viernes, 25 de noviembre de 2011

¿YO ME CONOZCO?



En la antigua Grecia había un templo en Delfos con una leyenda que decía: “Conócete a ti mismo”. Y para algunos representantes de la llamada Psicología humanista, pareciera que ese es el reto de la vida. Por lo demás, sin embargo, personajes como Teresa de Jesús, monja española del siglo XVI, afirmaba que “más vale un día de propio conocimiento que muchos de oración”. 


Así que podríamos preguntarnos, después de hacer referencia al mundo griego, el de la psicología contemporánea y el de la mística: ¿por qué tanto énfasis? ¿quién puede poner en duda que no sabe quién es él o ella? ¿no soy yo el que se levanta todas las mañanas para enfrentar un indiscreto espejo?

Por esto nos puede parecer realmente absurdo el que alguna gente diga algo obvio con tantos bombos y platillos. Yo me miro en el  espejo y, ciertamente, aparezco yo y no otra persona. Así que me conozco. Si acaso, no conozco a los demás… o los demás no se dan a conocer. Yo sé lo que muestro y lo que oculto, lo que manifiesto y lo que disimulo, lo que digo y lo que callo… Demasiado bien me conozco, diríamos, como para que tenga que intentar conocerme.

No obstante, por un momento pongámoslo en sospecha: ¿me conozco? Es sano de vez en cuando y de cuando en vez volver a hacernos las preguntas obvias, por si conseguimos respuestas distintas ¿Me conozco?

Dentro de lo que es la rutina habitual yo puedo ser predecible: hago las cosas de cierta forma, digo tales cosas, expreso este tipo de preguntas, me levanto a tal hora y me acuesto a esta otra, me relaciono de esta forma con mi familia, mi esposo, mi esposa, mi pareja, mis hijos… Pero quizás confundimos conocimiento con programación. Hay una programación “exitosa” para hacer las cosas en determinada forma: lo exitoso puede ser porque conseguimos ciertos objetivos, porque nos alagan, porque cumplimos las expectativas de los demás… Pero no es seguro que “eso” seamos nosotros. Ni siquiera tiene que hacernos felices u orgullosos,  porque podemos hacerlo violentando lo que realmente somos y sentimos. Así que no se puede identificar “rutina” y lo que soy.

También puede ocurrir que confundimos lo que somos con cierta área de nuestra vida. Supongamos que con el área de las cosas en las que somos diestros. Yo cocino, coso, ayudo a mis hijos en sus tareas; o yo pinto, soy un buen profesional o un comerciante exitoso; o atrapo la atención de los oyentes con mis ocurrencias, converso de manera amena… Yo me identifico con mis habilidades y creo ser todas estas cosas que son buenas, negando todo lo que sea contrario.

Pero puede ocurrir igualmente que alguien se identifique con sus defectos o con las experiencias dolorosas o humillantes que haya hecho en su vida. Yo soy, por ejemplo, aquel que hirió con sus palabras a una persona bondadosa. Yo soy quien infringió un principio moral o un valor. Me presento, por lo tanto, como un ser deplorable, porque yo soy eso; o, simplemente, repito el comportamiento equivocado porque es una manera de afirmar que yo soy eso.
Ante tanta parcialidad podría darse el paso de entender el “conócete a ti mismo”. O mejor, “más vale un día de propio conocimiento que muchos de oración”. Porque ¿quiénes somos nosotros cuando nos sacan de la propia rutina, cuando nos enfrentamos a lo inédito, lo desconocido? ¿Cuándo nos vemos ante una situación nueva, para lo que no sirve nuestra programación? ¿qué es lo que aparece?

En tales circunstancias podemos llevarnos varias sorpresas, sea desde el punto de vista de la nobleza, sea de nuestra capacidad de actuar de forma retorcida. Se nos cae la careta, los esquemas. Se produce una crisis de la autoimagen, de lo que pensamos y de cómo nos vemos a nosotros mismos, de nuestras seguridades. Somos esto que nos negábamos a aceptar.

