viernes, 30 de marzo de 2012

PSICOLOGIZANDO...


En los tiempos actuales se extiende, casi que a igual velocidad con que se multiplican los cursos y libros de autoayuda, cierto aire de sofisticación salpicado por un palabrerío extraído de las canteras de la psicología.

Esta curiosidad por la Psicología, que debe ser bienvenida, puede perder todo su brillo si sucumbe a la tentación de creer que se puede formar psicólogos “en serie”, barnizados de elocuencia. Además que resulta sospechoso que, en vez de ayudar a la propia introspección y a la lectura personal y apasionada de valiosos escritos, sirva para señalar, acusar, amordazar y etiquetar a las demás personas.

Así, entonces, uno se enfrenta a diagnósticos efectuados por iniciados en lugares tan dispares como panaderías, cafés, restaurantes, salas de espera, en el atrio de las iglesias  o durante las visitas de cortesía.

Quien se asoma a lo que es “autoestima”, los mecanismos de defensa tales como la proyección, enfermedades como la depresión, los sentimientos de culpa y tantos otros, sin incluir con el resto de trastornos, se cree autorizado para emitir diagnósticos a diestra y siniestra, sin la debida formación, entrenamiento, ojo clínico y pruebas auxiliares.

Esto sin mencionar a los que de carambola se empeñan en extraer confidencias y brindar tratamientos, sean verbales o por infusiones. Desconocen lo peligroso que puede ser azuzar a los demonios escondidos en la caja de Pandora que existe en el inconsciente.

Y no es extraño que me consiga en el consultorio a personas que ya vienen con su diagnóstico y tratamiento… por supuesto que equivocado. Depende de la situación, me toca arremangarme la blusa para enderezarlo, sea que cueste un poco más o un poco menos.

Pero detrás de esto se esconde otra realidad, que es la que quisiera compartir: este afán de “psicologizar” todo, lo que es y lo que no es, ofreciendo diagnóstico e, inclusive, descalificando, no es otra cosa que deshumanización. No solo deshumanización porque  al tratar a la otra persona como enfermo, y yo verme como inmune a cualquier enfermedad, creo una distancia artificial muy conveniente (pero no necesariamente verdadera) para reforzar mi tranquilidad. Me deshumanizo porque dejo de brindar lo que cualquier persona podría esperar y lo que genuinamente cualquier persona podría dar: la propia compañía.

Este sencillo hecho de estar presente es válido en la mayor parte de los casos, y más si se trata de un profesional de la Psicología. Efectivamente, lo primero que busco que capten mis pacientes, cuando llegan por primera vez a la consulta, es que yo estoy presente para ellos. Lo cual significa, simple y llanamente, que estoy humanamente allí, para escucharles, verles, comprenderles, acompañarles y, desde estos presupuestos, ahondar en la psicoterapia hacia todas aquellas áreas que haya que abordar.

No significa que no indique lo que sea causa de malestar para la persona; lo hago siempre que sea necesario para el bien del paciente, buscando que tome conciencia, que también lo vea y que sea la primera persona que se comprometa con sus propios cambios. Pero siempre lo hago haciendo sentir a la otra persona que yo estoy allí con ella.

Muchas veces sentimientos como soledad y abandono no son subjetivos sino muy reales. No pueden ser eludidos sencillamente con una falsa descalificación psicológica. No siempre están anclados a retorcidas patologías, que por responsabilidad la persona no formada debería abstenerse de señalar. En muchos otros casos la demanda de atención y compañía es real y, si organizáramos nuestras vidas con esta sencilla premisa, seguramente la soledad haría menos estragos en nuestra sociedad.

Porque la soledad no siempre es síntoma de algún tipo de patología. También puede ser un gran causante o medio de cultivo para que las patologías prosperen. Tener estilos de vida lo suficientemente flexibles como para que quepan las demás personas, es una urgencia vital.

Lo mismo se podría decir con respecto al abandono. En una sociedad que quiere ser efectivista, o sea, que valora las acciones por los resultados concretos que produce, lo que no produce efectos inmediatos no tiene valoración ni reconocimiento.

En vez de usar de forma sospechosa y defensiva un argot de corte psicológico, abandonando a la otra persona para que supuestamente asuma su propia responsabilidad, se debería tener en cuenta el efecto terapéutico de la apropiada y cálida compañía, inclusive en los casos que fueran irreversibles.

