viernes, 24 de febrero de 2012

RESPONSABILIDAD VS CULPABILIDAD


    Muchas veces hoy en día se rehúye la responsabilidad para evitar la culpabilidad. Se ha huido del trauma de las culpas para buscar refugio en conciencias laxas. Todo se ha hecho relativo, se toma de manera light, no hay normas ni valores, por tanto, no existen puntos de referencia.

    El relativismo hace que cada quien se cree a gusto los propios patrones de conducta, de manera bastante acomodaticia y de acuerdo a conveniencias: es el uso equivocado de la propia libertad en las sociedades democráticas, puesto que debería ser posibilidad de búsqueda exigente de lo que se acerque más a la verdad y al bien que se deben hacer.

    Pero de forma más concreta y dejando atrás el panorama general que presenta la introducción, no todo lo que hace alguien, por el hecho de hacerlo ella, es bueno. Eso forma parte del drama de la vida. Y aunque queramos evadirlo, ahí está el dolor para recordarlo. No es un dolor inventado sino muy real. No es producto de la crianza, la educación o la cultura, sino un dolor muy objetivo.

    Pensemos en el caso de la persona que pierde su hogar por volverse alcohólica; o la persona que adquiere nuevos compromisos que debe enfrentar con la familia por tener un hijo fuera del matrimonio; o quien rompe bruscamente con el hogar paterno para probar de manera incipiente libertades de alas cortas, y se consigue a la vuelta de la esquina que la reconciliación es tardía, pues ya no está alguno de los padres…

    Los ejemplos podrían multiplicarse. No hay crecimiento personal sin responsabilización por los propios actos, hayan sido buenos o malos, se hayan consumado en el pasado, estén en proceso de ejecución o planeados para un futuro. Y nada garantiza que la apropiación responsable va a ser siempre placentera: puede ser muy dolorosa.

    La culpabilización, en sentido patológico, además de las versiones infantiles que hacen a los otros responsables de los actos que son míos, implica, para hablar de un síntoma, paralización interior. O sea, si bien puede haber dolor y, por lo menos al principio, el mantener como pensamiento constante la pregunta de “qué fue lo que hice”, “cómo doy ahora la cara” o “qué clase de persona soy”, con el sentimiento de malestar y minusvalía, lo que caracteriza a la patología de la culpa es que se mantiene en el tiempo y lo hace de forma que paraliza el crecimiento. De ahí la importancia que tiene, dentro de mi rol como profesional, que la gente se sienta acogida para superar este estado y volver a comenzar.

    Sin embargo, hoy en día la sociedad y los mecanismos de defensa de la mente humana hacen que muchas veces se produzca una simple evasión. Quizás una evasión o huída hacia adelante. No miro mucho para seguir con mi vida.

    Pero en este caso ese “no mirar” puede ser letal. Porque de las equivocaciones deben seguir, cuanto menos, aprendizaje. También correcciones. Por eso, cuando una persona, por ejemplo un padre o una madre que estén causando un sufrimiento innecesario a un hijo pequeño, acude a mi consulta, y no está asumiendo responsablemente lo que está haciendo con su vida, yo debo ayudar a que lo vea. Debo ayudar a que se haga responsable. A que no lo evada por doloroso que sea. Aunque la persona, al inicio, crea que no la estoy apoyando, si la cuestiono sobre cómo está enfrentando parte de su historia, eso lo hago por su propio bien y por el bien de su proceso de crecimiento.

    La apropiación responsable de los actos y hasta de los sentimientos está en función del crecimiento personal. Lejos, por tanto, de una idealización del escarnio, una manera de procurar vivir desde la bajo estima o de arrastrar las pesadas y sonoras cadenas del  pasado.