Claro está que, quien se identifica solo con lo bueno que hay supuestamente o en verdad, corre el riesgo de magnificarlo para no ver lo que también es. Sigue siendo valioso el “conócete a sí mismo” para no vivir engañado.

Y, en el margen contrario, quien se identifica solo con sus defectos, sea por propia experiencia o por reforzamiento de parte de los otros (modelación), corre el riesgo de negar cualidades o menospreciarlas. El propio conocimiento lo identifican de manera negativa, como comprobación de la propia ineptitud y minusvalía.

Generalmente el camino señalado desde antiguo consiste en conocer lo desconocido que hay en nosotros. O lo que nos empeñamos en negar.

Pero a esto hay que darle dinamismo. No se trata del propio conocimiento para la autocomplacencia o la autoflagelación. A partir del propio conocimiento busco posesionarme de mí mismo, de lo que soy, de responsabilizarme de mi vida y lo incorporo a mi proyecto.

Los aspectos bondadosos no me paralizan narcicistamente, sino que empujan hacia los demás y para incidir activamente en la vida. Los aspectos negativos suponen un reto de corrección o, en caso que se me escape de mis manos, una sana prudencia para no verme metido en situaciones en las que no sea capaz de responder en fidelidad con mis valores.

Y hay experiencias difíciles que marcan mi presente que deben ser miradas y remiradas para aprender de ellas o para restarles fuerza. En ocasiones será por propia cuenta, en otras con ayuda profesional. Pero no siempre, excepto en casos extremadamente dolorosos y traumáticos, vale la pena desviar la mirada de lo que causa dolor.

Una persona puede ser un padre o madre fatal con su hijo, porque inconscientemente para ello debe mirar hacia su infancia y mirar con dolor la manera cómo sus padres lo criaron. Verlos supone una dificultad que, si se hace con serenidad, libera, porque hace que asuma mi infancia y responda de manera adulta: “voy a ser distinto”. Alguien puede afirmar no querer a sus hermanos, cuando lo que lo bloquea es alguna experiencia difícil que, bien mirada, puede ser superada si entramos en contacto con la emoción que le acompaña y nos desahogamos. No habíamos dejado de amarles, solo que el dolor bloqueaba cualquier otro tipo de emoción.

Conocernos es un camino que no se recorre en un solo día. Puede que se requiera de mucho valor y de tiempo. Yo puedo saber como soy hoy, sin embargo ¿sabré cómo seré mañana? ¿en 10 años? ¿en mi ancianidad?

Al final vale la pena. Crecer como personas va de la mano con el autoconocimiento, la capacidad de asombro de lo somos y podemos ser.

Ya lo decía Freud: somos como un témpano de hielo en el mar, solo conocemos la punta que se asoma; la mayor parte permanece desconocida bajo el océano.

viernes, 18 de noviembre de 2011

¡AFÉRRATE!

Para muchos de los pacientes que llegan a mi consulta pareciera que el mundo se les está desmoronando. Como en las últimas escenas de la película “La historia sin fin”, en el que el llamado “mundo de la fantasía” está siendo destruido por la “nada”… y de esta forma cada rincón de ese mundo, con su indudable fascinación, se va cayendo a pedazos.

Solo que, en el caso de mis pacientes, lo que temen que se caiga a pedazos es su mundo real, el de las relaciones reales, el laboral, el de la afectividad y el de la cordura.

Y, aunque pareciera fácil de decir, puede ser normal que irrumpa la “nada” en nuestras vidas. Que quien está haciendo un proceso importante de crecimiento, o de psicoterapia, sienta la tentación, real o imaginaria, de renunciar, de volver atrás, de no avanzar, de dejar todo hasta aquí… sea por que crea que todo  está llegando a su fin sin que nada importante ocurra o porque no tiene sentido el seguir intentándolo, pues nada se consigue. Pienso en las personas que viven procesos de duelo, o de separación, o aceptación de limitaciones, o depresión, o tratamiento de adicciones o cualquier otro trastorno.

