viernes, 30 de diciembre de 2011

PASO A PASO



Llega el fin de año con las recapitulaciones habituales. El recuento de lo que hicimos y dejamos hacer. Las personas que están con nosotros y las que, por cualquier motivo, quedaron atrás. Hacemos un momento de introspección, es decir, de mirada interior lúcida para encontrarnos con nuestras fallas y errores. Y esto hay gente que lo hace aderezándolo con alcohol, lo que incrementa la culpabilidad y hasta la depresión.

El nuevo año nos impulsa a hacernos propósitos. Pueden haber propósitos de muchos tipos: algunos se establecen metas económicas, mientras que otros persiguen mejorar su relación conyugal. Están los que juran por el cielo que este año sí van a dejar de fumar, y otros que no van a gastar tanto en cosas inútiles. Los hay huraños, gruñones, los que maldicen o tienen un lenguaje vulgar. El que se propone leer más o ver menos televisión. Salir más con los hijos. O hacer una dieta, ir al médico, oculista u odontólogo. Ser menos tontas con los hombres o ser más estable con las mujeres.

Algunos los escriben. Otros los declaran públicamente. Puede que otros se los reserven en su corazón. O los envuelvan en alguna oración, de acuerdo a las creencias de cada quien, para cumplir con los propósitos.
El “año nuevo, vida nueva” es oportunidad para volver a comenzar, que diría una canción tradicional de un compositor venezolano, “con salud y con prosperidad”. Pero las estadísticas dirían que la mayoría de los propósitos no se cumplen o se estrellan estrepitosamente contra la realidad. Algo debe pasar.

“Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”, decía Albert Einstein. Podemos descorazonarnos porque repetimos los mismos resultados haciendo los mismos intentos. Y concluir que la vida es una noria que no nos lleva a ningún lado. Si así fuera, obvio ¿para qué seguir intentándolo?

Pero también podemos pensar que se ha fallado en cuanto al método, a la manera de intentarlo. O que se ha sido muy ingenuo o superficial.

Hay ocasiones en que la gente hace propósitos parecidos a la demolición de un edificio: casi como que el cambio debería incluir hasta la genética. Ciertamente que lo primero que las personas deben hacer es aterrizar y seleccionar los puntos conflictivos. De todo lo que les abruma, qué es lo que parece más realista cambiar y que, además, forma una especie de nudo que, en caso de desatarse,  permitiría más adelante progresar en otros aspectos.

Un bebedor compulsivo no puede plantearse tener un mejor diálogo con su familia si antes no controla su manera de beber o deja de tomar.

Así que lo primero es una evaluación exhaustiva y conciencizuda de la situación y la posterior identificación de esos puntos nucleares o nudos que deseamos cambiar o mejorar. No conviene hacerlo a la ligera, sino sopesando lo que ello implica, su importancia, el daño que nos ha causado o el que hemos causado a los demás, la manera como nos condiciona.

No se puede verlos de manera superficial, solo porque la experiencia sea desagradable. Hasta deberíamos preguntarnos por el origen, la causa o las razones por las que actúo como actúo. Rehuir a lo desagradable es muchas veces perseverar atontados en el error. Por evadir sentir, terminamos jurando que todo está bien.

Luego hay que establecer una estrategia, una forma inteligente a través de la cual podamos avanzar. Es el camino que pensamos seguir. Y hay que seguirlo con disciplina y perseverancia. Una de las formas usuales de fracasar consiste en fantasear creyendo que errores de veinte años se van a superar en 24 horas de buenas intenciones.

Un alcohólico, por ejemplo, puede proponerse no beber más; si tiene la ayuda necesaria (por ejemplo, Alcohólicos Anónimos) podrá detener el trago. Pero hay otro proceso que implica reeducación: tiene que aprender a manejar sus emociones y estrés sin recurrir a la bebida, aunque le provoque beber; también tiene que aprender a socializar y a tener amigos cuyo motivo de reunión sea distinto a tomar.

