viernes, 9 de diciembre de 2011

CONGESTIÓN!



Es habitual que las grandes ciudades padezcan de un tráfico pesado. En algunas la situación reviste de una gravedad sofocante, que ahoga en el estrés, ruido y contaminación a cuantos sufren el embotellamiento. Miles de vehículos queriendo avanzar por vías que resultan insuficientes. El peso del tiempo goteando dentro de cada cabina…

El tráfico congestionado ha servido para comerciales que ofertan digestivos y productos afines. Y la palabra congestión ha servido para ilustrar síntomas relacionados con ciertos estados de salud.

Pero en nuestro caso queremos usar, tanto la palabra como su significado, para referirnos a la congestión que se arma en nuestra mente y en nuestra vida por las múltiples actividades, tareas, compromisos y obligaciones. Hasta las actividades más banales las incluimos en esta clasificación quizás, algunas veces, para alimentar nuestra vanidad.

Así pues, múltiples exigencias transitan por nuestras neuronas buscando abrirse paso hasta su realización. Y mientras tanto la presión (tanto la nerviosa como la sanguínea) se eleva. Respiración entrecortada, pulsaciones aceleradas, dolor de cabeza, sudoración, baja tolerancia, actitudes conflictivas… son unas de tantas consecuencias y síntomas que acompañan… a la congestión.

Ante esta situación lo primero que surge es la autocompasión: ¡pobre yo! El mundo moderno es agotador con su estilo de vida acelerado, en contraste con las ciudades de antaño. Autocompasión que sirva, obviamente, compadecernos y alimentar temas de conversación.

Pero no sirve para crecer. Porque crecer es responsabilizarse y estar a la altura de los desafíos. Claro que el asumir responsablemente la vida tiene como primera consecuencia que yo no me enrole en cualquier guerra ni pacte cualquier compromiso. Yo no puedo, por ejemplo, solucionar el conflicto matrimonial de un familiar muy querido, si ellos no ponen de su parte; podré preocuparme pero con el realismo de no inventar alternativas que a nadie le interesa. Igualmente sabré posponer, o incluso abandonar, un gasto inútil en mi vehículo, si es únicamente decorativo y tengo otras responsabilidades que cubrir.

De tal manera que muchas veces estamos congestionados por una mala administración de nuestra propia vida.

Una de las razones por la que nos ocurre esto es por no saber priorizar. La vida del ser humano siempre es un caos que ordenamos. La manera como un bebé se va asomando a la vida le permite conocer y reconocer, y en ese reconocimiento hay un ordenamiento que ocurre en su interior. Ordenamiento que es diferenciación. Pero también se da una jerarquización, aunque sea bastante básica: las necesidades básicas, como el comer y el dormir, no las pospone.

Pero, de nuevo, ese caos y aluvión de sensaciones de todo tipo vienen paulatinamente ordenadas en el interior, inclusive con una clasificación rudimentaria: lo que gusta y lo que disgusta.

En la medida en que crecemos se incorporan otras formas de ordenar y clasificar sensaciones, emociones y experiencias. Inclusive tal cosa se hace en base a sistemas de valores.

En efecto, ninguna persona adulta (o que pretenda llegar a la madurez psicológica) puede prescindir de cierto esquema de valores. Estos van a ser criterio para organizar la acción.

