creo que se
necesitan de recursos que tengan más arraigo en nuestra vida interna, que
formen parte de nuestro mundo, que podamos utilizarlas para lidiar con nuestra
vida diaria y crecimiento personal. Para mí uno de estos recursos son los
recuerdos.
Lamentablemente
en nuestra cultura utilizamos los recuerdos de manera negativa. Los utilizamos
para recordar lo que hemos sufrido, cuanto nos han herido, las injusticias que
han cometido en contra nuestra, las veces que nos han rechazado… y así un
sinfín de recuerdos que vamos almacenando y utilizando en detrimento nuestro. Tanto
que utilizamos esos recuerdos como excusas para no asumir la vida misma y así
no responsabilizarnos de ser personas y de crecer.
Esto lo veo
con mucha frecuencia en mi consultorio. Claro está que se encuentran aquellos
casos en que se ve de buenas a primeras un trastorno o una psicopatología.
Estas son personas que, aunque avancen en la edad cronológica, pareciera que
carecen de cualquier madurez que impida reciclar todos esos recuerdos y
utilizarlos de manera positiva, o, en muchos casos, simplemente dejarlos ir.
Sin embargo,
para mí los recuerdos son mis aliados. Son todos aquellos momentos hermosos,
importantes, reconfortantes que me hacen sentir y pensar lo hermosa que puede
ser la vida.
Es imposible
que exista un ser humano que no tenga algún recuerdo positivo que pueda
acariciar su mente y su corazón. Algún gesto amable de alguien, alguna sonrisa,
alguna mano que se te haya tendido en el momento indicado, un gesto de ternura
y otros tantos recuerdos hermosos que preferimos esconderlos ante la amenaza “de
que podamos crecer como personas y ser felices”.
Como ya lo he
dicho en muchas circunstancias y ocasiones, mi vida ha estado marcada por
distintas circunstancias, pero son aquellos recuerdos hermosos de mi infancia,
adolescencia y temprana juventud, los que me permiten seguir sonriendo, seguir
esperando y seguir confiando.
Hay recuerdos
en mi vida tan hermosos que todavía hoy me hacen reír. Travesuras de niña,
muchas de ellas en confabulación con mi hermano mayor o con mis primos. Tener
en mi mente fresco el recuerdo de cuando decidí ser psicólogo clínico. Solo
tenía 4 años de edad. Y, sin embargo, tenía la claridad de lo que significaba
esa mi vocación.
Recuerdo
cuando comencé a bailar ballet y solo tenía 5 años. Mi tío vivía cruzando la
calle y tenía muchísimas responsabilidades, pues había sido asignado para ser
el gobernador de la entidad. Él tenía la particularidad de acercarse todos los
días a la casa para ver a sus sobrinos. Y yo entonces le decía a mamá: “dile a
mi tío que no se vaya todavía, porque me voy a poner mi traje de bailarina y
voy a bailar en media de la sala”. Pero lo hermoso de este recuerdo ha sido que
mi tío era incapaz de moverse de su silla hasta que yo no terminase de bailar
mi última lección de ballet, aún cuando sus obligaciones fuesen apremiantes.
Luego que terminase me aplaudía, me besaba y me decía: “muy lindo, muy lindo”.
Quizás para
cualquier persona esto pudiese ser un simple recuerdo. Para mí es mucho más que
esto. Primero, me recuerda la perseverancia continua que ya entonces poseía
para permanecer en el ballet. Segundo, el amor cómplice de mamá que me ayudaba
a vestirme cada día para bailar. Y, por último, el inmenso amor y paciencia que
mi tío me prodigaba y que me animaba a seguir adelante.
Como verán,
un recuerdo puede ser muy poderoso. Más de lo que podemos imaginar. No tienen
que ser cosas tan grandes e importantes, sino esas pequeñas cosas sencillas de
tu vida que poseen una enseñanza para ti y que te recuerdan momento a momento
que la vida continua y que tienes la obligación de enfrentarla con madurez, con
amor, con fe y con esperanza.
Así que la próxima
vez que te sientas invadido por la tristeza o que quieras seguir cargando
contigo el equipaje de tu pasado ¡detente! Respira. Deshazte de ellos si no te
han dejado ninguna experiencia de crecimiento y llena la valija de tu corazón
de todos aquellos recuerdos que te pudieran permitir crecer y ser feliz.