viernes, 16 de diciembre de 2011

RESPLANDORES...

Recuerdo de niña haberme sumergido en el agua, del mar o de la piscina. Esa experiencia fascinante en que todo toma otra coloración, aparece borroso y los sonidos se hacen graves y lejanos. Pero por más que uno aguantase la respiración unos instantes, lo  más que pudiese, debía volver a la superficie para encontrarme con mis otros primos, que hacían lo mismo.
Supongo que esa fascinación por entrar en un mundo envolvente donde todo lo demás se hacía distante y las sensaciones eran tan distintas, el que en ciertas partes se tejieron leyendas relacionadas con sirenas: alguien que se sumerge sin necesidad de volver a la superficie.
La fantasía permite, obviamente, idealizar ciertas experiencias o situaciones que son momentáneas, imaginándolas eternas. Inclusive si su contenido deja de tener profundidad pero, por otro lado, gana en intensidad sensorial. La seducción por una vida de permanente fiesta o conquista amorosa, sin que de ello devenga el compromiso propio de los que realmente aman. Una vida que puede contar con una fugacidad de vivencias sin sentido, sin que se consiga vivirlas de manera integradoras.
El mismo comportamiento compulsivo de comprar para llenar vacíos, no atendiendo a la necesidad sino a la novedad. Siguiendo la marcha de las modas y de las masas, para sentir por un momento que no se está solo. Todo sin reflexión, solo con la satisfacción momentánea de sentir, quizás, que se es privilegiado ante otros que, deseando lo que yo hago, no tienen la capacidad para conseguirlo.
Solo que, a diferencia, de la experiencia en el agua, las personas no sienten que les falta el aire de la respiración. Creen que pueden vivir indeteniblemente de esa forma. Incluso el sufrimiento y el dolor se ven como lejanos y efímeros, como propio de otras personas, que no de mí. Este es el peligro.
El que una experiencia tenga la fuerza, como decir, luminosa de enceguecer nuestros sentidos, no es lo malo. Lo aceptamos, por ejemplo, entre quienes se enamoran y, si saben donde están parados, en momentos íntimos y sublimes de los esposos. Todos estamos de acuerdo que un atleta, que ha estado sometido a un riguroso entrenamiento para conseguir ciertas condiciones, considere sublime su premiación en las Olimpíadas.
Que un estudiante se gradúe u obtenga un reconocimiento por sus méritos, sea algo que a cualquiera le hace sentir que toca el cielo. O que un científico, que ha dedicado su vida al ámbito de la investigación, consiga un hallazgo no descrito por la ciencia, sea una cosa de otro mundo.
Lo que sería preocupante es que nos hiciese perder las proporciones, el sentido de la vida, lo auténticamente valioso o sirviera para no prestarle atención a nuestras responsabilidades.
Igualmente sería preocupante si fuese excusa habitual para vivir desde la superficie o, cosa también factible, desde lo que es embriagadoramente perjudicial. Puede ser muy intensa la experiencia de lanzarse por las bajadas de una montaña rusa, pero si alguien sufre del corazón, sería fatal. Y en la vida la gente se monta en muchas montañas rusas que no son exactamente armatostes metálicos.
Por el deseo de imitar a amigos y vecinos, puede ser que me endeude por encima de mis posibilidades. Alguien puede acceder a una aventura amorosa que ponga en riesgo su matrimonio o estabilidad emocional. U otro puede tomar en exceso o ingerir estupefacientes.
Así que, además de la valoración que se le pueda dar a cada situación en sí, lo que pretendo resaltar es el carácter distractor y enceguecedor, que perturba la vida haciendo perder el rumbo o la orientación, tanto más peligroso en la medida en que no nos percatamos, como en el agua, que “nos falta el aire”.
Uno de los efectos más inmediatos es el de centrarnos negativamente en nosotros mismos, independientemente, como se dijo, de cómo se valore la experiencia. Nos encerramos en lo que sentimos y necesitamos. Consideramos que lo que conseguimos es lo suficientemente grandioso como para que los demás se sientan como nosotros (un empresario exitoso, que le quita horas extras a su familia para dedicárselos a su trabajo) o, sino, para que pongan su cuota de sacrificio en razón de un bien falsamente superior.
El mundo que internamente nos figuramos, a partir de lo “sublime”, le damos el rango de mundo real, el cual es otro de los efectos.
Además, esta situación de privilegio permite que el ego se infle exageradamente; lo que comúnmente consideramos como arrogancia, soberbia, prepotencia… sin referirnos a los delirios de grandeza, que serían la versión patológica del asunto. Y los demás, como dijimos, se transforman en títeres que cumplen un papel secundario en el guión teatral que nos toca protagonizar.
A esta descripción habría que añadir, de forma concienzuda, cuando de manera colectiva se vive un ensueño del que no se quiere despertar. O que despertarse significa volver a la palurda realidad. Ocurre en tiempos de procesos electorales, eventos deportivos y, algo fuera de lo común, campeonatos como el Mundial de Futbol, las Olimpíadas u otros similares.
Los puntos de referencia se borran, por lo que la gente se mueve conjuntamente bajo los mismos efectos eufóricos. Quienes manejan las masas, como las grandes campañas publicitarias por no mencionar a aquellos que dirigen las sociedades, saben sacar dividendos de este fenómeno.
Estamos inmersos dentro de estos días previos a la Navidad. En todo el Occidente son fechas especiales, que implica una variedad de costumbres y tradiciones. Las casas toman un aspecto especial y se hace intercambio de regalos. La comida es distinta y el ajetreo se siente por todas partes. Las mismas ciudades tienen un aspecto distinto, además de la nieve del norte, el sol del sur, que no la media habitual en el termómetro del trópico.
Fácilmente podemos distraernos y cegarnos por una sociedad que resalte el consumo y lo superficial. Fácilmente podemos olvidar que para muchos estas fechas son melancólicas, pues perdieron el bienestar y seguridad que antes tenían; perdieron casas que no saben cuando recuperarán; perdieron seres queridos o se les enfermaron gravemente. Para otros la navidad de la televisión es algo que nunca han vivido y que, por su grado de pobreza, ni siquiera se preguntan si algún día vivirán.
Generalmente nos dejamos deslumbrar por luces y resplandores equivocados o ilusorios. El resplandor de hermosos juegos de luces, el resplandor del correcorre de las fiestas, el resplandor de la música y los sonidos. Resplandores que iluminan distrayéndonos de un resplandor más profundo y fundamental: el resplandor de la realidad concreta del otro, de su lucha por crecer, por darle sentido a su vida, en medio del dolor o el sufrimiento.
Tradicionalmente, en el sentido más auténtico de lo que es la tradición, la Navidad ha tenido sentido en el encuentro que hermana y hace solidarios. Puede que para algunos estos días no tengan relevancia religiosa, pues no son creyentes, y para otros sí, pues lo son. Pero lo que Occidente no ha olvidado, en sus relatos y cuentos, es esa solidaridad que hermana unos con otros; esa atención hacia aquel que está más desfavorecido. No lo dejemos perder.
Deja que tu luz interior resplandezca, inunde tu vida y alcance la vida de los demás. No dejes que la luz que haya en ti produzca resplandores vacíos, engañosos y superficiales.
Deja que la luz de tu vida interior produzca resplandores de amor profundo, de paz, de tolerancia, de perdón. Que el resplandor de tu luz pueda ser camino y apertura para el que sufre, espera y calla.
Toma conciencia que tu luz puede ser  resplandor sanador para tu prójimo.


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