    La vida siempre es un desafío y siempre es inédita, aunque una persona sabia busque aprender de los demás (aprendizaje vicario). Hasta en el mejor de los casos la equivocación y el error pueden hacerse presente. Los que no viven rodando cuesta abajo por el fango de la existencia conocen bien el vértigo. El refugio neurotizante en rutinas artificiales sin abrirse al riesgo de vivir responsablemente no es una alternativa. Generalmente recordamos como grandes hombres y mujeres quienes asumieron el riesgo de ser diferentes, respondiendo al desafío de los tiempos.

    Pero quien ve de valioso la vida como una oportunidad para crecer e incidir positivamente en los demás no puede, bajo ese pretexto, hacerlo de manera temeraria.

    El equilibrio interno de la persona es un asunto muy delicado. Así como las lesiones de guerra pueden marcar toda una vida, así las experiencias equivocadas también pueden hacerlo.

    Responsabilizarse es asumir el vértigo de vivir: ni la mordaza de la culpa ni la ingenuidad de la conciencia laxa. El riesgo proporcionado y meditado del que corre detrás de lo valioso de la vida, que deja determinar su vida a partir de los valores.

sábado, 18 de febrero de 2012

EL PUGIL DE LAS BARBAS BLANCAS

Como ya muchos de ustedes conocen y suponen, mi mayor esfuerzo como profesional y como persona va dirigido a los más desprotegidos, a los que por alguna razón transitan por el tormentoso declive de la salud metal. Pero además de esto va dirigido a aquellos que sus vidas han sido minimizadas por lo que yo llamo la "indolencia". Véase el artículo de mi blog "Sentencia de muerte". 

Así pues utilizo todos los recursos que me sean posibles para perfeccionar la conciencia del ser humano y desterrar de nuestras experiencias de vida la terrible "indolencia".

Es por eso que hoy quiero ofrecerles una vez más un pequeño escrito por alguien que se niega a perder su conciencia, pero sobre todo que no deja nunca de denunciar como la indolencia nos deshumaniza. 

A continuación les presento el artículo escrito por el sacerdote católico Alfonso Maldonado.

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Un  hombre de barbas blancas hace maromas con su cuerda saltando a la sombra de cualquier semáforo. En unos tres años que lo llevo viéndolo ha perdido algo de agilidad.

Su edad no es tanta, si por ella nos referimos a los años. Pero pesa lo suficiente sobre los talones como para hacer los malabares que hace de probada disciplina. No improvisa. Es un veterano. No muestra ni dagas o fuego, o acrobacias sensacionalistas. Simplemente alguien de más de 55 años rebotando sobre el pavimento mientras hace desaparecer la cuerda que instantes anteriores había exhibido.

La mínima atención del espectador descubre al púgil escondido en la venerable figura. “¿Ud. como que le metió al boxeo?”, le dije en cierta ocasión. Y la sonrisa de quien es reconocido se asoma de entre la piel cuarteada apartando las canas. “Ajá, por los setenta, selección nacional”, dice directamente y sin disimulo.

Para quien transita por la barquisimetana avenida Los Leones cruce de la Lara y antes en la salida hacia Críspulo Benítez, la estampa no es extraña. Extraño es que se gane así la vida. La destreza va y viene, haciendo girar la cuerda, cambiando de ritmo, hacia adelante, hacia atrás. Rutinas más cortas cada vez. Y buscando la aprobación del público automotor para mendigar unas moneditas.

Yo me pregunto ¿cómo llegó este hombre hasta allí? ¿cuál es su historia? Parece haber eludido los vicios conservar la destreza.


Y me sigo preguntando si eso hace Venezuela con la gloria de quienes fueron sus deportistas. Un hombre sin futuro que un día vistió los colores nacionales. Que puso toda su ilusión en una disciplina olímpica. Que consiguió glorias y derrotas. No sé que tan bueno o no, pero estuvo ahí, para representarnos, para recibir golpes mientras una multitud lo aupaba. Se batió en nombre de una entidad, así lo entendieron los que lo acompañaban… y en algún momento se salió del camino.


