sábado, 24 de marzo de 2012

¿PASADO DE MODA?


Como en alguna ocasión he compartido, a los 16 años ya me hallaba fuera de casa. Otro país y otra cultura me habían acogido para iniciar mis estudios universitarios. Supuso, obviamente, una gran oportunidad para mí, apoyada en la confianza de mis padres. Y, con el pasar del tiempo, vi como otros connacionales abandonaban la carrera emprendida. Pero también vi como otros, de diversas nacionalidades, sucumbían en experiencias que los degradaban como seres humanos ¿Cómo es que a mí no me arrastró el torbellino de la droga y el desenfreno, a tan corta edad? ¿Qué fue lo que me mantuvo a flote aún en los peores momentos donde otros se habían rendido? ¿Cuál es el nombre clave para haber podido durante años nadar a contra corriente? ¿Acaso fue casualidad, destino o Providencia? La clave se halla en una palabra: VALORES.

Creo que independientemente de las ayudas que reciban los seres de la vida o un Ser superior, lo que me mantuvo a flote fueron los valores. Si mis padres se aventuraron conmigo en esta empresa, fue porque ellos me habían inculcado valores y yo los había asimilado. Mis mismos amigos y compañeros decían que lo único que podía explicar que me mantuviera exitosamente hasta el final era que yo tenía valores.

Pero los valores es una categoría que está en desuso y decadencia. Se le invoca casi de manera esotérica, sin saber muy bien donde aterrizan. Ya un pensador sospechaba que los hombres elevaban a virtud lo que en el fondo les resultaba fácil de ejecutar a ellos, pero no a los demás; y se cuidaban de hacer lo mismo con aquellos aspectos que les resultaba vergonzosos. De tal forma que los valores se utilizan para justificar lo que normalmente hago, pero no como referencia para lo que debo hacer o debo cambiar. O sea, el problema de los valores termina siendo que cada quien tiene los suyos, a su gusto, y que sirve para apuntar con el dedo acusador a las personas trasgresoras.

Evidentemente que esto constituye un soberano caos y es altamente sospechoso, así como también es letal para el crecimiento personal.

Más a esto se le añade una argumentación propia de las conciencias laxas y del relativismo moral imperante: tal valor, se dice,  es propio de otros tiempos, anticuado o pasado de moda: si quieres estar a la altura del tiempo presente, sin que te deje atrás el carro de la vida, debes prescindir de tal o cual valor. Argumentación tan falaz que solo conquista espíritus ingenuos, personas que desesperadamente buscan eludir por mecanismos de defensa la culpa y, por supuesto, a los adolescentes.

Los adolescentes son especialmente sensibles a la presión social, pero no de toda la sociedad sino de las personas de su misma edad. Puesto que no es un tema teórico sino vivencial, resulta particularmente peligroso. Si bien es cierto que los adolescentes de ciertos ambientes pueden sentir la presión de compañeros a delinquir, los de otros estratos pueden sentir la presión a consumir exceso de alcohol, drogas y sexo. Quien así lo hace asume una postura, ficticia por lo demás, de superioridad.

Pero con las vivencias ocurre que, una vez que las has hecho, no tienes la posibilidad de borrar su huella en la mente. Se podrán asumir para superar, luego de reconocer el error. Se podrá comenzar de nuevo. Pero el impacto de lo negativo está allí.

Otro rango de personas son las que relativizan los valores para justificar situaciones de su vida. En vez de reconocer fallas y errores, en vez de asumir fracasos con hidalguía, movilizan los puntos de referencia. Como si a uno le saliera mal la casa que está construyendo y, para evitar el bochorno, decidiera cambiar a su gusto la normativa de construcción.

Personas que han fracasado sentimentalmente, por ejemplo, después de pretender formar un hogar, justifican el salto aventurado e íntimo a experiencias varias sin fundamento ni futuro. Así pues, está de moda las aventuras, según estas personas, como si estas pudiesen dar la plenitud que se desea o el crecimiento que se necesita.

Menos atrayente que el tema anterior y propio de otras edades es el afán de triunfo a cualquier costo. El triunfo contante y sonante hace que no se valoren las formas de conseguirlo… además de considerar si el triunfo es real o aparente. Una cosa es el poder, que hasta un narcotraficante puede tener, y otra cosa el triunfo, que consigue, por ejemplo, el deportista tras una ardua disciplina. Las triquiñuelas pueden resolver problemas inmediatos pero no brindan beneficios a largo plazo ni ayudan a mejorar el tejido social. Siempre se hará a costillas de otro, además de la propia conciencia.

Realmente los valores, la conciencia y la ética son universales, tanto en la geografía como en el tiempo. Ese asunto de que estén pasados de moda es absurdo, cuando no risible. Es la escaramuza bajo la que se dora la mediocridad. El valor, el respeto, la fidelidad, la compasión, la paternidad y maternidad responsables, la fidelidad en el amor de pareja, la abnegación, la responsabilidad, entre tantos otros ni ha pasado ni pasará. Puede que adquieran matices o consecuencias nuevas, pero siguen siendo puntos de referencia para orientar y juzgar nuestras acciones. Un ejemplo al alcance de todos es Internet: en el mundo virtual todavía no llega un marco legal que proteja sin coartar la libertad. Pero no por este vacio o falta de acuerdo se puede pensar que es lícito difamar a alguien, como no es válido promocionar el terrorismo, la trata de mujeres o la pornografía infantil.

El argumento que dice “tal valor está pasado de moda” pone los valores al nivel de la ropa y la estética. Una forma de vestir, una manera de hablar, un género musical, una personalidad política, cierto libro, pueden estar de moda… y pueden pasar de moda. Los valores no.

Los valores están ligados a la realidad humana. El ser humano es un ser avocado a la acción: necesariamente debe actuar, porque el estar vivo así lo exige. Necesidades tan básicas como el comer y el dormir implican acciones, sin pasearnos por el vestirse, asearse, estudiar, trabajar, formar una familia o dirigir una empresa o una comunidad. El valor es criterio de acción o de omisión: opto por hacer algo o dejarlo de hacer. Está por encima de las simples necesidades e impulsos, que la experiencia reconoce como malos consejeros.

Y la persona y la personalidad se construyen por la acción: por las decisiones y opciones que voy haciendo en cada momento. En cada decisión se puede ser vivencialmente fiel a un valor, de tal manera que no es una cuestión teórica sino también práctica: se reconoce lo que se experimenta ser fiel a un valor, que pasa a formar parte del patrimonio interior de la persona.

El valor no es simple fidelidad ocasional: es fidelidad a un camino. Los valores cuidan a la persona de desviaciones que le alejen de la meta propuesta, independientemente de cual sea dentro de los parámetros éticos. Gran cosa es que en algún momento caigamos en cuenta que los valores han minimizado errores y potenciado oportunidades, cosa nada despreciable en estos momentos de confusión colectiva y generacional.

Crecer como persona no es fácil, pero un comienzo para retornar al camino perdido es recuperar los valores. Y tener la conciencia clara  que deben ser transmitidos a las nuevas generaciones. Solo así lograremos ser lo que deseamos ser: una persona plena en una sociedad enriquecedora.

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