Una mujer puede que coma de manera poco sana: exceso de carbohidratos (pan, pasteles, empanadas, etc.). Pero también puede descubrir que se trata de una manera equivocada de enfrentar la soledad o su baja autoestima. No es, por consiguiente, simplemente un problema dietético, que también lo es; trabajar en ambos aspectos, la soledad y la autoestima, mejoran la capacidad de compromiso con el cambio de estilo en la alimentación y el ejercicio.

Identificando el camino debe plantearse que su recorrido no va a ser fácil. En cualquier proceso existe siempre la tentación de volver atrás. O de transformar una recaída ocasional en una caída definitiva. Me propongo, por ejemplo, no discutir airadamente y de forma hiriente con mi esposo, sino en otros términos; puede que en alguna ocasión falle a mi propósito, y le grite, por ejemplo. Pero no por ello debería desistir. Un perdón sincero y conversado debería ayudar a retomar el camino propuesto.

El esfuerzo y sacrificio deben ser tomados en cuenta desde el principio: me gusta llamarlo hábito y disciplina, que nos ayuden a perseverar. La persona que se encuentra parada en el punto de partida debe internamente evaluar su compromiso, recursos, el esfuerzo que debe emprender y la capacidad de sacrificio.

También conviene que sepa de antemano quiénes pueden ser sus aliados para, en caso de flaquear, poder conseguir el apoyo necesario. Igualmente podría hacerlo en relación con quienes puedan amenazar el proyecto de cambio, para evitarlos.

Una vez que tenga las condiciones básicas para lanzarse a la hermosa aventura del cambio, puede iniciar el camino. Pero el camino es paso a paso.

Cada elemento que se ha descrito requiere tiempo para que madure en nuestro interior. Podemos tener el propósito de cambiar en este u otro aspecto, pero el proceso interior para enfrentar con determinación el cambio, en sentido práctico, puede tardar meses. Lo importante es la determinación interna, la perseverancia de no desistir hasta conseguir los frutos de nuestro propósito.

Por eso, antes de terminar el año, no hagas propósitos que no pienses cumplir y mucho menos si van acompañados por la euforia del abrazo del año nuevo y el alcohol.

Detente y piensa si realmente quieres y deseas cambiar y guarda esos propósitos para el mes de enero, cuando haya pasado la borrasca del año nuevo.

Tómate el todo el mes de enero para mirarte, para descubrir recursos y para, finalmente, en todos tus cabales, poder hacer los propósitos que necesitas hacer.

Pero recuerda… todo se logra paso a paso.

viernes, 23 de diciembre de 2011

¿POR QUÉ ESPERAR?

Pasamos la vida posponiendo cosas porque estamos esperando el momento justo. Así lo cotidiano se come a lo extraordinario y nos paralizamos hasta que se cree la escenografía adecuada para esos momentos. Dejamos pasar tiempo y oportunidades mientras llega la ocasión. Es entonces cuando entra en escena la Navidad.

Con ella aparecen como compañeros la música, luego las luces y adornos, y hasta la comida. Nos vemos envueltos  en un ambiente de abrazos, perdones e inclusive buenos deseos. Hacemos el esfuerzo de apartar tiempo para encontrarnos con aquellas que estimamos sin casi vernos durante los otros meses del año. Intercambiamos obsequios que sirven de símbolo para expresar la sinceridad de nuestros afectos más profundos. Y la desgracia de otros, que antes nos pasaba desapercibida, ahora no nos es indiferente. Hasta pensamos en formas de paliarlas sino podemos evitarlas ¡Es la magia de la Navidad!

En el fondo pueden ocurrir muchas cosas que expliquen  este contagio colectivo de buenas intenciones. Puede que, entre otras, nos conectemos con momentos de nuestra vida en los que nos sentimos felices. O que gozábamos de más ingenuidad para ser felices. El ambiente familiar, las patinatas de ciertas generaciones y las salidas familiares, el encuentro entre hermanos, el revivir momentos gratos con personas que ya no están a nuestro lado, los viajes a rincones remotos para estar con nuestros seres queridos.

Puede que sea el conectarnos con nuestra infancia, o al menos con ciertos momentos de esta. Incluso para aquellos que vivieron infancias difíciles que, sin embargo y a pesar de todo, logran conectarse con la ilusión que hubo en determinadas ocasiones.

