Quienes me conocen saben de la pasión
con que degusto un buen café. Esa mezcla mágica entre el sabor y el aroma, ese
color tan característico. No en vano algún paciente tiene el detalle de
aparecerse en la consulta armado de un buen café con sus rizos perfumados
trayendo recuerdos de montaña fresca.
Y es que el café forma parte del
ritual matutino: el desvelo termina cuando, luego de limpiar meticulosamente la
cafetera express, dejo que el vapor arrastre el secreto de los granos
pulverizados, los una a la atmósfera y logren condensarse en esa taza de sabor
indescriptible. Para ello cuido, antes que nada, de retirar el café sobrante del
día anterior y los residuos. Los años me han enseñado cuanto puede envilecer a
un café recién hecho la mezcla con los restos del día anterior. Esos mismos
residuos, que adulteran la rica calidad de esta bebida, vigilo que no se
viertan por el desagüe y ocasionen un funesto tapón, en una mezcla casual con
vertidos grasosos.
Como habrán podido percibir, mis
queridos lectores, soy una amante del café. Pero el café hace más que despertar
mis capacidades sensoriales o introducirme a la vida cada mañana. El café
también acompaña mis reflexiones, la manera como veo a un paciente o repaso las
narraciones confiadas en el consultorio.
Creo que la vida es como un buen
café, que nos envuelve con una gran variedad de sensaciones. Hay cantidad de
experiencias, de personas con las que nos hemos encontrado o situaciones que
hemos vivido, que no solo fueron importantes en su momento, sino que siguen
siendo importantes en la actualidad. Recordarlas es, en mucho, como revivirlas.
Podemos volver a sentir la temperatura de aquel momento, los olores, la
sensación de la brisa rozando nuestro rostro, las palabras de aquel amigo, la
escena de ese anciano. Y volvemos a conmovernos y a sacar fuerzas para
enfrentar los actuales desafíos. Nos reconciliamos con las cosas buenas para
enfrentar las no tan buenas. Nos decimos que, si pudimos superar aquellas,
podremos superar las actuales.
Vivir es mucho más que escribir un diario: es
tener todo un inventario de experiencias que nos enriquecen e impulsan. Son ese
buen café mañanero con su aroma y su bouquet, que tonifica nuestro organismo
para comenzar el día, entre lo previsible y lo inusitado.
Pero, al igual que el café, las
experiencias dejan residuos. El café del día anterior no sirve para mezclar con
el café que colaremos hoy. En ocasiones lo que hemos vivido nos parece tan
bueno que vivimos en una continua añoranza por el pasado. Quisiéramos forzar al
presente para que sea una copia al calco del pasado. Y esto puede resultar
funesto. Por hermosa que sea la luna de miel en la pareja, puede servir de
fundamento para continuar integrándose y madurando; pero existirán nuevos retos
que habrá que enfrentar.
Con el tiempo la pareja no resultará tan imprevisible
como al inicio. Muchas experiencias dejaran de resultar novedosas. Pero, no
obstante, sin repeticiones, comenzar a ser padres y madres supone, por ejemplo,
la entrada a nuevas etapas. Y así sucesivamente.
También aquello en lo que hemos
participado, y que no calificamos de bueno, nos afecta. Las acciones y
experiencias, buenas o malas, repercuten para bien y para mal en el presente de
cada uno. Nunca permanecen encerradas tan en el ayer como quisiéramos.
Inclusive cuando suponemos que hemos superado aquel hecho que está en los
orígenes: una separación, una infancia traumática, un vicio… quedan restos,
residuos.
Suele ocurrir con algunos pacientes
que llegan vueltos trizas al consultorio. Luego de varias sesiones comienzan a
sentirse mejor y, antes que les de de alta, abandonan la terapia. Luego de
algunos meses retornan cayendo en cuenta lo torpe que fue la decisión de
considerarse recuperados. Es por eso quizás que los “residuos” de una situación
no resuelta del todo pueden envilecer nuestra existencia.
