viernes, 28 de enero de 2011

...Y DECIDO AMARME

El tema de la autoestima es recurrente como aspiración. La mayoría de las personas muestran rostros de seguridad, aprecio a sí mismo, como si fueran modelos publicitarios, actores y actrices que estuviesen sobrados en esa área. Lo trágico es cuando los rostros son fachadas sin el aval interior. Y eso es una tragedia de proporciones mayores al simple engaño. Puede que sea intentos confundidos con el éxito pero que no desciende a las relaciones interpersonales o a la relación consigo mismo.
Y es que lo común, lo tristemente común, es que las personas tengan un elenco, una base de datos, con todas las cosas equivocadas que ha habido en su vida: de lo que le desagrada de sí mismo, sus defectos, equivocaciones, fracasos; lo que quise hacer y no conseguí porque no podía o, porque pudiendo, fallé en el intento. A esto se añade todas las decepciones, experiencias desagradables o comunicaciones erradas que se haya podido tener con los demás, con las consabidas heridas o malestares. Y si para alguien esto adquiere resonancia que abarca toda su existencia, se imagina como si un Ser Supremo lo estuviera descalificando, mostrando su insignificancia o en el estrado de los acusados en el Juicio Final. Algunos lo viven, por consiguiente, con notable angustia y dramatismo. Otros dicen no hacerle caso… en su consciente. Y están también los insensibles que han mutilado una parte de su humanidad para sobrevivir.
Y vamos, así por la vida con la enorme carga de sentirnos nada, porque hemos fracasado, porque nos hemos equivocados. Porque no somos lo que otros desean que seamos. Pero sin preguntarnos nunca cuáles son nuestras fortalezas. O ¿Que hay de hermoso en mí? ¿Cómo puedo enriquecer mi vida? ¿Cómo puedo enriquecer la vida del otro? Sin ser capaz de reírme de mí misma, de ser más tolerante conmigo, de tenerme paciente y de animarme a ser cada día mejor. Se dice que el amor es siempre una decisión. Quizás nunca sea tan cierto como a la hora de amarnos a nosotros mismos. Amarnos es no dejar que el pasado nos determine, en primer lugar. Pero es también oportunidad de reconciliarnos con lo que hemos sido, lo que hemos hecho; de tener clemencia de nosotros y por nosotros, sin ser cómplices de nuestros errores. Tomar la decisión de amarse es creer que lo que estuvo mal, estuvo mal, aunque en nosotros existía la facultad de haberlo hecho bien. O sea, lo grave del mal es que, porque yo no soy naturalmente malo, pude evitarlo, y no lo hice. Digerir esa experiencia puede llenar de dolor, rabia y coraje, pero también puede impulsarnos a crecer  como personas. Amarnos es reconocer nuestras potencialidades, las adquiridas y las que podemos desarrollar, aceptar que las usamos mal pero podemos en adelante usarlas bien.
Amarnos, como decisión, es reconocer la importancia que tenemos para con nosotros mismos.
No sé a quien se la ha ocurrido pensar y decir que amarnos es algo malo. Amarnos es algo muy bueno, porque deseamos y hacemos lo mejor para con nosotros. Somos capaces de discriminar lo realmente bueno, inclusive desde el punto de vista ético, de lo que es nocivo. El amarse me hace sentir capaz de grandes cosas y de no dejarme manipular, ni por los otros ni por la sociedad. Amarse es lo que comúnmente se llama “tener autoestima”. Porque me amo, busco lo que es realmente bueno para mi, busco crecer, busco conocerme, busco mirarme interiormente para entenderme, para hacer cambios, para impulsarme a ser persona e, incluso, para descubrir que soy limitada, pero que otros pueden complementarme.