Avanzar no siempre resulta fácil y prometedor. Soñar con el mañana es más fácil que el prepararse para encontrarse con él cara a cara. Los sacrificios y las renuncias, la entereza y la determinación tienen un escozor muy diferente  que en la fantasía. La flaqueza del yo debe estar acompañada por la fortaleza de algo más, en ocasiones del “nosotros”, del responder ante la vida, del aferrarse.

Pero si de dolor se trata, nadie lo conoce tanto como los atletas, aquellos que por adquirir condiciones físicas de alta competitividad, soportan exhaustivos entrenamientos y estilos de vida austeros. Pasan por fracasos y humillaciones. En su caso el sufrimiento es una experiencia cotidiana del entrenamiento extremo. Diferente, obvio, a otros sufrimientos. Por el contrario, siente el desafío de perseverar hasta cruzar el umbral del dolor, con tal de conseguir un mejor performance.

No es fácil, no.

Cuando alguien está haciendo un proceso, en esta especie de deporte de crecer como personas, las seguridades de otros momentos parecieran fracturarse, pulverizarse,  esfumarse; cada uno siente la tentación de claudicar, de abandonarse, de dejarse hundir. En esos momentos hay que aferrarse, aferrarse, aferrarse.

Pero ¿aferrarse a qué? He ahí el dilema.

En medio de la confusión, del torbellino de ideas, sensaciones y emociones que giran a nuestro alrededor, es vital identificar aquello de lo cual podemos aferrarnos. Siempre hay algo, alguna situación, emoción, una razón, una persona o, simplemente, el hecho mismo de optar por vivir.

Hay personas que luchan a brazo partido porque quieren estabilizarse para poder disfrutar y apoyar a sus hijos. Otra persona lo hace porque considera que si se deja arrastrar por el caos interno, pone en riesgo la estabilidad material de su familia. Puede que alguno apueste a la esperanza, como una convicción para proseguir un tratamiento. Hay también quien se apoya en la confianza que le brinda el profesional… Alguno, por la única razón de no perder la cordura.

Cuando identificamos aquello en lo que podemos aferrarnos, hay una fuerza interior que nos impele a luchar. Se reencuentran energías  que ni siquiera se sospechaba de su existencia. Y en estas etapas de oscuridad, a pesar de todo, se puede continuar avanzando.

La persona sufre un descentramiento, consigue apartar su atención al problema que lo está atenazando y amenaza con engullirlo y se enfoca hacia nuevas metas. Ya no es solo real el laberinto que nos amedranta, sino el destello de luz que intuimos que existe al final del camino.

La personalidad que surge de este proceso es otra bien distinta. Es una personalidad probada en sus convicciones, en sus certezas, en sus valores y su sentido de responsabilidad. Implica todo una experiencia de renacimiento. Un ser que renace a una vida que se comienza a ver de otra manera. Un ser que renace para verse y percibirse de otra forma. Haber pasado por el paso de la muerte, pues así lo hemos experimentado, comporta una consistencia bien distinta.

Y esto, en un mundo donde se rehúye a todo lo que se sienta como exigente y difícil, y más cuando se trata del propio crecimiento interior, es todo una rareza. Una rareza coleccionable, que supone una valoración única. Algo que podrían rastrear con avidez aquellos que saben que el peso de las personas no depende de su imagen superficial sino por su valor  interior.

Así que, en momentos en que todo pareciera naufragar: ¡AFÉRRATE!

Cuando pareciera que nada es seguro: ¡AFÉRRATE!

Si crees que caminas en el vacío, porque te envuelve la oscuridad: ¡AFÉRRATE!

Si piensas que te han abandonado: ¡AFÉRRATE!