Todo lo cual es muy valioso, pues significa, simple y llanamente, que todas esas cosas forman parte de nuestro interior. Están por allí, en algún lugar. Existe, por tanto, un reservorio que, pese a los errores que hayamos cometido, nos dice que podemos ser mejores personas, tal como alguna vez lo soñamos, y no simplemente una repetición y acumulación de errores.

Bien válido, como se ve.

El problema es asimilarlo. Digerirlo hasta que forme parte de nuestro tejido vital. O sea, no esperar a la magia de la Navidad para que salga a flote. Si solo aparece el mensaje una vez al año sería ambiguo y contradictorio: sueño con ser otra persona, menos metida en mis propios asuntos y con tiempo para el encuentro con los demás, y despierto en enero a la realidad cruda y cruel. Fue un sueño que sirvió para autoengañarme durante un mes, para vivir embobado, como quien lo hace bajo el efecto del alcohol y se levanta al día siguiente con dolor de cabeza. Nada real.

Y el desafío es hacerlo real.

Ya que el problema es que esta es una legítima aspiración, enclavada en lo más profundo de lo que somos. Que no somos unas máquinas productoras, o consumidoras; que pasan por encima de los demás, como aplanadoras, para chocar y defender posiciones de poder, sobre todo si nos sentimos amenazados. O para doblegar a esposo/a e hijos.

Que una vida que cuente con la necesaria prosperidad necesita de otros argumentos para justificar su existencia: la capacidad de darnos, encontrarnos, descubrimos, crecer y aspirar alcanzar nuevas metas.

Lo que ocurre en Navidad debe vivirse como descubrimiento que dinamice todo el año: poder tener tiempo para revisar nuestra vida, lo que hacemos y lo que nos proponemos. Apartar tiempo dentro de la rutina habitual para estar con la familia e inventar cosas con ella; tener tiempo para escuchar, aconsejar, corregir, enmendar y pedir perdón. Darse el chance de cultivar amistades de valor que hagan llevadera y enriquezcan mutuamente la existencia. No esperar a la Navidad para brindar obsequios y abrazos.

Hace unos años se comenzó a poner de moda en los países del norte de Europa una cosa que le llamaron slow living. Tiene que ver con la reacción romana contra el fast food que se le llamó slow food (1986). Ante la forma de vida inhumanamente acelerada en la que lo que cuenta es la prisa, el trabajo eficiente y la producción en jornadas agotadoras que no permiten nada más, alguna gente se propone llevar la vida responsablemente y sin descuidar las metas económicas y laborales pero con mayor disfrute y serenidad. Ese disfrute y serenidad debe permitir vivir, corregir, encontrarse y amar. No somos piezas del engranaje industrial, sino seres humanos que aportan socialmente pero con capacidad para el encuentro con los demás y con nosotros mismos.

Desmontar ese ritmo acelerado y evasivo que no nos deja mirar hacia los lados; el desarmar todo el andamiaje donde hemos colocado las experiencias negativas y el dolor, no tiene que ser cosa solo de la Navidad.

Es cierto que no podemos mantener durante todo el año las casas adornadas con arbolitos, luces, pesebres o san Nicolás. Que hay otras celebraciones y otros ritmos. Lo que no podemos permitir es que un mal concepto de la Navidad secuestre y deslegitime nuestras aspiraciones de crecimiento.

¿Por qué esperar a la Navidad?

Que puedas preparar tu próxima Navidad con una vida digna de vivirse a lo largo de tu año.

¡Feliz Navidad! ¡Que Dios te bendiga!

viernes, 16 de diciembre de 2011

RESPLANDORES...