El dolor no desaparece porque se evada, o la muerte no va a seguir de largo si cerramos a ella nuestros ojos. En ambos casos, que son extremos, una presencia atenta son paliativos irrenunciables. Lo comprueba tristemente los casos de las personas que buscan durante años a familiares desaparecidos en cualquier circunstancia.

No es esa compañía entrometida sino aquella prudente que conoce los límites que no debe traspasar… y que reconoce también cuáles son las fronteras que no se pueden cruzar sin que se estuviese atentando contra la lealtad y el debido acompañamiento.

No todo en la vida es Psicología ni todo es psicológico. Por lo menos no todo debe abordarse desde ese punto de vista. Lo humano es mucho más rico y amplio. Si no pensemos en lo que una canción puede provocar en aquellos que se aman pero que están alejados por las más variadas circunstancias.

Veamos el efecto de una carta o una llamada telefónica de un hijo hacia su padre o de sus padres hacia sus hijos. Consideremos la importancia de la palabra, que no siempre alcanza la majestad de la poesía pero que a ella tiende, para reafirmar convicciones, esfuerzos, sacrificios en cantidad de situaciones.

La psicología no es solo la ciencia que estudia el comportamiento humano. Es el buen uso de nuestra mente y capacidades para que este mundo sea un lugar digno para vivir, para crecer como seres humanos.

Evitemos psicologizar todo de buenas a primeras. Ante todo, somos humanos, y esa humanidad se traduce en cantidades de afectos, sentimientos y emociones. Sería un gran error querer encasillar todo en la ciencia de la psicología cuando lo que en realidad tenemos que hacer es reconocernos y reconocer al otro dentro de nuestra humanidad.

Si pudiera contabilizar la cantidad de pacientes que he visto en mis casi 30 años de ejercicio, me atrevería a decir que la gran parte de ellos no sufría de ningún problema psicológico ni trastorno mental; sólo necesitaban ser escuchados, atendidos, y sobre todo, ser amados.

Recuerda, la fuerza que mueve el mundo es el amor.

sábado, 24 de marzo de 2012

¿PASADO DE MODA?


Como en alguna ocasión he compartido, a los 16 años ya me hallaba fuera de casa. Otro país y otra cultura me habían acogido para iniciar mis estudios universitarios. Supuso, obviamente, una gran oportunidad para mí, apoyada en la confianza de mis padres. Y, con el pasar del tiempo, vi como otros connacionales abandonaban la carrera emprendida. Pero también vi como otros, de diversas nacionalidades, sucumbían en experiencias que los degradaban como seres humanos ¿Cómo es que a mí no me arrastró el torbellino de la droga y el desenfreno, a tan corta edad? ¿Qué fue lo que me mantuvo a flote aún en los peores momentos donde otros se habían rendido? ¿Cuál es el nombre clave para haber podido durante años nadar a contra corriente? ¿Acaso fue casualidad, destino o Providencia? La clave se halla en una palabra: VALORES.

Creo que independientemente de las ayudas que reciban los seres de la vida o un Ser superior, lo que me mantuvo a flote fueron los valores. Si mis padres se aventuraron conmigo en esta empresa, fue porque ellos me habían inculcado valores y yo los había asimilado. Mis mismos amigos y compañeros decían que lo único que podía explicar que me mantuviera exitosamente hasta el final era que yo tenía valores.

Pero los valores es una categoría que está en desuso y decadencia. Se le invoca casi de manera esotérica, sin saber muy bien donde aterrizan. Ya un pensador sospechaba que los hombres elevaban a virtud lo que en el fondo les resultaba fácil de ejecutar a ellos, pero no a los demás; y se cuidaban de hacer lo mismo con aquellos aspectos que les resultaba vergonzosos. De tal forma que los valores se utilizan para justificar lo que normalmente hago, pero no como referencia para lo que debo hacer o debo cambiar. O sea, el problema de los valores termina siendo que cada quien tiene los suyos, a su gusto, y que sirve para apuntar con el dedo acusador a las personas trasgresoras.

Evidentemente que esto constituye un soberano caos y es altamente sospechoso, así como también es letal para el crecimiento personal.