Porque al final, en medio de cualquier circunstancia, a pesar de todas las adversidades, siempre hay algo a lo que puedas aférrate, que te hará perseverar y que te permitirá ver la luz de un nuevo amanecer.

viernes, 11 de noviembre de 2011

TOXICIDAD

El mundo actual se encuentra signado bajo el verde símbolo del ecologismo. Luego de décadas ansiando el progreso a través del desarrollo desenfrenado del parque industrial de los países, descubrimos que nos vamos quedando sin planeta. Por ofrecer un simple ejemplo, muchas de las especies que existían cuando nacimos, esas ya no existen. Y eso sin querer profundizar en toda la serie de desequilibrios que existen.
Dentro de esta preocupación planetaria, surge una particular sensibilidad por lo tóxico, por la toxicidad. De un lado estan los gases que emanan las fábricas, los líquidos que se vierten en ríos y mares, el monóxido de carbono de los escapes de tantos vehículos, los plaguicidas y demás compuestos.
Además somos particularmente renuentes a ingerir alimentos que puedan estar mal procesados, o que provengan de animales que hayan sido alimentados con productos  químicos nocivos para la salud. Pero también algunos muestran profunda desconfianza ante las terapias farmacológicas convencionales, por razones de toxicidad.
Y como planteamiento resulta del todo válido (¿quién diría que no?), si no fuera porque descuidamos otras toxicidades. Como si alguien se preocupara por el efecto de los gases de los vehículos en el cáncer de pulmón, pero no reparase en la manera compulsiva de cómo fuma a mansalva.
Porque existen otras toxicidades, además de las químicas. Inclusive se podrían valorar como peores. Son las toxicidades que tienen que ver con nuestra vida personal, con lo que somos, con la psiquis de los antiguos que, para subrayar el carácter absolutamente íntimo y central, se podría traducir, junto con los poetas pero sin simplismos, como el alma: nos podemos quedar sin alma, por toxicidades diarias.
Y una sociedad sin “alma” ¿cómo va a enfrentar los desafíos ecológicos? Una persona sin “alma” ¿qué puede aportar de provecho?
Generalmente somos mucho más permisivos e indiferentes con esa clase de toxicidades. Inclusive las barnizamos como “cuestión de opinión”, “uso de la libertad o autodeterminación”, el estar “emancipados”… todo para no considerar si lo que estamos es contaminados.
Resaltemos, por ejemplo, sin ir mucho más lejos, el problema de la información: algo que se considera como objetivo, veraz, certero… ¿es realmente así? Muchas veces somos víctimas de una información soslayada, parcial, envolvente, que asfixia la capacidad de pensar y disentir. Porque cualquier disenso se considera como un atentado hacia lo que supuestamente es aceptado de manera universal. Pero la información, en muchos casos, es todo menos neutral. Presiona y presiona en una misma dirección. Conjura los aspectos más primitivos y emocionales de la persona para que, lejos de pensar, reaccione y actúe sin el recurso de la razón.
Pero demos otro paso: las relaciones interpersonales ¿cuántas veces hemos admitido en nuestra intimidad personas que resultan tan nocivas como la misma radiación? Están constantemente creando caos, humillando, agrediendo verbalmente, utilizándonos, sin que de nuestra parte reaccionemos en lo más mínimo. Pareciera que vivimos con lealtades patológicas en las que somos degradados, como si pretendiéramos ilusamente  inmolarnos por los demás.
Así mismo ocurre con situaciones en las que estamos  gratuitamente enganchados. Hay personas que se aventuran  a repetir experiencias arriesgadas para la paz personal, como la de meterse en negocios legales pero poco aconsejables por los niveles de riesgo. O la de pedir fuertes sumas de dinero a intereses que erosionan cualquier capital. O la de hacer remodelaciones contando con un dinero que no se tiene pero que se espera tener.
Igualmente pasa con las creencias. No me refiero a aquellas de carácter religioso, sino las creencias que la sociedad en un tiempo consideró inmutables. Lejos queda el racismo, pero no tanto el machismo, por citar dos cuestiones en las que existe cierta claridad sobre su primitivismo. Quien se dejaba (o deja guiar) por estos criterios, solo porque se los han inculcado.
Este vivir al borde del abismo, con todo lo que implica de sobresalto y daño para nuestro sistema central nervioso, es tan dañino como un envenenamiento. Hace que nos sintamos menos dueños de nosotros mismos. Que no podamos tener posesión de lo que somos. Que tengamos nuestras facultades comprometidas para aspirar a lo mejor.
Y así vamos por la vida, en una franca lucha contra el problema de la capa de ozono, con las comidas orgánicas, utilizando productos de limpieza y cualquier otra cosa que no contamine el medio ambiente. ¿Pero qué pasa con lo que nos contamina internamente? ¿Lo que contamina día a día nuestras psiquis, nuestras emociones, nuestras relaciones y hasta el alma misma?
Si, corremos el grave riesgo de quedarnos sin planeta, pero creo firmemente que lo más doloroso sería tener planeta y habernos diluido como personas en el pleno sentido de la palabra. ¿De qué servirá salvar al planeta si no nos salvamos a nosotros mismos? ¿De qué servirá toda esa propaganda ecológica si no soy capaz de luchar contra todas las toxinas que me van disminuyendo como persona?
Si, el planeta está en riesgo, pero lo más triste es no reconocer que la humanidad misma está en riesgo de extinguirse, no físicamente, sino toda la riqueza interna que una vez tuvimos y permitimos que se contaminara.
Despertemos! El planeta no tendrá sentido si nosotros no estamos en él. Y no como otro agente tóxico, sino como un ser humano que pretende ser persona en toda la extensión de la palabra.
DESINTOXÍCATE!!

