viernes, 25 de marzo de 2011

MUNDOS CONTRARIOS


La tolerancia y la intolerancia son palabras que protagonizan muchas veces las discusiones, los espacios públicos y los medios de comunicación. Generalmente se asocia la tolerancia a ciertas culturas y sociedades y la intolerancia a otras culturas y sociedades que sufren de intransigencia religiosa por fanatismos o radicalismos.
Sin embargo es muy fácil confundir la tolerancia. Podemos utilizar la palabra tolerancia como coartada para lo que es muy común en el siglo que vivimos: el relativismo. Todo da igual y no hay compromiso con nada. La verdad no hace falta buscarla simplemente porque no se va a conseguir.
Si  nos acercamos más a nuestras relaciones diarias, puede que estén marcadas, así creemos, por la tolerancia. Puede que así lo sea, si con ello nos referimos a las diferencias de pensamiento, raciales o religiosas. Pero ¿realmente es así?
Se dice que todos somos iguales ¿qué se ha querido decir? ¿nos comportamos como si realmente todos fuésemos iguales? Creo que nos hemos equivocado en los conceptos. Somos diferentes. PERO, todos y cada uno de nosotros TENEMOS LA MISMA DIGNIDAD Y LOS MISMOS DERECHOS. Precisamente las intolerancias surgen del no reconocimiento que somos diferentes. Que cada uno de nosotros piensa, actúa y siente de manera distinta. La sabiduría popular ha reflejado esta realidad en el dicho que dice: “Cada cabeza es un mundo”. Por lo cual el mundo del otro me puede parecer extraño y difícil de comprender.
Pero también es cierto que cada mundo interior posee una belleza única que puede ser admirada y reconocida por mí. Solo alguien que se enceguezca puede no constatar la consistencia de esta afirmación. Constantemente se toman decisiones, por ejemplo en la familia, exactamente porque no todos son iguales, ni necesitan de las mismas cosas. Una familia grande cuenta con abuelos ancianos, padres, tíos, primos, sobrinos, hijos y, quien sabe, si hasta nietos. Cada quien tiene diferencias que no van en detrimento de la unidad, sino que la favorecen. Aplicar una tabla de responsabilidades idénticas para todos luciría, cuanto menos, como un disparate. Una conducta infantil en una persona de cuarenta años no tiene la misma valoración que en una de nueve. Todos somos iguales dentro de la aceptación de las diferencias naturales.
Pero esto, que debería ser obvio, es tarea pendiente para muchos de nosotros.
Normalmente la gente establece como patrón de conducta universal lo que corresponde a su manera ver las cosas. Alguien diría que se le exige a los demás las virtudes en las que yo soy hábil, y se dispensa a los demás lo que me dejaría mal parado a mí mismo. Si la tolerancia puede padecer de relativismo, la intolerancia padece de primitivismo.
La tolerancia debe ser oportunidad para crecer y dejar crecer. Para buscar y dejar buscar. No para esquivar los problemas o necesidad de diálogo, sino para servir la mesa donde los diferentes podrán sentarse. La tolerancia no puede igualarse a la sordera, sino al diálogo.
