sábado, 17 de marzo de 2012

BELLEZA SIN LÍMITES


Tengo la oportunidad el día de mañana de estar, a primera hora, en un canal de televisión local. Me pidieron que tocase el tema, de pavorosa actualidad, de la anorexia y la bulimia y su relación con las redes sociales. Es curioso que estas formas de conectarse puedan ser tan tremendamente deshumanizadoras. Además que seres, en ocasiones, anónimos, sin rostros, destruyen los rostros de los seres reales.

Pero el propósito, en esta ocasión, no es enfocar la atención de ustedes en un problema de la envergadura de la anorexia o la bulimia. La intención es pedirles que me acompañen y se sumerjan conmigo en lo que es el ser humano. Porque la anorexia y la bulimia al final lo que hacen es eso: independientemente de su origen, nos distrae de lo que realmente constituye el ser humano: su interioridad.

Hace un tiempo, por aquellos ya lejanos años ochenta, una película en blanco y negro acaparó la atención del público y la crítica, y le mereció tanto nominaciones como premios de la Academia. Se llamaba “El hombre elefante”. Un circo en Inglaterra contaba con la exhibición de un espectáculo grotesco: una masa humana, totalmente deforme y por lo demás desnuda, vivía en una jaula, que podían contemplar cuantos visitaban el circo. Por lo demás, tranquilos y seguros se hallaban los dueños de la carpa en relación con su incapacidad mental. Pues bien, aquel ser que era el asombro y hazmerreir de la gente de su tiempo, logra hacer saber que era una persona de una exquisitez interior sin comparación, privilegiado entre muchos.

Seguramente pocos recuerden la película, y las nuevas generaciones no le concedan el mínimo interés. Pero se transforma en una especie de parábola que denuncia la tiranía del aspecto físico sobre la realidad interior. O sea, la persona tiene valor social en base a su apariencia física.

Pero esto no únicamente en los lejanos años de principios del siglo XX, sino también en la  sociedad actual.

La belleza física o si acaso el éxito y el dinero son los atributos reconocidos.

Esto ya es, de por sí, una tragedia. Pero la tragedia toma colores inauditos cuando los mismos padres introyectan, o sea, introducen en la mente de los hijos en el transcurso de la infancia que esa debe ser la tabla de valoración.

Ese desplazamiento hacia la corteza provoca un vaciamiento terrible. No digo vacío, sino vaciamiento, pues quiero subrayar como permanente el acto de vaciarse. Es un vaciarse constante. Lo que somos termina siendo confundido con lo que aparentamos. O lo que externamente mostramos: ojos, cuerpo, manos, perfección sin interioridad. Sin la capacidad de transmitir eso que nos hace únicos: lo que internamente somos.

Y las tormentas de la vida no pueden enfrentarse desde la corteza, sino desde el interior. Es más, desde la fortaleza interior. Un ser sin interioridad es un ser hueco y quebradizo.

El entorno familiar, sobre todo los padres, tienen el deber de centrar en otra belleza. Es posible centrarse si se le considera valiosa. Si se le considera valiosa y cultivable, y no simplemente “maquillable”.  Puede que algunos finjan ser lo que no son, mas la propia repulsión es inevitable.

Por cantidad de razones las personas pueden ser altas o pequeñas, gordas o flacas, de cuerpos proporcionados o no, con discapacidades o aparentemente sanos. Pero lo que nos hace ser personas es nuestra interioridad: hay personas con algún defecto físico que irradia una belleza interior envidiable. Hay personas que sufren discapacidades y su nivel de brindar afecto es superior al promedio. Hay personas que llevan en su cuerpo algún tipo de lesión y tienen una capacidad única para conectarse con el dolor ajeno y mostrarle el camino de la superación.

Hubo una mujer que de su rostro, a primera vista, emergía solo el tiempo. No la acompañó en su vida ningún producto que detuviese la señal del paso de los años. La exposición al inclemente sol de la India hacía que su piel estuviese más cuarteada que la de otras europeas: me refiero a la madre Teresa de Calcuta. Sin embargo, la bondad de su corazón y de su trato estaba impresos, ciertamente, por una belleza poco común. Una belleza que no es buscada habitualmente, porque no es valorada.

No es que la belleza física deba despreciarse. Es que no puede exagerarse. Y debe estar, cuando existe, en función y en armonía con la belleza interior. Triste resultaría que el ser humano utilizase lo físico para escalar seguridades y privilegios que se le negarían si se pudiese ver su interioridad.

Y el cultivo y cuidado por lo físico puede y debe hacerse por razones de salud, además del bienestar físico y emocional. Lo que no puede es ser un atributo que tiranice a la persona y desgarre el tejido social.

Poner la belleza y perfección física en un plano de franca superioridad, y considerar a todo aquel que tenga algún defecto como prescindible, haría que regresáramos a la antigua Esparta, cuando arrojaban del monte Taigeto a los bebés nacidos con algún defecto.

Ese no es el ideal humano. Pero tampoco la realidad humana. Somos más de lo que aparentamos ser, tanto para bien como para mal.

La  búsqueda de la belleza física que va ignorando nuestra belleza interior puede ser un peligroso enemigo de la libertad.

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