Recuerdo de niña haberme sumergido en el agua, del mar o de la piscina. Esa experiencia fascinante en que todo toma otra coloración, aparece borroso y los sonidos se hacen graves y lejanos. Pero por más que uno aguantase la respiración unos instantes, lo  más que pudiese, debía volver a la superficie para encontrarme con mis otros primos, que hacían lo mismo.
Supongo que esa fascinación por entrar en un mundo envolvente donde todo lo demás se hacía distante y las sensaciones eran tan distintas, el que en ciertas partes se tejieron leyendas relacionadas con sirenas: alguien que se sumerge sin necesidad de volver a la superficie.
La fantasía permite, obviamente, idealizar ciertas experiencias o situaciones que son momentáneas, imaginándolas eternas. Inclusive si su contenido deja de tener profundidad pero, por otro lado, gana en intensidad sensorial. La seducción por una vida de permanente fiesta o conquista amorosa, sin que de ello devenga el compromiso propio de los que realmente aman. Una vida que puede contar con una fugacidad de vivencias sin sentido, sin que se consiga vivirlas de manera integradoras.
El mismo comportamiento compulsivo de comprar para llenar vacíos, no atendiendo a la necesidad sino a la novedad. Siguiendo la marcha de las modas y de las masas, para sentir por un momento que no se está solo. Todo sin reflexión, solo con la satisfacción momentánea de sentir, quizás, que se es privilegiado ante otros que, deseando lo que yo hago, no tienen la capacidad para conseguirlo.
Solo que, a diferencia, de la experiencia en el agua, las personas no sienten que les falta el aire de la respiración. Creen que pueden vivir indeteniblemente de esa forma. Incluso el sufrimiento y el dolor se ven como lejanos y efímeros, como propio de otras personas, que no de mí. Este es el peligro.
El que una experiencia tenga la fuerza, como decir, luminosa de enceguecer nuestros sentidos, no es lo malo. Lo aceptamos, por ejemplo, entre quienes se enamoran y, si saben donde están parados, en momentos íntimos y sublimes de los esposos. Todos estamos de acuerdo que un atleta, que ha estado sometido a un riguroso entrenamiento para conseguir ciertas condiciones, considere sublime su premiación en las Olimpíadas.
Que un estudiante se gradúe u obtenga un reconocimiento por sus méritos, sea algo que a cualquiera le hace sentir que toca el cielo. O que un científico, que ha dedicado su vida al ámbito de la investigación, consiga un hallazgo no descrito por la ciencia, sea una cosa de otro mundo.
Lo que sería preocupante es que nos hiciese perder las proporciones, el sentido de la vida, lo auténticamente valioso o sirviera para no prestarle atención a nuestras responsabilidades.
Igualmente sería preocupante si fuese excusa habitual para vivir desde la superficie o, cosa también factible, desde lo que es embriagadoramente perjudicial. Puede ser muy intensa la experiencia de lanzarse por las bajadas de una montaña rusa, pero si alguien sufre del corazón, sería fatal. Y en la vida la gente se monta en muchas montañas rusas que no son exactamente armatostes metálicos.
Por el deseo de imitar a amigos y vecinos, puede ser que me endeude por encima de mis posibilidades. Alguien puede acceder a una aventura amorosa que ponga en riesgo su matrimonio o estabilidad emocional. U otro puede tomar en exceso o ingerir estupefacientes.
Así que, además de la valoración que se le pueda dar a cada situación en sí, lo que pretendo resaltar es el carácter distractor y enceguecedor, que perturba la vida haciendo perder el rumbo o la orientación, tanto más peligroso en la medida en que no nos percatamos, como en el agua, que “nos falta el aire”.
Uno de los efectos más inmediatos es el de centrarnos negativamente en nosotros mismos, independientemente, como se dijo, de cómo se valore la experiencia. Nos encerramos en lo que sentimos y necesitamos. Consideramos que lo que conseguimos es lo suficientemente grandioso como para que los demás se sientan como nosotros (un empresario exitoso, que le quita horas extras a su familia para dedicárselos a su trabajo) o, sino, para que pongan su cuota de sacrificio en razón de un bien falsamente superior.
El mundo que internamente nos figuramos, a partir de lo “sublime”, le damos el rango de mundo real, el cual es otro de los efectos.
Además, esta situación de privilegio permite que el ego se infle exageradamente; lo que comúnmente consideramos como arrogancia, soberbia, prepotencia… sin referirnos a los delirios de grandeza, que serían la versión patológica del asunto. Y los demás, como dijimos, se transforman en títeres que cumplen un papel secundario en el guión teatral que nos toca protagonizar.
A esta descripción habría que añadir, de forma concienzuda, cuando de manera colectiva se vive un ensueño del que no se quiere despertar. O que despertarse significa volver a la palurda realidad. Ocurre en tiempos de procesos electorales, eventos deportivos y, algo fuera de lo común, campeonatos como el Mundial de Futbol, las Olimpíadas u otros similares.
Los puntos de referencia se borran, por lo que la gente se mueve conjuntamente bajo los mismos efectos eufóricos. Quienes manejan las masas, como las grandes campañas publicitarias por no mencionar a aquellos que dirigen las sociedades, saben sacar dividendos de este fenómeno.
Estamos inmersos dentro de estos días previos a la Navidad. En todo el Occidente son fechas especiales, que implica una variedad de costumbres y tradiciones. Las casas toman un aspecto especial y se hace intercambio de regalos. La comida es distinta y el ajetreo se siente por todas partes. Las mismas ciudades tienen un aspecto distinto, además de la nieve del norte, el sol del sur, que no la media habitual en el termómetro del trópico.
Fácilmente podemos distraernos y cegarnos por una sociedad que resalte el consumo y lo superficial. Fácilmente podemos olvidar que para muchos estas fechas son melancólicas, pues perdieron el bienestar y seguridad que antes tenían; perdieron casas que no saben cuando recuperarán; perdieron seres queridos o se les enfermaron gravemente. Para otros la navidad de la televisión es algo que nunca han vivido y que, por su grado de pobreza, ni siquiera se preguntan si algún día vivirán.
Generalmente nos dejamos deslumbrar por luces y resplandores equivocados o ilusorios. El resplandor de hermosos juegos de luces, el resplandor del correcorre de las fiestas, el resplandor de la música y los sonidos. Resplandores que iluminan distrayéndonos de un resplandor más profundo y fundamental: el resplandor de la realidad concreta del otro, de su lucha por crecer, por darle sentido a su vida, en medio del dolor o el sufrimiento.
Tradicionalmente, en el sentido más auténtico de lo que es la tradición, la Navidad ha tenido sentido en el encuentro que hermana y hace solidarios. Puede que para algunos estos días no tengan relevancia religiosa, pues no son creyentes, y para otros sí, pues lo son. Pero lo que Occidente no ha olvidado, en sus relatos y cuentos, es esa solidaridad que hermana unos con otros; esa atención hacia aquel que está más desfavorecido. No lo dejemos perder.
Deja que tu luz interior resplandezca, inunde tu vida y alcance la vida de los demás. No dejes que la luz que haya en ti produzca resplandores vacíos, engañosos y superficiales.
Deja que la luz de tu vida interior produzca resplandores de amor profundo, de paz, de tolerancia, de perdón. Que el resplandor de tu luz pueda ser camino y apertura para el que sufre, espera y calla.
Toma conciencia que tu luz puede ser  resplandor sanador para tu prójimo.