sábado, 5 de noviembre de 2011

AISLADOS POR LA TECNOLOGÍA

Un simple mensaje de texto tiene hoy la capacidad de recorrer, en segundos, 16.367 Kms, que es lo que separa, por ejemplo, Caracas de Hong Kong. Lo que antes sería, a lo mejor, de 15 días a un mes de correo ordinario. Lo que representaría, con sus debidas escalas, unas 48 horas de recorrido aéreo para que dos personas puedan encontrarse.

La tecnología no parece encontrar barreras, banalizando cualquier dificultad. Surgen multitud de formas de contactarse, sea a través de mensajería de textos, de pin, de telefonía por internet, videophone, skype, sin dejar de incluir las redes sociales y las ya no usado tanto del Messenger y el ya veterano correo electrónico. Los medios son cada vez más pequeños y variados, desde los teléfonos inteligentes hasta las portátiles. De tal forma que hay una inclusión real, con formas de acceder a un público cada vez mayor, toda una democratización de la tecnología.

En los años 80 la fotografía para aficionados era un hobby de lujo. Hoy en día la digitalización a facilitado una resolución notablemente superior, con un aluvión de tomas, desde las más grotescas y cotidianas hasta instantes inolvidables. E igualmente las redes se colapsan de un sinfín de imágenes que simbolizan perfectamente nuestro tiempo: la banalización de la vida y, por consiguiente, de las relaciones.

Cientos de mensajes ocurrentes sin sentido. Miles de imágenes que no tienen historia que contar. Son solo impactos emocionales que ocasiona la impresión de una imagen o una palabra, pero que carece la profundidad como para que permanezca en nosotros y nos permita ser personas. Es un rocío superficial que se evapora antes de conseguir las raíces de lo que somos. Así que vivimos en una desnutrición cultural que amenaza con reducirnos a fantasmas de la tecnología.

Se está en contacto. Se tiene el espejismo de caminar como en una inmensa manada virtual. Por tanto, alguien me está mirando o leyendo. Soy algo para alguien, sin mayor esfuerzo que el que proporciona una imagen, unos caracteres o unos sonidos y un medio digital. No soy lo que soy sino lo que aparento ser. El triunfo de la imagen sobre el ser.