Pero para ello hace falta hacer un suave pero pronunciado giro interior: aceptar que se es incompleto y los demás me complementan. La simple apertura a la otra persona o a culturas diversas resulta enriquecedora, porque el otro me complementa con su mirada diferente. Comprender las diferencias me permite, además, entender las luchas y el camino de cada quien. Que lo que es fácil para mí no es fácil para el otro. Y yo no lo puedo sustituir a él, como él o ella no puede sustituirme a mí.
Lo que sí resulta pernicioso es cuando la habilidad en cierta área, o el éxito en cierto campo, se transforman en gradación social: escalafón de superioridad. Las intolerancias basadas en sentimientos de superioridad esconden inseguridades y complejos. Y a veces la intolerancia usa de los defectos de los otros para repetirse a si mismo una y otra vez que el pantanal de los otros nos enloda la propia vida.
Tolerancia sin humildad es una utopía. Quien se siente a gusto consigo mismo sin negar las propias luchas, conflictos y limitaciones, ese puede ser que esté vacunado contra los sentimientos de superioridad. Y la tolerancia no será compasión dadivosa ante las torpezas ajenas, sino será cercanía de búsqueda que contempla el escenario de la vida humana como un camino constante de superación.
Pero para ser tolerante debo mirar primero mi propio mundo interior. Aceptarlo como mío. Ver realmente lo que soy y lo que no soy. Descubrir que a pesar de mi miseria interna puedo cambiar, puedo ser mejor, al igual que los demás, y que lo que me molesta del otro quizás no sea lo que él es, sino lo que realmente soy yo y debo modificar para lograr la plenitud humana.
Mirándome de cerca y con atención descubro que no puedo pedirle al otro, lo que yo no soy, o lo que creo ser sin serlo. Tolerancia no es otra cosa que verdadera honestidad y humildad. Primero conmigo misma, pero también hacia los demás. Y cuando digo honestidad no me refiero a esa falsa honestidad que solo busca mirar la miseria del otro, sino aquella que descubre la belleza y la capacidad de “ser” del otro. Humildad para reconocer que esa belleza está en el otro y que posiblemente yo misma no la posea. Pero que puede, si lo permito, complementarme.
La plenitud humana está fundamentada en la tolerancia, en la aceptación del otro y de su mundo, con el debido respeto, con el que quiero que se acepte y respete el mío propio.
Tolerancia no es pasividad ni relativismo. Es la actuación constante del que busca amar, crecer y realizarse.
Intolerancia es todo aquello que busca negar mi mundo interior, que se rehúsa a amar, que opta por un universo infantil y primitivo, y que se encierra en su  idolatría. Que fabrica “seguridades” para no darse cuenta que vivir tiene mucho de intemperie.
TOLERANCIA: amor sin condiciones.