Más a esto se le añade una argumentación propia de las conciencias laxas y del relativismo moral imperante: tal valor, se dice,  es propio de otros tiempos, anticuado o pasado de moda: si quieres estar a la altura del tiempo presente, sin que te deje atrás el carro de la vida, debes prescindir de tal o cual valor. Argumentación tan falaz que solo conquista espíritus ingenuos, personas que desesperadamente buscan eludir por mecanismos de defensa la culpa y, por supuesto, a los adolescentes.

Los adolescentes son especialmente sensibles a la presión social, pero no de toda la sociedad sino de las personas de su misma edad. Puesto que no es un tema teórico sino vivencial, resulta particularmente peligroso. Si bien es cierto que los adolescentes de ciertos ambientes pueden sentir la presión de compañeros a delinquir, los de otros estratos pueden sentir la presión a consumir exceso de alcohol, drogas y sexo. Quien así lo hace asume una postura, ficticia por lo demás, de superioridad.

Pero con las vivencias ocurre que, una vez que las has hecho, no tienes la posibilidad de borrar su huella en la mente. Se podrán asumir para superar, luego de reconocer el error. Se podrá comenzar de nuevo. Pero el impacto de lo negativo está allí.

Otro rango de personas son las que relativizan los valores para justificar situaciones de su vida. En vez de reconocer fallas y errores, en vez de asumir fracasos con hidalguía, movilizan los puntos de referencia. Como si a uno le saliera mal la casa que está construyendo y, para evitar el bochorno, decidiera cambiar a su gusto la normativa de construcción.

Personas que han fracasado sentimentalmente, por ejemplo, después de pretender formar un hogar, justifican el salto aventurado e íntimo a experiencias varias sin fundamento ni futuro. Así pues, está de moda las aventuras, según estas personas, como si estas pudiesen dar la plenitud que se desea o el crecimiento que se necesita.

Menos atrayente que el tema anterior y propio de otras edades es el afán de triunfo a cualquier costo. El triunfo contante y sonante hace que no se valoren las formas de conseguirlo… además de considerar si el triunfo es real o aparente. Una cosa es el poder, que hasta un narcotraficante puede tener, y otra cosa el triunfo, que consigue, por ejemplo, el deportista tras una ardua disciplina. Las triquiñuelas pueden resolver problemas inmediatos pero no brindan beneficios a largo plazo ni ayudan a mejorar el tejido social. Siempre se hará a costillas de otro, además de la propia conciencia.

Realmente los valores, la conciencia y la ética son universales, tanto en la geografía como en el tiempo. Ese asunto de que estén pasados de moda es absurdo, cuando no risible. Es la escaramuza bajo la que se dora la mediocridad. El valor, el respeto, la fidelidad, la compasión, la paternidad y maternidad responsables, la fidelidad en el amor de pareja, la abnegación, la responsabilidad, entre tantos otros ni ha pasado ni pasará. Puede que adquieran matices o consecuencias nuevas, pero siguen siendo puntos de referencia para orientar y juzgar nuestras acciones. Un ejemplo al alcance de todos es Internet: en el mundo virtual todavía no llega un marco legal que proteja sin coartar la libertad. Pero no por este vacio o falta de acuerdo se puede pensar que es lícito difamar a alguien, como no es válido promocionar el terrorismo, la trata de mujeres o la pornografía infantil.

El argumento que dice “tal valor está pasado de moda” pone los valores al nivel de la ropa y la estética. Una forma de vestir, una manera de hablar, un género musical, una personalidad política, cierto libro, pueden estar de moda… y pueden pasar de moda. Los valores no.

Los valores están ligados a la realidad humana. El ser humano es un ser avocado a la acción: necesariamente debe actuar, porque el estar vivo así lo exige. Necesidades tan básicas como el comer y el dormir implican acciones, sin pasearnos por el vestirse, asearse, estudiar, trabajar, formar una familia o dirigir una empresa o una comunidad. El valor es criterio de acción o de omisión: opto por hacer algo o dejarlo de hacer. Está por encima de las simples necesidades e impulsos, que la experiencia reconoce como malos consejeros.

Y la persona y la personalidad se construyen por la acción: por las decisiones y opciones que voy haciendo en cada momento. En cada decisión se puede ser vivencialmente fiel a un valor, de tal manera que no es una cuestión teórica sino también práctica: se reconoce lo que se experimenta ser fiel a un valor, que pasa a formar parte del patrimonio interior de la persona.