Cuando me amo a mí misma, no busco la aprobación externa sino que me dejo regir por una conciencia clara que me dice lo que es bueno y lo que es justo, no solo para mi bien sino también para el bien de los otros. Me voy amando y voy descubriendo que existe también un arco iris de vida con tonos asombrosamente brillantes y hermosos que no solo hacen mi vida más ligera, sino que también pueden iluminar el camino de otros. Me puedo reír de mi misma. Puedo disfrutar de cada momento de la vida. Puedo descubrir la experiencia del crecimiento en la experiencia misma del dolor, sin ser fatalista, sino con la simple esperanza que también es hermoso ser humano y que el amor que siento por mí misma me impulsará con mayor fuerza a ser lo quiero y deseo ser.
Pero ¿cuál es la tentación de aquel que dice querer amarse? Confundir el amor a sí mismo con el hedonismo y egocentrismo. El hedonista es alguien que complace todas sus pasiones y se hace prisionero de ellas. El hedonista está desequilibradamente pendiente de sí mismo. Sus acciones no son de amor, quizás lo sean de flagelación. El hedonista no es hombre/ mujer de autoestima, porque arriesga su salud física y mental, por no mencionar la espiritual. Su proyecto es cortoplacista: su propia satisfacción sensorial con hipotecas a largo plazo. No ambiciona nada más. Los otros valen lo que vale su satisfacción conjugada en tiempo presente. No hay proyectos, no hay esfuerzos, no hay renuncias, pues nada se espera.
El egocentrista, el otro tipo con el que se confunde el ser tiene autoestima, es uno que mira su ombligo como centro del universo. Una falsa autoestima que engulle todo lo que encuentra para hacerlo pedestal de él mismo, no es autoestima sino egolatría. Pierde la noción de lo real e irreal y sacrifica cualquier relación que no se someta a la propia veneración.
La auténtica autoestima no es encerramiento ni vanidad. Es seguridad personal, no inventada sino real, que valora las posibilidades de desarrollar un proyecto de vida. Que considera que se puede relacionar con las demás personas, no por su tolerancia, sino porque pongo en juego mi riqueza interior y me dejo enriquecer por la de los demás; porque participo en un intercambio vital. Un intercambio vital que hace sentirse que se participa del festín de la vida.
¿Qué hacer entonces? Tomar la decisión de amarnos, no es un acto de la emoción, no es un sentir. Es un acto de la razón que me dice “esto es lo que debes hacer por ti misma”. El amor nunca va desligado de la razón. Muchos han querido que pensemos que es todo lo contrario: que el amor es ciego y loco. Pero no es así. Si así lo fuese, entonces estaríamos constantemente obviando cosas que no son buenas ni sanas para nosotros mismos y para las relaciones interpersonales. Precisamente porque no te amas, se confunde el amor con un torbellino de emociones que te conllevan a mirar a otro de manera “ciega y loca”, olvidándote de ti misma. Y cuando otros desde fuera con más objetividad te hacen el señalamiento indicado, respondes: “es que el amor es ciego y loco”, por no decir que no me amo lo suficiente como para escoger algo mejor para mí. Me conformo con lo poco que pueda recibir. Esto no solo ocurre en la escogencia de pareja sino en las relaciones de amistad, de trabajo, entre tantas otras. No se trata de minimizar a los demás y creernos superiores sino de asumir que debo responsabilizarme de mi vida psíquica, física y hasta espiritual. No solo esto debe ser importante para el crecimiento personal, puesto que mi propio crecimiento termina siendo reflejo de amor para otros, forma de apoyarlos e invitar a que emprendan también la aventura de ser plenamente humanos.
Y por eso, desde lo que soy, asumiendo lo que soy, responsabilizándome de mi vida, decido amarme…