viernes, 18 de marzo de 2011

EL SENTIDO DE LA ESPERA

En el mundo de lo inmediato esperar es visto con desprecio. La tecnología hace vivir la fantasía que todo es realizable en este preciso instante, sin otra limitación que la capacidad económica para trasladar los sentimientos y sensaciones de una esquina a otra del planeta, y del pasado hasta el futuro, confundiendo lo real con lo sentido y experimentado. Nunca se confunde con lo reflexionado y asumido.
Por lo tanto es frecuente observar que en éste mundo de sensaciones y de inmediatez a veces nos vemos confrontados con la realidad del tiempo; y es que de alguna manera percibimos que el tiempo es nuestro enemigo, cuando en realidad el tiempo puede ser nuestro mejor aliado.
El meollo del asunto es que nos gusta controlar todo y satisfacer nuestros requerimientos o necesidades como mejor nos plazca, por lo que nos gustaría también poder controlar el tiempo, pero ¡ojo!, no el tiempo que nos ayuda a perfeccionarnos en la disciplina bien llevada, en el hábito, en esos manejos del mismo que nos hacen ser fructíferos emocional, física y espiritual sino el tiempo que caprichosamente queremos doblegar para conseguir a toda ultranza lo que consideramos que es inminentemente necesario.
Un ejemplo sencillo de esto es el de un niño que pide un helado a la mamá; ella le responde que en diez minutos puede concluir la actividad que la tiene ocupada y lo complacerá; sin embargo el niño la comienza a presionar, coaccionar, manipular porque caprichosamente quiere doblegar el tiempo y conseguir lo que quiere. A diferencia del niño que se levanta temprano para no llegar tarde a sus clases. En ambos casos el manejo emocional del tiempo es completamente distinto.
En el primer caso el niño no posee la madurez necesaria para entender como su intervención caprichosa e intolerante en el que desea manejar el tiempo obstaculiza el desenvolvimiento de las actividades de la mamá, que en algunos casos puede traer repercusiones importantes en todas las dimensiones familiares, sociales y laborales. Por el otro lado, se observa al otro niño que maneja con madurez el tiempo; entiende la necesidad de su puntualidad para sus clases, y así mismo entiende y busca respetar las necesidades de su entorno familiar.
Y es que la madurez de una persona también puede medirse por el manejo del tiempo. Tener la capacidad de entender que ciertos procesos no se pueden saltar o vivir de manera instantánea, sino vivir cada uno de ellos con todas sus posibilidades pero también con todas sus limitaciones.
Así como un buen vino necesita de varios años en una barrica de cedro para adquirir el cuerpo y el aroma exacto de su marca, así debe ser el ser humano. Requiere tiempo, experiencia y reflexión alcanzar progresos importantes en el proceso de ser persona.
A veces nos comportamos como el niño intolerante, incapaz de esperar para obtener lo que desea, sin medir las consecuencias de nuestras acciones porque “yo y solo yo” puedo entender y manejar el tiempo. Porque la impaciencia ha nublado mi raciocinio y mi aspecto visceral es el que responde a todo lo que deseo sin tomar en cuenta el proceso importante del tiempo.
Paciencia es la capacidad de espera. Puede parecerse a aquel fotógrafo de la vida silvestre que pretende retratar aspectos de la naturaleza que requiere de su vigilante cautela para accionar la cámara en el momento preciso. Todos los preparativos, que son ignorados por la mayoría de las personas y no cuentan con el brillo necesario para ser narrados, resultan imprescindibles y fundamentales para el resultado de la perfecta fotografía. Es el arte de saber esperar. De considerar que la espera tranquila forma parte de la vida, no como un desecho que hay que arrastrar, sino la actitud que incuba el proceso de transformación.
No debemos confundir la paciencia, por lo tanto, con la pasividad, la indiferencia o una resignación mal llevada. Esta, está impregnada de esperanza.  Es ardua. No desfallece a las primeras de cambio. Su meta se encuentra en el horizonte. Entiende que debe marcar camino. La verdadera paciencia es prudente pues conoce el momento preciso en el que puede alcanzar la meta. Por lo cual no violenta eventos ni situaciones. Posee la capacidad de diferenciar lo realizable de forma inmediata y lo que requiere de mayor tiempo, sin el soborno del desaliento. Por eso la paciencia nos lleva al importante mundo de la madurez psicológica, y es allí cuando entendemos que no podemos ni debemos precipitarnos. Es sabio decir y entender que TODO TIENE SU TIEMPO DE SER.
Crecer como persona implica tener una gran capacidad de espera, no solo con otros sino con uno mismo. Entender que durante algún tiempo pudimos haber vivido de manera equivocada y que redireccionar esta realidad a otra más fructífera tomará tiempo y paciencia.
Es común que muchas personas se me acerquen agobiadas por el peso de su pasado, queriendo crear un presente y un futuro distinto. Pero uno de los grandes obstáculos que encuentro es que quieren un cambio inmediato, como por arte de magia. Y es que cambiar, transformarse, ser persona toma tiempo y energía. Quizás en algunos casos pueda parecer lento, pero esa lentitud es sinónimo de seguridad, de firmeza, de consolidación.
La paciencia trae recompensas y sorpresas maravillosas que con su fascinación nos deslumbran. La paciencia justa es el verdadero arte de amar. Nos permite esperar con tranquilidad y entereza, hacer los cambios necesarios para que podamos ser persona, así mismo con los que nos rodean.
Por lo tanto, decido amarme a mi misma, teniéndome la justa paciencia que necesito, entendiendo que muchas de mis limitaciones podrán desaparecer mañana, pero que otras permanecerán para crear en mí una gran fortaleza personal.
En la medida en que me expreso amor a mi misma y a los demás a través de la paciencia, podré también ser recipiente del mismo.
El reloj no está en mi contra.
Está a mi favor.