El valor no es simple fidelidad ocasional: es fidelidad a un camino. Los valores cuidan a la persona de desviaciones que le alejen de la meta propuesta, independientemente de cual sea dentro de los parámetros éticos. Gran cosa es que en algún momento caigamos en cuenta que los valores han minimizado errores y potenciado oportunidades, cosa nada despreciable en estos momentos de confusión colectiva y generacional.

Crecer como persona no es fácil, pero un comienzo para retornar al camino perdido es recuperar los valores. Y tener la conciencia clara  que deben ser transmitidos a las nuevas generaciones. Solo así lograremos ser lo que deseamos ser: una persona plena en una sociedad enriquecedora.

sábado, 17 de marzo de 2012

BELLEZA SIN LÍMITES


Tengo la oportunidad el día de mañana de estar, a primera hora, en un canal de televisión local. Me pidieron que tocase el tema, de pavorosa actualidad, de la anorexia y la bulimia y su relación con las redes sociales. Es curioso que estas formas de conectarse puedan ser tan tremendamente deshumanizadoras. Además que seres, en ocasiones, anónimos, sin rostros, destruyen los rostros de los seres reales.

Pero el propósito, en esta ocasión, no es enfocar la atención de ustedes en un problema de la envergadura de la anorexia o la bulimia. La intención es pedirles que me acompañen y se sumerjan conmigo en lo que es el ser humano. Porque la anorexia y la bulimia al final lo que hacen es eso: independientemente de su origen, nos distrae de lo que realmente constituye el ser humano: su interioridad.

Hace un tiempo, por aquellos ya lejanos años ochenta, una película en blanco y negro acaparó la atención del público y la crítica, y le mereció tanto nominaciones como premios de la Academia. Se llamaba “El hombre elefante”. Un circo en Inglaterra contaba con la exhibición de un espectáculo grotesco: una masa humana, totalmente deforme y por lo demás desnuda, vivía en una jaula, que podían contemplar cuantos visitaban el circo. Por lo demás, tranquilos y seguros se hallaban los dueños de la carpa en relación con su incapacidad mental. Pues bien, aquel ser que era el asombro y hazmerreir de la gente de su tiempo, logra hacer saber que era una persona de una exquisitez interior sin comparación, privilegiado entre muchos.

Seguramente pocos recuerden la película, y las nuevas generaciones no le concedan el mínimo interés. Pero se transforma en una especie de parábola que denuncia la tiranía del aspecto físico sobre la realidad interior. O sea, la persona tiene valor social en base a su apariencia física.

Pero esto no únicamente en los lejanos años de principios del siglo XX, sino también en la  sociedad actual.

La belleza física o si acaso el éxito y el dinero son los atributos reconocidos.

Esto ya es, de por sí, una tragedia. Pero la tragedia toma colores inauditos cuando los mismos padres introyectan, o sea, introducen en la mente de los hijos en el transcurso de la infancia que esa debe ser la tabla de valoración.

Ese desplazamiento hacia la corteza provoca un vaciamiento terrible. No digo vacío, sino vaciamiento, pues quiero subrayar como permanente el acto de vaciarse. Es un vaciarse constante. Lo que somos termina siendo confundido con lo que aparentamos. O lo que externamente mostramos: ojos, cuerpo, manos, perfección sin interioridad. Sin la capacidad de transmitir eso que nos hace únicos: lo que internamente somos.

Y las tormentas de la vida no pueden enfrentarse desde la corteza, sino desde el interior. Es más, desde la fortaleza interior. Un ser sin interioridad es un ser hueco y quebradizo.

El entorno familiar, sobre todo los padres, tienen el deber de centrar en otra belleza. Es posible centrarse si se le considera valiosa. Si se le considera valiosa y cultivable, y no simplemente “maquillable”.  Puede que algunos finjan ser lo que no son, mas la propia repulsión es inevitable.