viernes, 9 de diciembre de 2011

CONGESTIÓN!



Es habitual que las grandes ciudades padezcan de un tráfico pesado. En algunas la situación reviste de una gravedad sofocante, que ahoga en el estrés, ruido y contaminación a cuantos sufren el embotellamiento. Miles de vehículos queriendo avanzar por vías que resultan insuficientes. El peso del tiempo goteando dentro de cada cabina…

El tráfico congestionado ha servido para comerciales que ofertan digestivos y productos afines. Y la palabra congestión ha servido para ilustrar síntomas relacionados con ciertos estados de salud.

Pero en nuestro caso queremos usar, tanto la palabra como su significado, para referirnos a la congestión que se arma en nuestra mente y en nuestra vida por las múltiples actividades, tareas, compromisos y obligaciones. Hasta las actividades más banales las incluimos en esta clasificación quizás, algunas veces, para alimentar nuestra vanidad.

Así pues, múltiples exigencias transitan por nuestras neuronas buscando abrirse paso hasta su realización. Y mientras tanto la presión (tanto la nerviosa como la sanguínea) se eleva. Respiración entrecortada, pulsaciones aceleradas, dolor de cabeza, sudoración, baja tolerancia, actitudes conflictivas… son unas de tantas consecuencias y síntomas que acompañan… a la congestión.