O sea, ante el caos de lo que se tiene que hacer, hay que priorizar en orden de importancia, factibilidad y estrategia. Por ejemplo, puedo tener miles de asuntos más importantes que revisar los cauchos a mi vehículo, pero si me ocurre algún percance en la calle por este descuido todo lo demás se va a complicar mucho más. Puede que algo no tenga tanta importancia pero puedo resolverlo de una vez, sin grandes contratiempos. O puede que, posponiendo algo que requiere de gran concentración y energía pero que no es urgente, pueda resolver varias cosas a la vez para que no me agobien. Pensemos en alguna diligencia que deba hacerse en el centro de la ciudad, pero en el que podemos hacer varias cosas a la vez; o  como bien saben las amas de casa, mientras cocinan el almuerzo tienen puesta la lavadora; o la empresa que solicita insumos a sus proveedores y, para ahorrar tiempo y dinero en el envío, hace un pedido que incluya lo que hace actualmente falta y lo que en algunas semanas deba solicitarse. Evidentemente que hay urgencias y cuestiones de importancia capital: un evento deportivo donde participen nuestros hijos, o un acto cultural en el colegio no pueden ser pospuestos fuera de situaciones realmente fuera de control.

Pero puede haber también otra razón: nos habituamos no a posponer estratégicamente sino de forma arbitraria. Es decir, no vamos resolviendo y el inventario de cosas por hacer crece en un orden geométrico. La lista de cuestiones es producto acumulado de meses de desgana, a lo mejor, o de apatía. Como quien tiene un cementerio de chatarra o de artefactos inservibles que se acumulan porque en algún momento se van a arreglar. Cuando miramos esa situación y el caos que produce en nuestra interior, nos sentimos sofocados y abatidos. Derrotados antes de la batalla.

Además de la incapacidad de priorizar y la postergación indefinida, puede haber otro factor, que ya hemos insinuado: acumulamos cantidad de asuntos que nos arrastran de un lado para el otro, que nos movilizan constantemente, que nos hacen ir y venir ¿Cuál es el provecho de esto? ¿Por qué lo hacemos? Porque nos descentra, en el mal sentido, de nosotros mismos. Vivimos dispersos y, en esta dispersión, conseguimos no vernos. Rehuimos de mirarnos y de ver cuestiones que no nos agradan: no somos la madre que suponemos ser, o el esposo, o no nos estamos desenvolviendo de manera competente en nuestro trabajo. O tal vez esquivamos ver tal defecto que nos resulta humillante, o aquellos aspectos que nos avergüenzan y son señalados por las personas que sabemos que nos aman. O la manera como señalamos a los demás, para no vernos.

Es obvio que debemos descongestionar nuestra vida, para poder disfrutarla, para poder mirar con mayor profundidad, para establecernos nuevos retos. El tráfico de situaciones que nos contaminan se debe, en una gran parte, a que todo lo hacemos circular por las estrechas vías de la desorganización e ineficacia. Priorizar es poner en las autopistas lo que debe hacerse de inmediato, en las carreteras de primera los camiones de carga pesada y en las vías secundarias aquello que sirve para hacer turismo, distraernos y pasear.

Puede que no debamos desechar nada, si realmente enfrentamos cuestiones imprescindibles. Pero podemos dotarles de canales de circulación y tiempo distinto para cada una…

Pero quizás lo más importante sea recordar que debemos descongestionar el camino bidireccional que existe entre nuestra razón y el corazón.

Tener la capacidad de no dejar que nuestras emociones o nuestro corazón arropen nuestra razón, cuando ella misma nos está advirtiendo sobre una posible congestión en nuestra vida, sea física, personal, interpersonal.

De la misma manera que no debo racionalizarlo todo dejando a un lado la emoción o el malestar interno que pudiera producir la supuesta toma de decisión racional que me va a llevar a la congestión.

Al final, lo que debo descubrir, y solo puedo descubrir mientras me miro internamente, es qué es lo más importante en mi vida, que me conlleva a mi equilibrio emocional, entendiendo entonces que todo aquello que me congestiona emocionalmente, afectivamente y hasta en mi mundo familiar e interpersonal debe ser puesto a un lado.

De nuevo, como lo he  repetido infinidades de veces, el autoconocimiento es primordial en nuestra vida; pues es el autoconocimiento lo que me va a llevar a crear herramientas que eviten la congestión en mi vida.

Descongestión: Libertad para vivir.








No hay comentarios:

Publicar un comentario