Por cantidad de razones las personas pueden ser altas o pequeñas, gordas o flacas, de cuerpos proporcionados o no, con discapacidades o aparentemente sanos. Pero lo que nos hace ser personas es nuestra interioridad: hay personas con algún defecto físico que irradia una belleza interior envidiable. Hay personas que sufren discapacidades y su nivel de brindar afecto es superior al promedio. Hay personas que llevan en su cuerpo algún tipo de lesión y tienen una capacidad única para conectarse con el dolor ajeno y mostrarle el camino de la superación.

Hubo una mujer que de su rostro, a primera vista, emergía solo el tiempo. No la acompañó en su vida ningún producto que detuviese la señal del paso de los años. La exposición al inclemente sol de la India hacía que su piel estuviese más cuarteada que la de otras europeas: me refiero a la madre Teresa de Calcuta. Sin embargo, la bondad de su corazón y de su trato estaba impresos, ciertamente, por una belleza poco común. Una belleza que no es buscada habitualmente, porque no es valorada.

No es que la belleza física deba despreciarse. Es que no puede exagerarse. Y debe estar, cuando existe, en función y en armonía con la belleza interior. Triste resultaría que el ser humano utilizase lo físico para escalar seguridades y privilegios que se le negarían si se pudiese ver su interioridad.

Y el cultivo y cuidado por lo físico puede y debe hacerse por razones de salud, además del bienestar físico y emocional. Lo que no puede es ser un atributo que tiranice a la persona y desgarre el tejido social.

Poner la belleza y perfección física en un plano de franca superioridad, y considerar a todo aquel que tenga algún defecto como prescindible, haría que regresáramos a la antigua Esparta, cuando arrojaban del monte Taigeto a los bebés nacidos con algún defecto.

Ese no es el ideal humano. Pero tampoco la realidad humana. Somos más de lo que aparentamos ser, tanto para bien como para mal.

La  búsqueda de la belleza física que va ignorando nuestra belleza interior puede ser un peligroso enemigo de la libertad.

viernes, 2 de marzo de 2012

HACER DE TRIPAS CORAZÓN


Cuando vamos al cine nos gusta ver una historia bien narrada sobre la epopeya que es  la vida humana. No me refiero a las pirámides de Egipto o a los jardines colgantes de Babilonia. Me refiero historias tan humanas como “La vida es bella”…

Una historia bien narrada en imágenes y trama, en el contexto de la guerra mundial, en el que un padre judío protege a su hijo de arrastrar a lo largo de su vida las terribles sombras de la guerra incrustadas en su mente. Una historia contada desde la candidez del hijo, de manera limpia, en el ambiente de la implacable persecución contra los judíos.

Es triste que nuestra admiración pareciera que se disipa al mismo tiempo que se encienden las luces de la sala y volvemos a nuestra rutina diaria. En lo cotidiano la pauta la marcan las necesidades concretas, a las que respondemos de forma autómata, sin mayores idealizaciones.

Respondemos a la realidad según el dictamen de nuestras emociones, no de nuestras convicciones y compromisos. Hacemos lo básico y nos contentamos con sobrevivir cada día a la rutina, lo cual en ocasiones tampoco es despreciable. Pero cuando tenemos la oportunidad de hacer algo noble, lo consultamos con nuestras emociones: si la emoción dice que no, decimos que no tenemos ganas; si la emoción dice que sí, entonces pueden contar con nosotros.

Y suele ocurrir ¡oh, paradoja! que para algunas cosas nos sentimos de muerte y, para otras, generalmente simultáneas en el tiempo, irradiamos vida por todos nuestros poros: la tiranía de la emoción.

Pero la emoción no está allí por casualidad. De alguna manera llegó. Están los impulsos, pero está también la crianza (quizás permisiva), el ambiente, la cultura… y hasta las estrategias de mercadeo publicitario. Lo que “siento ganas” coincide sospechosamente con lo que “otro” ha querido que “sintiera ganas”. De tal forma que tengo una autonomía hipotecada.

Pero las contradicciones no quedan allí. Porque hay ocasiones en que lo que “siento ganas” se opone a lo que es noble, justo, sublime. Aunque no necesariamente en ese orden: lo noble, lo justo, lo sublime, lo que se debe hacer no cuenta con “muchas ganas a favor”. Lo noble, justo y sublime es inversamente proporcional a las ganas que se sienten de hacerlo. Se valora como justo lo que en el fondo no es apetecible y viceversa.