viernes, 11 de marzo de 2011

EL ÁNGEL DE LA VANIDAD

Muchas veces la gente piensa en la vanidad como algo relacionado con la belleza  física. Pero ¿qué es en realidad la vanidad? ¿Hasta dónde trasciende?
Con todo, la vanidad viene generalmente representada por el espejo y la coquetería de una imagen femenina, que se refleja en él. Puede que como símbolo sea acertado. Pero solo como símbolo. La vanidad no se refiere únicamente a las mujeres, pues todo ser humano puede también ser vanidoso a su manera.
La palabra vanidad viene del latín vanitas, que está relacionado con vano, vacuos, que es vacío. Aunque no sea el sentido original, sirve tener una noción del término si nos acercamos a su uso en arquitectura: vano es un espacio vacío en las paredes, donde normalmente se puede colocar un adorno, como un busto, o una ventana. No tendría sentido que el espacio no se aprovechara, que no pudiese embellecerse la estructura como tampoco tendría sentido embellecerla a costa de hacer más frágiles los muros de la construcción.
Los antiguos eran capaces de descubrir nexos que relacionaban lo que pasaba en el mundo físico con el interior de las personas. Así vemos, antes que nada, que la vanidad indica vacío o vaciamiento. Una carencia de sentido, valor o significado; una especie de inexistencia, espejismo. El espejo no es reflejo-reflexión de la realidad (la palabra que da origen a reflexión y reflejo es la misma), sino que deforma lo que haya, si no es inventado, para engrandecer el ego. Pero este vacío (vanidad) debilita a la persona: al centrarse en algo insustancial, va paulatinamente perdiendo soporte y haciéndose más vulnerable. Quizás sea por esto que el debilitamiento debe ser compensado con el orgullo, la arrogancia.
Y es que en muchos casos se puede o se quiere confundir la belleza con la vanidad. No sólo la belleza física, sino todo aquello que pudiendo ser belleza interior o espiritual se pueda disfrazar de vanidad.
La imagen del ángel, hermoso y espiritual, quiere indicar una vanidad que va más allá de la corporeidad: por su autocomplacencia termina degradándose en renuncia de su esencia espiritual.
Y es que la vanidad no es un problema externo ni siquiera en los casos en los que existe un desmedido aprecio por los atributos físicos. Si así fuera, el remedio se obtendría por medio de la autoflagelación, mutilación o deformación. La vanidad siempre es un problema interior, espiritual en el sentido amplio de la palabra. Y enferma no solo de forma moral sino hasta psicológica. Es un aprecio desmedido o irreal tanto por la apariencia física como por otras tantas facetas como el prestigio, la fama, el estatus, la inteligencia, el éxito, el dinero… Es decir, todo aquello que supone un reconocimiento social que denote superioridad puede ser motivo para envanecerse.
Lo cual resulta de alta peligrosidad para quien enfrenta la vida desde el desafío de crecer. La atención centrada en el ego paraliza, se queda sin cimas que escalar, sin compromisos. Está demasiado ocupado en agasajarse a sí mismo. Pues suponiendo que está libre de la vanidad de la apariencia, deja colar otras formas de vanidad. Como alguna narración del mundo monacal ha indicado, un monje puede envanecerse hasta de su pobreza, del hábito raido, de su conocimiento sobre la Sagrada Escritura o de su capacidad de oración… Y un profesor podría hacerlo de su erudición, cosa que le incapacita para dedicarse al arte de enseñar. O un médico podría envanecerse de su pericia, perdiendo de vista el encuentro con el ser doliente…
La vanidad de cualquier tipo, se da en mi vida porque hay un vacío, porque el vacío se hace más profundo cuando decido ignorarlo y pienso que puedo compensarlo llenándolo de diversas cosas, status social, académico, o cualquier cosa que me haga creer que estoy en la cima del cielo cuando en realidad mi verdadero yo se va debilitando o derrumbando con el huracán de la vanidad.
La vanidad no me permite tomar decisiones correctas, la vanidad escoge erróneamente todo aquello que me pueda hacer sentir importante cuando en realidad estoy escogiendo toda la ruina de mi mundo interior. Y ¿por qué no? A veces también de mi mundo familiar, de mi entorno social y tristemente de mi mundo espiritual.
La vanidad es una obstrucción en la vista que me impide mirar en dirección hacia el horizonte y hacia el futuro, a causa de un ego inflado e inventado. Quizás porque es una cortina de humo irreal para sentirme a gusto conmigo misma… o porque escoge aspectos reales llevándolos a la exageración para esconder complejos, deficiencias y vergüenzas,
La vanidad, por otro lado, es desordenada. Va saltando de un lugar a otro, dando la apariencia de mucha ocupación, llevándome a lugares y situaciones distintas que me muestren a mi ego como muy ocupada por todo aquello, cuando en realidad lo que quiero es no mirar el vacío que hay dentro.
Pero ¿cómo entonces solucionar mi vanidad? Simple: descubro la humildad que no es otra cosa que mirarme internamente con honestidad, ni sumando ni restando, solo la verdad. Mi verdad, que puede ser miseria, pero que también puede ser, si opto por ello, plenitud.
Si mi vacío es el desamor, opto por amar. Si mi vacío es la carencia material, opto por los más necesitados. Si mi carencia es estatus social, vale la pena preguntarme “¿acaso ser plenamente humana no es suficientemente para mí?” Y así podría hacerme innumerables preguntas sobre mi vacío, pero también obtendría innumerables respuestas para no estar así.
No quiero ser como el ángel que por vanidad perdió su espiritualidad.
No quiero ser persona que pierda su humanidad.
Quiero ser lo que deseo ser alcanzando la plenitud de la verdad.