La gente siguió de largo, coreando otros nombres. Quién sabe qué traspiés dio para llegar hasta donde llegó, por buena o mala racha. Ya sus oídos no sienten el baño de la multitud. En su mente sigue rememorando glorias pasadas, cuando era centro y héroe. Se siente desvanecer en la amnesia de la gente de otras generaciones.


Y me vuelvo a preguntar: ¿Esto hace Venezuela con sus deportistas? ¿Alguien le acompañó o asesoró para que su fin no fueran las calles? ¿Existe alguna retribución para quienes ofrendaron su juventud con mística religiosidad por el deporte? ¿Es que utilizamos a la gente para sentirnos grandes y luego las tiramos a su suerte?


No es cosa de socialismo o capitalismo. Es cosa de dignidad y sentido común. Para ciertas cosas no hace falta ver lo que hacen otros países. Simplemente hay que hacerlas aquí, porque nos nace.


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Me niego rotundamente a negar la realidad

Dra. Ana J. Cesarino


viernes, 10 de febrero de 2012

SUSURROS


Generalmente, cuando escuchamos la palabra “susurros”, pensamos en algo que se pretende decir de forma escondida, casi imperceptible. Y esto especialmente lo entendemos así porque lo relacionamos con la experiencia de amor.

Sin embargo, en mi diario vivir, los susurros significan otra cosa. En su gran mayoría son llamados desesperados para pedir ayuda. Clamores que salen de lo más profundo del otro. Cuando las personas ruedan cuesta abajo por las laderas de la salud mental, luego de probar cientos de alternativas sin conseguir solucionar su conflicto interior; después de verse confrontados y abatidos por sus propios grupos familiares, que los encaran de forma equivocada; sufriendo inestabilidad para continuar con sus actividades cotidianas… muchas veces las personas solo alcanzan a susurrar su necesidad de ayuda.

Generalmente identificamos las urgencias y pedidos de ayuda con gritos de desespero que intentan despertar nuestra atención. Pero mi experiencia ha sido diferente: el cansancio, el hastío, la desesperanza hacen que sea un hilo de voz que susurra, casi de manera imperceptible para mucha gente, ha sido el grito de ayuda. Un hilo de voz que ha retumbado en mi alma. Un hilo de voz y una mirada que se ha incrustado en mi interior.

La otra persona viene a poner su alma en mis manos, anhelando quizás que ese sea el final de un largo camino sin haber encontrado respuestas. Y esto hace que yo me consiga con otros susurros… aquellos que brotan de mi interior. Esos que me recuerdan al oído lo frágil que puedo ser por el hecho de ser humana. De las debilidades y miserias que hay en mí y que reclaman prudente atención.

No parto de una posición de omnipotencia, de perfección, para encontrarme con la urgencia de la otra persona. Parto de lo que soy, de mi búsqueda y necesidad, para desde allí, con una autenticidad real, dejar que el otro muestre lo que es y lo que le abate. Que pueda hablar de sus sentimientos, anhelos y frustraciones. Que pueda mostrar sus heridas y experiencias de desamor.

Los susurros en mí no son muestra de debilidad impotente, sino de conciencia que hace camino. De mirada interior. De vértigo y responsabilidad. Así lo he vivido a diario desde que cumplí mis cuarenta años. Actualmente me encamino a cumplir cincuenta y uno. Y los susurros siguen acompañando la manera de enfrentar la vida.

Pero a esta década de susurros se le ha añadido un susurro de otro tipo: el susurro de Dios. Un susurro que hay que escuchar para identificar, entre murmullos que confunden y desorientan.

No se trata de una actitud de ingenuidad. Obvio que no me refiero a cualquier forma de alucinación. No son alucinaciones. Quiero indicar esa disposición para estar atenta a lo que acontece en la vida. Para sopesar lo que pasa y darle el valor que merece. Dejar que lo que acontezca sea capaz de cuestionar. De cuestionar tanto, de forma tan intensa y demoledora que, en aquellas situaciones que estén cargadas de un trasfondo que humanamente nos supera, de poder intuir en dichas situaciones el susurro de Dios.