Pero la vida no se construye desde la piel, sino desde el corazón pensante. Y ese corazón pensante, para crecer, tiene que sentir, y no sentir solo de manera fugaz. Las palabras deben tener contenido, tanto desde el punto de vista de lo sustancioso como el de la sensibilidad. Y esa capacidad de ir siendo ocasiona el rebase hacia otras personas, a las que no puede simple y anónimamente “contactarse”, como si se tratara de un roce fugaz, ocasional y accidental.

Del desbordamiento de vida interior surge la necesidad del encuentro con el otro, como realidad y no como fantasía engañosa de mis sentidos. La tecnología ofrece acercamiento, pero no el contacto vivencial, de quien penetra en lo que la otra persona siente y padece como real. El contacto se da como éxtasis, como un salir de mí para entrar en ti. Es un movimiento que parte de mí y moviliza mi yo hasta encontrarse con el tu de tu realidad.

Ciertamente que en ciertos países las redes sociales han facilitado movilizaciones de cuantiosa importancia. Pero, quien se ha movilizado es la gente, por las razones que sean. La gente con la tecnología, pero nunca la tecnología sin la gente. Se saltó del mundo virtual al mundo real.

Más no únicamente en el caso anterior es necesario el salto. También es necesario romper el cerco de las ilusiones tecnológicas que nos aíslan en la jaula de los espejismos ¿cuántas personas no hace contactos con seres que cree reales, y terminan siendo el encuentro con lo que imagina y fantasea?

El encuentro cara a cara es, sin duda insustituible: un abrazo es más que un abrazo, lo que la mirada puede decir, lo que delata el gesto, el sentir el ritmo de la respiración de quien nos dice cosas que lo hacen tambalear de alegría o de tristeza. El pasar tiempo con alguien, el acompañar los pasos cansinos del anciano, el romper las sombras de la soledad con el fino hilo luminoso del amigo, el compartir la maravilla de sumergirse en la majestuosidad de tantos paisajes… Un apretón de manos… Una sonrisa… Un silencio compartido y elocuente…

La forma como estas experiencias resuenan en el alma, es indicativa de lo que no podemos sustituir. Unas palabras en un chat son capaces de recorrer los 16.367 Kms que separan a Caracas de Hong Kong. Pero nada sustituye a la posibilidad de superar esa distancia en avión, con sus escalas, todo el lío del equipaje, la incomodidad de las esperas y del cansancio… para encontrarse con el amigo o con el familiar y darle el abrazo esperado que no se le había dado desde hacía  años…

Se pueden escribir muchos mensajes, se pueden escribir muchos textos, pero nada podrá obtener el alcance de una sonrisa. Nos convencemos de que nos estamos comunicando, de que estamos transmitiendo sentimientos y emociones, pero realmente lo que hacemos es encontrarnos con el otro de manera superficial. Y amén de aquellos que dejan de mirar y hablar al que está a su lado físicamente por sumergirse en el mundo de las redes sociales. Nos volvemos más impersonales, pero creyendo firmemente que estamos comunicándonos y acercándonos a otros. Pero sobre todo creyendo que lo hacemos de manera óptima.

Hemos avanzado mucho tecnológicamente, pero cuanto a contribuido esta tecnología a aislarnos y disminuirnos como personas. Debemos retomar la esencia de nuestra humanidad, de ser capaces de mirarnos los unos a los otros, de sonreírnos, de afirmarnos y de crear gestos que sean capaces de comunicar toda la fuerza de un sentimiento que vive dentro de nosotros y lucha por salir.

Sería muy triste que en unos años las generaciones venideras sean capaces solo de comunicarse a través de esta tecnología privándonos de la gratificación de escuchar un “te quiero”, acompañado del cálido abrazo que lo reafirma.

La tecnología se ha creado para servir a la humanidad, no para esclavizarla.