viernes, 21 de enero de 2011

…Y ASUMO RESPONSABLEMENTE MI PROPIA VIDA…


Las explicaciones de lo que somos generalmente llueven de manera torrencial. Y esas explicaciones sobre el presente ¡que sorpresa! se encuentran en el pasado. En el baúl del pasado. O en los baúles… Ahí está todo bien comprimido, doblado y guardado. Pero listo para rebuscar y ser usado. En cantidad asombrosa, con formas variadas y colores surtidos, todo listo para no vivir el presente. En caso de emergencia, a este se acude: “yo soy así porque no me quisieron en mi infancia”, “en mi colegio todos se burlaban de mí”. No es que sea necesariamente mentira o exageraciones. Hasta puede servir para ciertos temas de conversación. Pero un pasado que no haya pasado, más que pasado es un presente avejentado, con olor a guardado. Un presente intrascendente que no cambia nada. Que puede servir para la compasión. O mejor dicho, para la autocompasión. O el auto-castigo. Nos encanta revolver en el pasado para buscar explicaciones que al final no llevan a ningún lado. Como si regresáramos tan solo para ser espectadores de las causas y los causantes.
“Yo soy así, por esto”. Y así voy por la vida buscando razones externas que expliquen lo que soy y lo que soy de manera fatalista, sin esperanza de cambio o de progreso. Todo o todos son responsables de lo que soy: mis padres, mis maestros, mis amigos, mi pareja… y hasta Dios mismo. Porque, por supuesto, es más cómodo decir que soy una pobre criatura antes que asumir responsablemente mi vida. ¿Que ha habido momentos dolorosos en mi vida en los que otros me han afectado? ¡Claro! Todos los hemos tenido. Pero en mí yace la responsabilidad de no utilizar el acontecimiento o las personas involucradas para evitar crecer. Y también yace en mí la voluntad de utilizar la experiencia, por muy difícil o dolorosa que haya sido, para crecer, para ser persona, para asumir mi vida, para ser lo que deseo ser.
No puedo ni debo buscar excusas. Existe mi voluntad y mi raciocinio y, para aquel que crea en la vida espiritual, un Ser Supremo que, sin excluir lo anterior, nos impulsa a cambiar.
Obvio que en la mayoría de los casos hay que mirar el pasado para poder despacharlo del presente. Pero para esto hace falta: 1) aceptar el pasado como pasado, que fue pero ya no es, así que es inmodificable aunque estuvo antes pero ya no esté; 2) aceptar que el pasado es mío y sólo mío, de ningún otro, independientemente de todos los intríngulis que hayan podido ocurrir en aquel entonces. Cuando estas dos cosas no puedan hacerse, hay que echar mano de una ayuda competente.
Quizás he vivido desligada de una parte de mí misma, por lo que me la debo apropiar, de mi historia, de los hechos, de los acontecimientos, de las resoluciones acertadas o no, de las emociones que acompañaron el momento y que quizás siguen estando amnésicas sobre la razón que las trajo de tan lejos hasta estos momentos… y asumo responsablemente lo que voy a hacer en el presente con este presente concreto.
Porque el presente no es la hora que da el reloj en este instante. Es la asombrosa novedad con que nos alcanza la vida, las nuevas oportunidades de enfrentar viejos desafíos en los que quizás fallamos, aunque sea en versiones actualizadas; o cuestiones inéditas que retan a la creatividad y a la humildad, entre lo que puedo hacer sola y lo que puedo hacer con el apoyo de otra persona. La honestidad para saber reconocer cómo, cuándo, con quién y de qué forma resolver una situación o aprovechar una oportunidad.
Vivir en el pasado es una forma sutil de evadir y boicotear el presente, y no necesariamente porque el presente sea amenazante. Esto es lo más grave. Que momentos maravillosos, en los que podemos sentirnos plenos, que hemos resuelto algo con éxito, conocernos más, disfrutar… los dejamos pasar. No nos damos la oportunidad de disfrutarlos. Nosotros y sólo nosotros somos quienes nos los boicoteamos. No las sombras del pasado. Y así vamos por la vida escondiéndonos en las sombras para no ver las luces, luces que al final pueden alimentarnos, enriquecernos, fortalecernos. Luces que disipan las sombras para poder ver la plenitud de lo que podemos, si quisiéramos, llegar a ser.
Y es entonces el momento en que debo preguntarme, cuando me encuentro ante tal realidad: ¿De qué me escondo? ¿De qué huyo? ¿Qué miedo infantil o inmaduro me mantiene esclavizada? Y surge de nuevo la respuesta: del pasado, de los acontecimientos y situaciones que no quiero dejar ir. Porque he estado anclada en ellos gran parte de mi vida, dejarlos ir significaría quedarme en la nada, desnuda. Pero ¿no es eso lo que debo hacer? ¿No tener amarras ni anclajes? Si, es la desnudez de aquel que se prepara para descubrir y recibir la plenitud de la vida. Debo soltar las amarras. Debo ser libre. Debo aceptar con responsabilidad el reto de la vida misma. Quiero ser lo que soy por opción, por libertad. No ser lo que soy por esclavitud. Asomarme a la vida con la inocencia de un corazón de niño. Sin resistencia, sin resquemores, sin condicionamientos. Sólo con el deseo de dejarme moldear por aquello que me haga plena.  Descubriendo que hubo mucha luz también en mi pasado. Y que esa es la luz que yo quiero hacer crecer en mí. Dejarme tocar por ella. Esa luz que también proviene de aquellos que me amaron y que, aún hoy, me siguen amando.
Esto es lo que soy. Lo que soy desde mi presente. Quiero y debo seguir responsabilizándome por mi vida. No hay destinos. No hay un camino predeterminado.  No hay salidas rápidas ni travesías cortas. Solo el camino que debo y tengo que recorrer. Sin armaduras. Sin equipaje. Solo, únicamente solo con mi disposición de ser lo que quiero ser. Recorriendo mi camino, construyendo mi presente, siendo dueña del mismo. Apropiándomelo para ser responsable de el.
Ser lo que quiero, ser lo que deseo ser…
No me conformo con menos.
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jueves, 13 de enero de 2011