viernes, 4 de marzo de 2011

LA MÁSCARA DE LA IRA

¿Cuántas veces ha aparecido en nuestras vidas alguien con sentimientos encontrados, por creer que está siendo víctima de un ataque de ira cuando está legítimamente molesto por algo?  Puede ser que falle la capacidad de reconocer en nosotros ciertos sentimientos, pero puede ser también que no estemos acostumbrados a mirarnos. Se confunde la molestia con la ira y, quizás, se suma nuestra incapacidad para aceptar que somos humanos.
Ira y molestia no son la misma cosa. Puede que para tradiciones como la budista, controlar incluso la molestia sea un objetivo. Pero para el mundo occidental, tan bombardeado a causa de tantos estímulos y en sociedades abiertas y plurales, desafiadas desde un sin par de frentes, la molestia puede no solo ser algo común, sino algo legítimo. Pero esa molestia, como reacción proporcionada y justa ante cierto evento, que implica una manera de vivirlo y manejarlo, es distinta de la ira. Para usar una imagen: una cosa son las fogatas dispersas en el ambiente nocturno de la sabana africana y otra… un voraz incendio que todo lo consume.
Y la ira se parece a un incendio. Arrastra a la persona, obnubila su raciocinio y percepción, le lleva a cometer imprudencias y torpezas que, consumida las energías acumuladas, recoge las cenizas de lo que antes fueron las relaciones en plena primavera. En verdad es poderosa la señora ira.
En la actualidad observamos dos claras tendencias: una, la demostración desinhibida de la ira, donde se alaba y ensalza todo tipo de conductas motivadas por ella (agresiones físicas, agresiones verbales, irrespeto a valores y normas de la sociedad…). Esta ira no necesita máscaras. Se muestra tal y como es, pero con iguales resultados catastróficos.
Por el otro lado se observa que la ira no puede nunca ser considerado un valor, puesto que supone descontrol. Porque luce, mírese como se mire, un aspecto primitivo. Porque la sociedad reprime moralmente y aísla al iracundo que hace trizas el “sereno” tejido de las relaciones.
Debe ser por esto que la ira se esconde. Se disfraza. Hay que aparentar. Que los demás no lo noten. Que yo mismo no sepa que lo que vivo tendrá muchas máscaras, pero un solo nombre: la ira.
Así que el primer recurso consiste en guardar la compostura, reprimiendo (no resolviendo) los motivos de la ira. Algo así como que, arda lo que arda, que no se vea el humo. O como aquellas familias tan preocupadas por las formas sociales que, en lugares públicos, acallan el llanto de sus hijos, sin importarles la razón del mismo, a cualquier precio. Personas con apariencia de controladas, cerebrales, sin una fisura en el rostro que delate la más mínima emoción, perfeccionistas, intolerantes… pueden ser personas que internamente navegan por las tormentosas aguas de la ira. Toda la rigidez no va dirigida únicamente para convencer a los demás, sino que funcionan como ollas de presión, como cajas blindadas inmunes hasta para los rayos X, que ahogan las arcadas de sus emociones.