Ante esta situación lo primero que surge es la autocompasión: ¡pobre yo! El mundo moderno es agotador con su estilo de vida acelerado, en contraste con las ciudades de antaño. Autocompasión que sirva, obviamente, compadecernos y alimentar temas de conversación.

Pero no sirve para crecer. Porque crecer es responsabilizarse y estar a la altura de los desafíos. Claro que el asumir responsablemente la vida tiene como primera consecuencia que yo no me enrole en cualquier guerra ni pacte cualquier compromiso. Yo no puedo, por ejemplo, solucionar el conflicto matrimonial de un familiar muy querido, si ellos no ponen de su parte; podré preocuparme pero con el realismo de no inventar alternativas que a nadie le interesa. Igualmente sabré posponer, o incluso abandonar, un gasto inútil en mi vehículo, si es únicamente decorativo y tengo otras responsabilidades que cubrir.

De tal manera que muchas veces estamos congestionados por una mala administración de nuestra propia vida.

Una de las razones por la que nos ocurre esto es por no saber priorizar. La vida del ser humano siempre es un caos que ordenamos. La manera como un bebé se va asomando a la vida le permite conocer y reconocer, y en ese reconocimiento hay un ordenamiento que ocurre en su interior. Ordenamiento que es diferenciación. Pero también se da una jerarquización, aunque sea bastante básica: las necesidades básicas, como el comer y el dormir, no las pospone.

Pero, de nuevo, ese caos y aluvión de sensaciones de todo tipo vienen paulatinamente ordenadas en el interior, inclusive con una clasificación rudimentaria: lo que gusta y lo que disgusta.

En la medida en que crecemos se incorporan otras formas de ordenar y clasificar sensaciones, emociones y experiencias. Inclusive tal cosa se hace en base a sistemas de valores.

En efecto, ninguna persona adulta (o que pretenda llegar a la madurez psicológica) puede prescindir de cierto esquema de valores. Estos van a ser criterio para organizar la acción.

O sea, ante el caos de lo que se tiene que hacer, hay que priorizar en orden de importancia, factibilidad y estrategia. Por ejemplo, puedo tener miles de asuntos más importantes que revisar los cauchos a mi vehículo, pero si me ocurre algún percance en la calle por este descuido todo lo demás se va a complicar mucho más. Puede que algo no tenga tanta importancia pero puedo resolverlo de una vez, sin grandes contratiempos. O puede que, posponiendo algo que requiere de gran concentración y energía pero que no es urgente, pueda resolver varias cosas a la vez para que no me agobien. Pensemos en alguna diligencia que deba hacerse en el centro de la ciudad, pero en el que podemos hacer varias cosas a la vez; o  como bien saben las amas de casa, mientras cocinan el almuerzo tienen puesta la lavadora; o la empresa que solicita insumos a sus proveedores y, para ahorrar tiempo y dinero en el envío, hace un pedido que incluya lo que hace actualmente falta y lo que en algunas semanas deba solicitarse. Evidentemente que hay urgencias y cuestiones de importancia capital: un evento deportivo donde participen nuestros hijos, o un acto cultural en el colegio no pueden ser pospuestos fuera de situaciones realmente fuera de control.

Pero puede haber también otra razón: nos habituamos no a posponer estratégicamente sino de forma arbitraria. Es decir, no vamos resolviendo y el inventario de cosas por hacer crece en un orden geométrico. La lista de cuestiones es producto acumulado de meses de desgana, a lo mejor, o de apatía. Como quien tiene un cementerio de chatarra o de artefactos inservibles que se acumulan porque en algún momento se van a arreglar. Cuando miramos esa situación y el caos que produce en nuestra interior, nos sentimos sofocados y abatidos. Derrotados antes de la batalla.

Además de la incapacidad de priorizar y la postergación indefinida, puede haber otro factor, que ya hemos insinuado: acumulamos cantidad de asuntos que nos arrastran de un lado para el otro, que nos movilizan constantemente, que nos hacen ir y venir ¿Cuál es el provecho de esto? ¿Por qué lo hacemos? Porque nos descentra, en el mal sentido, de nosotros mismos. Vivimos dispersos y, en esta dispersión, conseguimos no vernos. Rehuimos de mirarnos y de ver cuestiones que no nos agradan: no somos la madre que suponemos ser, o el esposo, o no nos estamos desenvolviendo de manera competente en nuestro trabajo. O tal vez esquivamos ver tal defecto que nos resulta humillante, o aquellos aspectos que nos avergüenzan y son señalados por las personas que sabemos que nos aman. O la manera como señalamos a los demás, para no vernos.