… Y CONTINÚO CONTEMPLANDO MI MISERIA… Y A PESAR DE ELLA DESCUBRO QUE PUEDO SER PLENAMENTE HUMANA…

Muchas personas caminan por la vida usando a los demás para evitar el verse a sí mismos. Buscan en los demás la afirmación de lo que son o de lo que creen ser. Evidentemente que tal recurso cuenta con grandes posibilidades de fracaso, inclusive en su aparente éxito. Porque la afirmación se da en la diferenciación: yo no soy así. La lista de defectos y experiencias fallidas ajenas dan un halo de seguridad, de protección, de inmunidad; o sirven para restar importancia o disimular el propio historial.
Pero no solo luce como estrategia equivocada, de hipocresía o falsedad. Sino que aparece tan paralizante como una sentencia condenatoria. Puede ser que no nos asomamos a lo que somos debido al temor que, por algún lado, surja el dedo que señale acusador. Sombras de la infancia que nos están siguiendo. Aprendizajes errados. Inseguridad. Inmadurez.
Y la paralización se da porque me quedo anclada. La renuncia al juego anterior equivale, cree la gente, a una confesión de culpa e impotencia, por lo que ya no vale la pena seguir gastando energía en el juego con los demás. Se ha confundido crecer y disimular; madurar y excusarse. Y no es así.
Esta claro que el encuentro con la propia miseria puede ser desconcertante y desolador. Para quien se ve con honestidad se dice: “ese que está allí, esa soy yo”. Es indudable que tal retrato desata torbellinos de emociones con signo contrario. Se escapan de los silos del tiempo el sabor amargo de la frustración. El historial que se pretendía disimular se sienta en primera fila para ver la comedia de la vida. Viejas heridas rejuvenecen. Y nos damos de bruces con la fantasmal figura del sufrimiento.
Todo esto por la sencilla razón que nos hemos topado con la verdad. Con nuestra verdad. Con lo que somos, a pesar de tantos intentos. La verdad sin disimulos, aquella que se quiso negar. Cerrar los ojos no la hizo desaparecer.
Y en el encuentro con nuestra miseria tenemos ¡oh sorpresa! las primicias de lo que será la cosecha: hemos conseguido desengañarnos ¿cómo podemos construir nuestra vida si nos desconocemos? Y ese desengaño es en tercera dimensión, y no de manera plana y sin perspectiva: usamos equivocadamente ilusiones, tiempo, recursos y energía… pero los usamos. O sea, están allí para poder ser utilizados de nuevo, con la apropiada corrección, hacia metas que sí valgan la pena.
Y el empeño por defendernos, disimular, por insistir en conservar un mundo irreal, puede, si consigue esquivar la tentación del desaliento y escepticismo, reencontrar nuevas energías en el encuentro con lo realmente valioso de la vida. Lo que es valioso por sí mismo.
Entonces volver a comenzar no es solo darse otra oportunidad. O intentar arrancar de nuevo como si nada hubiese sucedido. Es impulsarse exactamente porque pasó lo que pasó. Y del pasado, que no se puede cambiar, de ese se puede aprender. Sirve para crecer en humildad. Sirve para sentirse que se es humano. Que se pertenece a la humanidad.
Y de esta forma la energía que se desperdiciaba en mantener fachadas de utilería se utiliza para crecer. Si no temo mirarme, veré lo que soy. Conoceré lo que me constituye. Sabré lo que puedo fácilmente cambiar, lo que podré cambiar después de cierta marcha, y lo que lamentablemente no podré cambiar, sea tan grave como una enfermedad coronaria o una habilidad en un campo que no es de mi dominio.
Podré direccionar mi vida, en oportunidades con grandes ejecuciones, en otras con la sinceridad de un perdón, que se ofrece, o que se recibe. Es cierto que me seguiré equivocando, porque el equivocarse es de humanos, pero intentaré no cometer dos veces el mismo error. Y ese error se transforma en experiencia divina, porque el perdonar es divino, propio de un Ser Supremo, de aquello que es Infinito.
Cuando soy honesta y me enfrento con mis sombras descubro que también hay luces. Que puedo aproximarme a ellas con humildad, con la claridad de lo que soy, para luego caer en cuenta que es entonces, y solo entonces, cuando esas luces se hacen intensas y se vuelven plenitud. Y es  cuando vuelvo a retomar el pensamiento… cuando caigo en cuenta que sigo contemplando mi miseria… pero que a pesar de ella puedo ser plenamente humana…