Realmente debemos agudizar el oído. Porque Dios habla susurrando. En la vida generalmente hay mucho ruido. Muchas cosas distraen nuestra atención. Los decibeles causan intensidades que consideramos reales. Confundimos lo real con lo intenso y emocionante. Así que Dios está en desventaja… aparente.

Porque la experiencia profesional me ha dicho que todo lo que se considera real y seguro puede ser extremadamente decepcionante y devastador. Así que tarde o temprano nos quedamos de frente ante los murmullos… que pueden permitir que surja el susurro de Dios.

Como el caminante que se adentra en el bosque de la vida y de los años, que ha aprendido a reconocer los diversos sonidos. En medio de su marcha se percata de un sonido persistente, que se esconde tras los demás sonidos, pero que produce frutos de calma, que le imprime nuevos colores a la vida, que se le vuelve a dar oportunidad a la esperanza.

Evidentemente que, quien intuye y se deja alcanzar por el susurro de Dios,  desarrolla una sensibilidad especial. Como si el caminante fuese sensible para escuchar ese sonido detrás de los demás, que le impulsan a seguir su camino.

Un susurro puede ser prácticamente despreciable. Para alguien que atraviesa un bosque no lo es. Y para alguien que, en ocasiones, se siente como perdido, lo es menos. Y más si ese sonido puede devolver la esperanza.

Por eso, este año de vida que está por culminar para agregar un año más a mi calendario, me ha permitido agudizar mi oído. No solo para escuchar los susurros de aquellos que, con tanto dolor, se me acercan a buscar una respuesta, sino que mi corazón levanta mi mirada a Dios, mi Creador, para obtener la apertura necesaria de escuchar su susurro. Susurro de amor. Susurro de fe. Susurro de esperanza. Y ¿por qué no? También susurros de Dios que nos invitan a cambiar en nuestro interior.

Ya mi familia se prepara para mi quincuagésimo primer cumpleaños. Y su constante pregunta es “¿qué quieres que te regalen?” Me sonrío y digo: “no necesito nada”. Sin embargo, al seguir queriendo recorrer el sendero de la vida con aquellos menos privilegiados a causa del deterioro de su salud mental, pido a Dios, mi Creador, que me permita la gracia de seguir escuchando esos susurros que claman amor; que en el caminar de lo que me quede de vida, larga o corta, no deje nunca de escuchar los susurros de El quien, con delicadeza y firmeza, me muestra la opción a seguir.

Por eso imploro a ustedes, mis lectores, desde lo profundo de mi corazón, a aprender a escuchar los susurros de aquellos, los menos privilegiados y ruego que desde su fe, desde sus creencias, eleven sus oraciones para que pueda yo siempre escuchar el susurro de Dios.

En la vida muchas veces caminamos y nos sentimos como perdidos. Así que no es poca cosa un susurro que nos devuelva la vida…

viernes, 3 de febrero de 2012

CUENTA TUS BENDICIONES



No son pocas las personas que van por la vida coleccionando, clasificando y enumerando todas las cosas y experiencias negativas que van encontrando por la vida. Esto es una gama tan amplia y variada que comienza con los propios defectos físicos, pasando por la propia autopercepción y abarcando inclusive la misma moralidad ajena: lo que hace o deshace la amiga o el vecino.

Esta sobreestimación de lo negativo hace que se piense, se relacione y actúe desde allí. Es decir, parto de la inseguridad que provocan los errores y defectos para intentar alcanzar objetivos nobles o apetecibles en diversas áreas, alguno de los cuales ameritarían una buena dosis de tenacidad. Tarea, por tanto, titánica, si se pretende enfrentarla con los pies de barro.

La misma vida aparece amenazante, no como una oportunidad, puesto que en algún recodo del camino, pensamos inconscientemente, nos acecha el peligro y la adversidad. Al final las cosas nos van a salir mal.