Es obvio que debemos descongestionar nuestra vida, para poder disfrutarla, para poder mirar con mayor profundidad, para establecernos nuevos retos. El tráfico de situaciones que nos contaminan se debe, en una gran parte, a que todo lo hacemos circular por las estrechas vías de la desorganización e ineficacia. Priorizar es poner en las autopistas lo que debe hacerse de inmediato, en las carreteras de primera los camiones de carga pesada y en las vías secundarias aquello que sirve para hacer turismo, distraernos y pasear.

Puede que no debamos desechar nada, si realmente enfrentamos cuestiones imprescindibles. Pero podemos dotarles de canales de circulación y tiempo distinto para cada una…

Pero quizás lo más importante sea recordar que debemos descongestionar el camino bidireccional que existe entre nuestra razón y el corazón.

Tener la capacidad de no dejar que nuestras emociones o nuestro corazón arropen nuestra razón, cuando ella misma nos está advirtiendo sobre una posible congestión en nuestra vida, sea física, personal, interpersonal.

De la misma manera que no debo racionalizarlo todo dejando a un lado la emoción o el malestar interno que pudiera producir la supuesta toma de decisión racional que me va a llevar a la congestión.

Al final, lo que debo descubrir, y solo puedo descubrir mientras me miro internamente, es qué es lo más importante en mi vida, que me conlleva a mi equilibrio emocional, entendiendo entonces que todo aquello que me congestiona emocionalmente, afectivamente y hasta en mi mundo familiar e interpersonal debe ser puesto a un lado.

De nuevo, como lo he  repetido infinidades de veces, el autoconocimiento es primordial en nuestra vida; pues es el autoconocimiento lo que me va a llevar a crear herramientas que eviten la congestión en mi vida.

Descongestión: Libertad para vivir.








viernes, 2 de diciembre de 2011

"¡YO TE CONOZCO!"


Nada impresiona más que esa especie de adivinadores, personas especialistas en conocer los rincones más escondidos del alma humana, que de manera premonitoria dicen: “Yo te conozco”.

Palabras estas que hacen temblar hasta el más guapo ¿quién sabe a cuál de las grietas que llevamos en el interior se refiere? ¿a cuál acontecimiento fatídico, donde hemos quedado desnudos ante la vida fruto de nuestras decisiones, esté apuntando su dedo acusador?

Quien dice “yo te conozco” se reviste con el fuego de los dioses. Participa de un poder que el resto de los mortales desconoce. Y hace que se le rinda la reverencia de quien no pertenece al rastrero mundo de lo cotidiano.

Si alguien conoce y conoce a la gente, no solo en lo que es la apariencia física o las máscaras psicológicas, alude a lo que esté en los entretelones, detrás del escenario. Como los decorados de una escenografía, en que detrás de lo estéticamente hermoso existe el caos, el desorden, las cuerdas y contrapesos que sostienen lo que es incuestionablemente irreal. “Yo te conozco” es decir: yo sé quien eres, conozco tus entretelones, nada hay oculto para mí.

En definitiva, es un poder religioso el que se les da a aquellos que dicen “yo te conozco”.

El único detalle que pasa por alto es: ¿en verdad nos conoce? O invirtiendo las cosas ¿en verdad yo conozco exhaustivamente a alguien?

Es un detalle, el que aludimos, que desmonta la otra parte de la escenografía. Si no nos conocemos a fondo a nosotros mismos, que convivimos 24 horas dentro de la misma piel ¿cómo pretendemos conocer a los demás?

Generalmente el “yo te conozco“  no pasa de ser una ilusión óptica. Porque muchas veces vemos en los demás lo que nos conviene, interesa o lo que se parece, por afinidad o por contraste, a nosotros. Podemos proyectar nuestro mundo interior en los demás, como también podemos proyectar en los demás nuestras culpas y responsabilidades. El argot popular lo conoce como “el chivo expiatorio”.