Los antiguos creían en unos animales
mitológicos llamados “rémoras” que se adherían a las embarcaciones
entorpeciendo la travesía. Eran pequeños pero eran muchos. Así ocurre con estos
residuos de experiencias pasadas: por minúsculos que parezcan no por ello son
menos importantes.
En el camino de crecimiento personal
importa prestarle atención a estos “residuos”. No solo a los acontecimientos
que causaron malestar o que infligieron dolor. El trabajo interior pasa por
estar pendiente de completar debidamente el proceso terapéutico, cuando es el
caso, o de prestar atención a nuestra manera de reaccionar ante situaciones que
podemos asociar inconscientemente con eventos del pasado.
Técnicamente diríamos
que la gente proyecta temores y expectativas a partir de lo que se ha vivido y
ha dejado su huella en nuestro interior. Si vivimos algo que nos resultó
doloroso, podemos desarrollar temores ante situaciones nuevas que, sin darnos
cuenta, nos lo recuerda.
Igualmente puede ocurrir con algo que
haya salido de nuestro campo de atención cotidiano, por lo que lo consideramos
superado aún sin estarlo. Por ejemplo, el sentimiento de culpa por dedicarle
excesivo tiempo al trabajo en detrimento del tiempo dedicado a los hijos. Alguien
puede creer haber realizado los cambios pertinentes sin que sea así, por lo que
puede volver a dejarse absorber por los compromisos laborales. Es posible que
reaparezcan reclamos y crisis, junto con la culpa. Si actuamos sin la debida
prudencia, pueden reabrirse las heridas o podemos repetir actitudes erradas.
Una persona que está saliendo de una
relación traumática de pareja debe cuidar el momento de reiniciar otra relación
y fijarse igualmente con quién. No en raras ocasiones una persona busca parejas
que respondan al mismo perfil patológico.
Alguien que sufra de ludopatía, ese
comportamiento compulsivo por el juego, puede que haya hecho un gran camino de
liberación interior. Pero es delicado que esta persona decida por sí misma cuando
arriesgarse a estar en un ambiente donde haya personas en juegos de envite y
azar. Una recaída es fatal, exactamente porque todavía quedan “residuos”.
Es cierto que los residuos pueden
tener proporciones descomunales, producto de experiencias desgarradoras. Pero
también pueden tener un tamaño ínfimo, como el caso de un paciente adulto que
de niño simplemente solía tomarse los restos de las bebidas alcohólicas que
dejaban los mayores. Eran fondos tan insignificantes que nadie le prestaba
mayor atención. Sin embargo, con el pasar del tiempo esta persona se alcoholizó.
De manera similar ocurre en cantidad de otras situaciones.
Cada día acumulamos residuos que
debemos (¡y nos conviene!) limpiar. Acumular basura interior es más grave que
acumular basura física. Y las experiencias no resueltas de otros días
comprometen, o hipotecan, las experiencias nuevas que hagamos.
Es por eso que debemos revisarnos día
a día, porque podemos haber pensado tener dominadas o controladas ciertas
experiencias en nuestra vida y, de repente, sin que nos percatemos de ello,
surgen conductas, respuestas, pensamientos y gestos que denotan que todavía
existen residuos en nuestro mundo interior. Por lo tanto, no debemos nunca de
fiarnos totalmente de nosotros mismos. Necesitamos de otros que, con amor y
prudencia, nos indiquen los residuos que todavía existen en nuestras vidas.
Si quiero crecer y tener buen aroma
como un buen café, debo limpiar de manera minuciosa los filtros que deben
purificar mi vida.
Te sugiero una cosa: una de estas
mañanas llega a tu cocina y prepárate un delicioso café. Limpia bien los
residuos, si no lo hiciste antes, y, si ha quedado restos del día anterior,
viértelo por el sumidero. Prepárate un buen café. Antes de tomártelo míralo con
detenimiento, huélelo y saboréalo. Y haz lo posible para que en ese día tu vida
tenga buen aroma y sabor también.