Pero, en este mundo, la etiqueta ayuda a cuidar las formas. Así, por ejemplo, se da también en la persona de cuidadosa apariencia y maneras. En oportunidades, la ira se destila en lo que se llama “agresividad pasiva”: gestos medidos, una palabra, un comentario en un tono perfecto… lleva una carga letal, proveniente de los más oscuros rincones de la psIque.
Por lo tanto, en el mar de la tranquilidad las aguas profundas son de numerosos torbellinos. Entre otras cosas porque tanta perfección externa es apariencia que oculta disconformidades latentes. Los arrebatos reales de ira, muy en el fondo, tiene como diana mi propio yo. El desmoronamiento paradisíaco de la inocencia revela desnudeces que no se digieren.
Así, pues, la ira se enmascara: personajes irreprochables, con “alto” sentido de la moral, que saben manejar su tiempo de manera “puntual”; de alto sentido del compromiso social, “disciplinados”, indoblegables, sin que nada ni nadie los detenga. En otras palabras: una máquina. Porque reconocerse humano significaría descifrar todo lo anterior de manera distinta. “Alta moral” podría traducirse como “conflicto interno de naturaleza moral”. “Puntual” vendría a decir “extremadamente riguroso y perfeccionista”. “Indoblegables” se podría sustituir por “intolerantes”. Y así podríamos ir describiendo un sin fin de actitudes y comportamientos que en el fondo más que virtudes no son mas que ira reprimida.
Lo sano sería poder preguntarme de donde proviene esta ira. Qué conflicto interno no resuelto me arrastra a tal punto que sea la ira la que controle mi vida, mis emociones, mis respuestas y decisiones. Además que, aparte de todo lo que acarrea en el fuero personal, en el ámbito social de las interrelaciones humanas también es causa de caos.
Es que al otro le exijo que haya superado los conflictos que yacen en mi interior sin solucionar. Es pues, cuando comienzo a darle cada vez más poder a mi ira, que me convierto en super-héroe, un vulgar superman envuelto en la fantasía de ser ideal, pero que a la más leve exposición con la kriptonita de la verdad, esta me pone en contacto con mi realidad interior y me convierte en simple criatura vulnerable.
¡Ojo! Necesito recordar que ser plenamente humana es tener la capacidad de poder contemplar mi miseria pero aún así saber que puedo y debo alcanzar la plenitud.
Para poder enfrentarme con la ira y disiparla, primero tengo que acercarme a mi realidad interior con mucha honestidad, pero sobre todo con mucha humildad. Debo dejar de seguir negando esa realidad en mí, aceptar que la ira me controla, buscar la ayuda que en ese momento sea necesaria, comprometerme conmigo misma a trabajar en este difícil y duro proceso de humanizarme. En otras palabras, dejar de ser una máquina funcional.
Y, lo más importante, quizás descubrir que, en términos generales, el conflicto interno que promueve mi ira no es un conflicto con otros, sino conmigo misma.
¿Qué escondo? ¿Qué oculto? ¿Cuál es mi verdad? Quizás otros no puedan entender lo que soy y mucho menos aceptarlo, pero soy yo misma quien debo entenderme, aceptarme y reconciliarme conmigo misma.
La verdad y sólo la verdad me hará libre.