Entresacamos algún aspecto, y se idealiza, como ocurre con los que se enamoran de la persona equivocada. O escogen un defecto que mueve una repulsión que nace de las entrañas, para descalificar en otro aquello que nos repugna de nosotros. Y entonces dicen conocer a una persona cuando lo que realmente conocen es a su caricatura.

Es curioso que este “yo te conozco” en oportunidades sirva para “yo conocerme”. Lo que vemos en los demás con agrado o desagrado ha pasado por el filtro de nuestros gustos y disgustos. Pero, aún más, lo que vemos en los demás, sobre todo en lo que se refiere a desagrado, lo vemos como quien se ve reflejado en un espejo: vemos en los otros lo que no queremos ver en nosotros y lo tenemos.

Sin embargo, la expresión “yo te conozco” usualmente se utiliza para descalificar. “Yo te conozco” es que “yo sé quién eres, quien fuiste y quién vas a seguir siendo, así que no te ilusiones en que me vas a convencer de lo contrario”.

Esta forma de ver a los demás oculta un hecho ineludible: puede que los demás importen en cuanto me afirman de una u otra forma. Unos en cuanto a lo que yo creo ser; otros, en cuanto yo no soy tan rufián como ellos.

Así que el problema consiste en renunciar a esa omnipotencia que da ese supuesto conocimiento, para volver a lo básico de la relación: verme con desnudez y sencillez, y abrir mi mundo al mundo interior del otro; andar por la vía de la relación circulando en doble dirección, tanto de ida hacia la otra persona como de venida de la otra persona hacia mí.

Tomar esta actitud de niños, de aprendices, es, por lo tanto, abrirse al drama de vida que hay en el otro, con sus experiencias buenas, dolorosas y fallidas, sin apartar la vista porque veamos su gloria o su podredumbre. Poder ver el esfuerzo diario del otro por incorporarse, para ser mejor persona, y estar allí no para sustituirlo más sí para apoyarlo.

Dejarnos sorprender por la grandeza encerrada, por la nobleza a pesar de todo, por la fragilidad que se alza contra la tempestad. Eso es más rico, mucho más rico, que un simple “te conozco”.

Puede que muchos fracasen en sus mejores intentos y esto crea en mí algo de escepticismo ante la vida. Pero el poder estar allí, no como quien juzga sino como quien comparte, es ya una experiencia de la que nadie debería perder. La condolencia por aquellos que dudaron de sí mismos y se dejaron llevar por la corriente, no es otra cosa que afirmar que mi mano sigue tendida en la dirección en que partieron, por si deciden regresar.

Es ver también el peso de las acciones y las experiencias, tan banalizadas hoy, cuando pueden marcar el presente y porvenir de una persona. Es el sopesar los pasos que doy, porque tiene el peso del infinito. Y esta vida está allí para vivirla, no para que otros nos vivan.

Es prioritario entender que no debemos utilizar el “yo te conozco” para señalar el aspecto negativo del otro, sino realmente tomarme el tiempo para conocer al otro: para ver su belleza interior, para entenderla, por dejarme complementar por su “yo”. Pero también para entender cómo puedo acercarme sin miedo ni angustia y saber cuándo, cómo y de qué manera puedo ser apoyo para esta persona. 


Conocer al otro en toda su dimensión también es mi responsabilidad, porque solo así puedo dejarme complementar y porque así voy abandonando los vestigios del hombre viejo que solo quiere ver oscuridad en el otro y no descubrir la intensidad de su luz interior.

“Te conozco” debería ser la frase que utilicemos cuando queramos afirmar a alguien, cuando queramos defender su espacio, cuando queramos reconocer su grandeza.

Conocer al otro es mi manera de decir “me importas, te quiero y te acepto como eres”. Soy capaz de ver tus áreas oscuras que no me atemorizan y también descubrir todas tus luces, tus carencias pero también tus posibilidades, no me asusto de ti ni te acuso porque soy capaz de descubrir que eres como yo, con tus miserias como las mías, pero también con tus grandezas.

Quiero conocerte porque descubro que hay destellos de luz en ti que pueden ser míos si me dejo iluminar por ti.