En la película “La vida es bella” el padre está centrado absolutamente en el hijo. No le pregunta a las emociones lo que les gusta o disgusta. Estas, las emociones, se ven obligadas a apoyar incondicionalmente al padre. Y el padre se eleva por encima de todo lo funesto para mostrarle, como si se tratara del mejor legado que puede dejar para su vida de su hijo, que lo noble prevalece por encima del odio, el desprecio, la maldad. Que lo amó hasta el extremo.

Quizás una de las tragedias de la sociedad moderna es la carencia de convicciones por las que vivir. Y que hacen vivir. Y eso hace que las personas están a merced de las turbulencias de todo tipo. No siempre podemos contar con el impulso de las emociones, como lo hace el surfista con las olas para alcanzar la orilla.

Puede que en oportunidades, que no necesariamente son pocas, podemos sentirnos indispuestos físicamente. Hay personas con horarios de trabajo matadores; hay personas ocasionalmente enfermas; hay personas con contexturas físicas débiles o afectadas. Hay personas agobiadas por el estrés, contaminación, viviendas inadecuadas, preocupaciones económicas, problemas familiares. Hay personas que pueden estar lidiando con situaciones internas,  heridas, complejos, carencias…

Pero eso no debería impedir que, ante los desafíos que nos toque enfrentar, no podamos “hacernos de tripas corazón”.

(En la lengua española, y de uso bastante común en España y Venezuela, se usa la expresión “hacer de tripas corazón” para indicar un gran esfuerzo para enfrentar un obstáculo, y disimular y sobreponerse al mismo, pudiendo ser este el miedo, la aprehensión, tristeza, dolor, preocupación, fracaso, angustia…)

Normalmente nos anima, cuando enfrentamos dificultades, la promesa de un resultado favorable ¿y qué tal si eso no fuera a ocurrir?

En mi profesión puedo conseguirme con personas de pronóstico sombrío, donde poco puede hacer la ciencia fuera de ciertas mejoras, como en el caso de enfermos mentales crónicos. En estos está comprometido su capacidad de razonar, de diferenciar lo real de lo imaginario, presos de los vaivenes bioquímicos de su mente, con un mundo de fantasías donde, sin embargo, se refleja todos su miedos y trastornos. No es fácil enfrentarse con esa realidad que tantos buscan evadir.

Ante la tentación de dejarme quebrar por la desolación, me levanto de mí misma, haga “de tripas corazón” y procuro entrar en los recovecos de su mundo interior. Por las rendijas me cuelo para asomarme a lo que está más allá de lo simbólico. Para encontrarme con esa tragedia donde yo puede, simplemente, hacerles sentir que “aquí estoy”, cuando eso es posible hacerles sentir. Sin distraerme por lo bizarro de sus palabras, gestos o expresiones, palpo su soledad, angustia, miedo…

¿Qué consigo hacer con todo esto?

Por un lado comprender, tanto como persona como profesional. Comprendo y sé que decisiones tomar, que orientación puedo darle a la familia, de qué manera puedo hacer equipo con el resto de profesionales que me acompañan.

Entiendo que como profesional tengo una formación científica. Y la ciencia está al servicio del ser humano y no puede desecharlo cuando ya nada se pueda hacer.

Pero, por otro, envío un mensaje a mí misma: quiero estar por encima de las circunstancias, no quiero dejar determinarme, no quiero que mi capacidad de ser persona esté supeditada al éxito o fracaso, a enfrentar lo fácil y evadir lo complicado, no quiero ser el resultado de las circunstancias sino que las circunstancias puedan ser, en parte, resultado de mi compromiso.

Sí, muchas veces me toca “hacer de tripas corazón”. Y espero en la Providencia que pueda seguir haciéndolo.

Mientras lo continúe haciendo tendré la claridad plena de que estoy entregando mi mejor esfuerzo por ser persona. 

Que mi decisión de usar mi raciocinio y mi voluntad no se encuentran contrapuestas a la emoción, sino por encima de ellas, queriendo así entender que muchas veces las emociones nos traicionan y pueden ser un falso reflejo de la realidad. 

Lo que siento no es necesariamente la realidad. Es por eso que tengo que sobreponerme ante lo que siento para actuar de manera justa, equilibrada ante la realidad.

Intento no dejar que la emoción controle mi vida 
sino el deseo y la voluntad misma de amar