viernes, 2 de diciembre de 2011

"¡YO TE CONOZCO!"


Nada impresiona más que esa especie de adivinadores, personas especialistas en conocer los rincones más escondidos del alma humana, que de manera premonitoria dicen: “Yo te conozco”.

Palabras estas que hacen temblar hasta el más guapo ¿quién sabe a cuál de las grietas que llevamos en el interior se refiere? ¿a cuál acontecimiento fatídico, donde hemos quedado desnudos ante la vida fruto de nuestras decisiones, esté apuntando su dedo acusador?

Quien dice “yo te conozco” se reviste con el fuego de los dioses. Participa de un poder que el resto de los mortales desconoce. Y hace que se le rinda la reverencia de quien no pertenece al rastrero mundo de lo cotidiano.

Si alguien conoce y conoce a la gente, no solo en lo que es la apariencia física o las máscaras psicológicas, alude a lo que esté en los entretelones, detrás del escenario. Como los decorados de una escenografía, en que detrás de lo estéticamente hermoso existe el caos, el desorden, las cuerdas y contrapesos que sostienen lo que es incuestionablemente irreal. “Yo te conozco” es decir: yo sé quien eres, conozco tus entretelones, nada hay oculto para mí.

En definitiva, es un poder religioso el que se les da a aquellos que dicen “yo te conozco”.

El único detalle que pasa por alto es: ¿en verdad nos conoce? O invirtiendo las cosas ¿en verdad yo conozco exhaustivamente a alguien?

Es un detalle, el que aludimos, que desmonta la otra parte de la escenografía. Si no nos conocemos a fondo a nosotros mismos, que convivimos 24 horas dentro de la misma piel ¿cómo pretendemos conocer a los demás?

Generalmente el “yo te conozco“  no pasa de ser una ilusión óptica. Porque muchas veces vemos en los demás lo que nos conviene, interesa o lo que se parece, por afinidad o por contraste, a nosotros. Podemos proyectar nuestro mundo interior en los demás, como también podemos proyectar en los demás nuestras culpas y responsabilidades. El argot popular lo conoce como “el chivo expiatorio”.

Entresacamos algún aspecto, y se idealiza, como ocurre con los que se enamoran de la persona equivocada. O escogen un defecto que mueve una repulsión que nace de las entrañas, para descalificar en otro aquello que nos repugna de nosotros. Y entonces dicen conocer a una persona cuando lo que realmente conocen es a su caricatura.

Es curioso que este “yo te conozco” en oportunidades sirva para “yo conocerme”. Lo que vemos en los demás con agrado o desagrado ha pasado por el filtro de nuestros gustos y disgustos. Pero, aún más, lo que vemos en los demás, sobre todo en lo que se refiere a desagrado, lo vemos como quien se ve reflejado en un espejo: vemos en los otros lo que no queremos ver en nosotros y lo tenemos.

Sin embargo, la expresión “yo te conozco” usualmente se utiliza para descalificar. “Yo te conozco” es que “yo sé quién eres, quien fuiste y quién vas a seguir siendo, así que no te ilusiones en que me vas a convencer de lo contrario”.

Esta forma de ver a los demás oculta un hecho ineludible: puede que los demás importen en cuanto me afirman de una u otra forma. Unos en cuanto a lo que yo creo ser; otros, en cuanto yo no soy tan rufián como ellos.

Así que el problema consiste en renunciar a esa omnipotencia que da ese supuesto conocimiento, para volver a lo básico de la relación: verme con desnudez y sencillez, y abrir mi mundo al mundo interior del otro; andar por la vía de la relación circulando en doble dirección, tanto de ida hacia la otra persona como de venida de la otra persona hacia mí.

Tomar esta actitud de niños, de aprendices, es, por lo tanto, abrirse al drama de vida que hay en el otro, con sus experiencias buenas, dolorosas y fallidas, sin apartar la vista porque veamos su gloria o su podredumbre. Poder ver el esfuerzo diario del otro por incorporarse, para ser mejor persona, y estar allí no para sustituirlo más sí para apoyarlo.

Dejarnos sorprender por la grandeza encerrada, por la nobleza a pesar de todo, por la fragilidad que se alza contra la tempestad. Eso es más rico, mucho más rico, que un simple “te conozco”.

Puede que muchos fracasen en sus mejores intentos y esto crea en mí algo de escepticismo ante la vida. Pero el poder estar allí, no como quien juzga sino como quien comparte, es ya una experiencia de la que nadie debería perder. La condolencia por aquellos que dudaron de sí mismos y se dejaron llevar por la corriente, no es otra cosa que afirmar que mi mano sigue tendida en la dirección en que partieron, por si deciden regresar.

Es ver también el peso de las acciones y las experiencias, tan banalizadas hoy, cuando pueden marcar el presente y porvenir de una persona. Es el sopesar los pasos que doy, porque tiene el peso del infinito. Y esta vida está allí para vivirla, no para que otros nos vivan.

Es prioritario entender que no debemos utilizar el “yo te conozco” para señalar el aspecto negativo del otro, sino realmente tomarme el tiempo para conocer al otro: para ver su belleza interior, para entenderla, por dejarme complementar por su “yo”. Pero también para entender cómo puedo acercarme sin miedo ni angustia y saber cuándo, cómo y de qué manera puedo ser apoyo para esta persona. 


Conocer al otro en toda su dimensión también es mi responsabilidad, porque solo así puedo dejarme complementar y porque así voy abandonando los vestigios del hombre viejo que solo quiere ver oscuridad en el otro y no descubrir la intensidad de su luz interior.

“Te conozco” debería ser la frase que utilicemos cuando queramos afirmar a alguien, cuando queramos defender su espacio, cuando queramos reconocer su grandeza.

Conocer al otro es mi manera de decir “me importas, te quiero y te acepto como eres”. Soy capaz de ver tus áreas oscuras que no me atemorizan y también descubrir todas tus luces, tus carencias pero también tus posibilidades, no me asusto de ti ni te acuso porque soy capaz de descubrir que eres como yo, con tus miserias como las mías, pero también con tus grandezas.

Quiero conocerte porque descubro que hay destellos de luz en ti que pueden ser míos si me dejo iluminar por ti.

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