Y esta forma desconfiada y cautelosa de asumir el reto de vivir es lógica, si se ha tenido como presupuesto lo negativo que hay alrededor y en nosotros mismos.

Como muestra puedo señalar lo que me pasa con frecuencia en la consulta: las personas son rápidas para  comunicar sus propios defectos y vicios, pero el enredo se torna mayúsculo cuando le doy la vuelta a la moneda y les pido que vean  y me señalen sus cualidades y virtudes.

No es que no los haya, sino que no están acostumbrados a fijarse en ellos, a identificarlos y, mucho menos, a hablar de los mismos. Se puede decir que un velo de negatividad puesto sobre nuestro raciocinio hace que no se caiga en cuenta de ello o no se valore adecuadamente.

Y una tarea que les pongo a mis pacientes es a que elaboren una lista de cualidades que tengan, que se podría ampliar a todo aquello que consideramos bueno, y que le podríamos llamar “Contando tus bendiciones”.

Y es cierto.

Vemos de manera tan banal el hecho mismo de vivir. No somos capaces de detenernos un momento ante el milagro de la respiración o de los latidos del corazón. Estemos durmiendo o no, nuestros pulmones y corazón no abandonan su actividad. El aire está allí, imprescindible pero gratuito. Y por unos instantes podemos simplemente hacernos conscientes de lo hermoso de esta realidad.

Cada día podemos asomarnos a la vida. Podemos contemplar las variaciones en el clima, descubrir la sensación de frío o calor, percatarnos de la variedad de sonidos que existe en el ambiente, inclusive antes de que la actividad diurna arranque con normalidad. A esto podemos sumar la variedad de formas que existen, los colores de la naturaleza, las plantas o las formas de las nubes.

Podemos ensanchar nuestra capacidad de asombro viendo a los seres humanos. La manera como funciona el cuerpo pero también la hermosa manera como su rostro, su mirada, sus ojos, sus expresiones nos hablan de su interioridad. La capacidad de detectar voces diferentes, nunca repetidas, con inflexiones distintas, selección de palabras con las que se desnuda el alma… Y saber que formamos parte de ese concierto.

No somos simples espectadores. Darnos cuenta que, si bien quizás no nos acercamos a los prototipos estéticos que plantea caprichosamente la sociedad, contamos con ese conjunto de bendiciones que nos hacen participar de la belleza que hay en la naturaleza. Que contamos con una interioridad que es capaz de sufrir, pero también de conmoverse. De cantar y de reír, no solo de llorar. De bailar una canción o recitar pausadamente la estrofa de un poema.

Y a nuestro alrededor podemos ver el milagro de la vida en los hijos, el milagro de la abnegación en los padres, el milagro del amor en la persona que está a nuestro lado. Más allá de todo aquello que puede resultar de contradictorio, están ahí. Forman parte de los motivos para seguir viviendo. Para levantarse si se ha caído. Para volver a intentarlo, si antes se ha fallado.

Para asomarnos por encima de las limitaciones físicas o enfermedades, porque hay algo o alguien que puede hacer de cada día una experiencia diferente. Porque podemos ver a personas que no han permitido que les coarten la libertad de soñar y crear, aunque tengan impedimentos físicos. Y porque su gesta la podemos hacer nuestra, podemos dejar que nos conmueva o interpele, que nos sacuda o saque de nuestro mutismo o egoísmo.

Podemos enumerar día a día las bendiciones que tenemos y, seguro, muy seguro, superarán con creces la lista mental de los defectos y deficiencias.

Enumera tus bendiciones para que te reconcilies contigo mismo. Para que la paz vuelva a tu corazón. Para que le mandes un mensaje de bienestar a tu organismo. Para que te apoyes en lo firme que hay en ti para iniciar nuevas empresas, para emprender nuevas iniciativas.

Para que sientas que formas parte de esta maravilla que es la vida, cuyas sombras no son más que desafíos para poder cabalgar sobre las olas de las dificultades, en esa búsqueda por la orilla firme de haber vivido de manera intensa y responsable.