Acepto lo que soy, aceptando que puedo ser mejor.

Este blog será renovado todos los viernes en la noche

viernes, 7 de enero de 2011

EL SENTIDO DE LO PLENAMENTE HUMANO

Plenamente humano. Este es el nombre de este blog que pretende ayudar a reflexionar acerca de temas relacionados con la psicología y la espiritualidad.
¿Por qué llamarlo plenamente humano? ¿Acaso nos aproximamos a esas visiones de nueva era en las que la conciencia permite ascender a niveles superiores de humanidad? ¿Acaso nos referimos a seres humanos superiores que dejan atrás al resto de los mortales? Evidentemente que no, y esa ha sido la constante tentación de quienes se afanan por hacer un camino espiritual o también de aquel que simplemente busca crecer y ser mejor persona, sin excluir a aquellos que pretenden hacer ambas cosas.
La experiencia de lo humano conlleva una variedad de registros y colores, como en una sinfónica, que entra a formar parte de nuestro consciente una vez que aceptamos sentirlas, pensarlas y, en ocasiones, padecerlas. Y es exactamente esto lo que nos negamos a hacer. No nos gusta sentirnos humanos. Nos negamos a ser humanos. No nos gusta enojarnos, no nos gusta equivocarnos, no nos gusta sentir que perdemos el control, no nos gusta sentir miedo, no nos gusta sentir frustración, no nos gusta sentirnos vulnerables y limitados, no nos gusta llorar, sentir dolor o sufrir...
Pero tampoco nos gusta sentirnos atraídos por alguien que no corresponde a los parámetros que normalmente hemos usado para valorar a las personas o que no se adecúa a los estándares sociales, porque su atractivo físico deja que desear, o su éxito como profesional es decepcionante, forma o tono al hablar, la edad. Igualmente puede hacernos sentir incómodos sentir amor o preocupación por alguna persona. O que alguien sea motivo de nuestra atención y alegría, sin que necesariamente se sea correspondido.
En otras palabras: no nos gusta ser. Por lo que la variedad de registro que nos hace humanos es pobre.
La humanidad solo viene en rescate nuestro cuando, por ejemplo, somos señalados por los demás. El “es de humanos equivocarse”, o “es que uno es humano” funciona como coartada para, de manera distinguida, hacerle comprender a los demás que somos así y así seguiremos siendo, aunque les disguste o hiera… porque somos humanos. Es el uso manipulado de la humanidad que no sirve para crecer pero sí para defenderse.
Contrario a lo anterior, no se trata de negar la humanidad de cada uno sino, a partir de los matices que puedan experimentarse, asumirlo de manera responsable. No es que fatídicamente somos humanos, como si estuviéramos hablando del destino de los antiguos héroes griegos, del cual no podían liberarse. Se trata de ser responsablemente humanos: estoy viviendo esto concreto, no puedo indilgar a otros la consecuencia de mis actos y decisiones, soy yo quien debo ser timonel de mi vida aprovechando el viento a favor o maniobrando con el viento en contra. Hay arrecifes y en mí está encallar, naufragar o llegar a buen puerto.
¿Qué hacer ante esta realidad? Pues como toda realidad, el camino sano es la de aceptarla. No solo aceptarla sino reconocerla, contemplarla, caer en cuenta que, puesto que somos limitados, otros pueden completarnos. En fin de cuentas, abrazar y reconciliarnos con lo que somos, para finalmente ser, simplemente ser, para poder ser en plenitud.