Cada uno de nosotros posee una cualidad o virtud tan
desarrollada que no puede pasar desapercibida para los demás. En mi caso, es mi
memoria. Es, por ejemplo, para mí muy común recordar con claridad cada sesión con
mis pacientes con la única ayuda de la memoria; puedo retomar una consulta que
se haya abandonado meses atrás por el paciente y retomarla como si hubiese sido
del día anterior.
Por supuesto, para algunos pacientes esto es
admirable, además de que les da un sentido pleno de ser escuchados. Para otros
es escalofriante, porque no todos y no siempre vienen personas a mi consulta
con deseos genuinos de salir adelante. Por eso, cuando estos se afanan en
desviar mi atención de algo que necesito y estoy puntualizando por algún motivo
serio, mi memoria es la que viene en mi auxilio para ubicarles, con asombro, en
su realidad.
Así pues a mí me resulta bastante gracioso cuando
escucho a mis pacientes, en la sala de espera, decirles a los que vienen por
primera vez: “ten cuidado con lo que le digas a la doctora, porque a ella no se
le olvida nada”. Y aunque algunos asumen que mi memoria es parte de mi
entrenamiento como psicólogo, en realidad ha sido mi memoria una de las grandes
ventajas que he poseído para el ejercicio destacado en mi profesión.
Por eso el lector no debe asombrarse de que recuerde
eventos, con precisión de detalles, ocurridos hace muchísimo tiempo, como la
anécdota que voy a contar a continuación, cuando tenía apenas 3 años.
Como ya he mencionado en otros artículos, papá era
médico. Pero sobre todo un gran investigador. Poseía dos especialidades: la cardiología
y la radiología. Había estudiado toda su carrera de medicina y sus especialidades
fuera del país. Por lo que, cuando llegó a Venezuela, en concreto a Caracas, se
encontró abrumado de trabajo, pues eran muy pocos los radiólogos que existían
en el país. Por eso constantemente escuchaba sonar el teléfono de mi casa para
pedirle a mi papá su colaboración en
otros puntos del país.
Finalmente papá accedió a colaborar tres veces a la
semana en la ciudad de Maracay, a 120 kilómetros de Caracas. Sin embargo, con
el tiempo la situación se volvió compleja para la familia, pues a mamá le
tocaba lidiar prácticamente sola con 4 niños, de 4, 3, 2 y 1 año de edad.
Constantemente mamá repetía que cuando nos levantábamos en la mañana papá ya no
estaba; y al acostarnos, tampoco. Por lo tanto, finalmente y por petición de
mamá, se tomó la decisión de que papá trasladase por completo todo su ejercicio
profesional para Maracay, y nosotros nos fuésemos, obvio, con él.
Recuerdo, no sé si fue angustia con dolor, lo que esta
decisión produjo en mí. Esto significaba dejar atrás a mi amado abuelo Miguel;
a Neta (Antonieta), su esposa; a Gaspar, primo de mi abuelo; y a Pepita, su
esposa, quienes nunca pudieron tener hijos. Además Carmen, la vecina, una dulce
señora mayor que se dedicaba cariñosamente a complacerme con sus galletas.
Realmente no puedo decir que todas estas personas me consintiesen de manera
negativa y perjudicial, todo lo contrario; supongo que la edad les hubiese
enseñado esa preciosa sabiduría de comprender a los niños y manifestarles amor,
y esto para su bien.
Por lo tanto, a pesar de ser tan pequeña entendía la
trascendencia de la situación. Ciento veinte kilómetros de distancias eran para
mí ir de la tierra a la luna. Sin embargo, no había nada que se pudiese hacer.
Recuerdo que días antes de la mudanza me enfermé. Y en silencio suplicaba a
Dios seguir enferma para evitar la mudanza. Muy a pesar mío me recuperé
rápidamente y tuvimos que partir. Para mí fue extremadamente difícil y
doloroso. Pero lo peor estaba aún por venir.
En mi mente ingenua de niña pensaba que podía llevar
conmigo a mi gato. Pero al montarnos en el automóvil, el día de la partida,
papá fue bastante conciso al hacerme saber que mi gato tenía que quedarse.
Recuerdo que lloré en silencio a lo largo del camino
durante mucho tiempo: había dejado atrás a mi amada familia… y mi gato ya no
podría estar conmigo como compensación ante lo que yo creía que había definitivamente
perdido.
Finalmente llegamos a Maracay. Y papá comenzó a
mostrarnos la casa, con todas sus habitaciones y recovecos, y el jardín. De repente ¡oh, sorpresa! había
un gato en el jardín. Comencé a gritar y a saltar diciendo “¡mi gato! ¡mi gato!”
Ante tal alboroto papá fue a ver qué ocurría. Y yo emocionada le comentaba y le
decía que ahí estaba mi gato.
Papá no podía entender de dónde había salido el gato y
que, obviamente no era el mío. Yo insistía e insistía y papá insistía también.
Buscaba por todos los medios hacerme entender que no era mi gato. Finalmente
papá, pensando que yo podía aceptar la realidad, me dijo: “Este no es tu gato.
Este gato es de color pardo y tu gato era blanco con manchas negras”. Yo
inmediatamente me le quedé mirando y le repliqué: “Papá: es que se cambió el ´¡vistido!”.
Ante tal afirmación papá comenzó a reírse durante un
largo rato. Finalmente entonces aceptó que se quedara el gato y yo convencidísima
que era el mío y la explicación era que simplemente se había cambiado de “vistido”.
A veces nosotros, los adultos, pensamos que los niños
son adultos pequeños, que piensan, actúan, razonan igual que nosotros. Pero la
realidad es otra. Hay muchas cosas en que los niños no son capaces de entender.
Su mundo no es percibido de la misma manera que el nuestro. Su lógica es
sencilla y simple. La manera de manejar el tiempo y la distancia es distinta de
la nuestra. La intensidad en que sienten y manifiestan las emociones es muy
particular.
A veces creamos conflictos innecesarios con nuestros
hijos pequeños repitiéndoles una y otra vez “es que tu no entiendes” cuando
realmente somos nosotros los que no entendemos. El mundo de los niños es
pequeño y limitado, no porque ellos quieren que así sea, sino porque se
requiere de ciertos procesos y maduración para que el niño vaya ampliando su
mundo y sus horizontes. Lo que para un niño es altamente importante, para ti
puede ser una nimiedad. Y la no aceptación de esa realidad del niño puede traer consecuencias dolorosas, además de
resentimiento.
Hablar del mundo de los niños es complejo y
fascinante. Es por eso que, para aproximarnos a ese mundo, debemos hacerlo con
paciencia, delicadeza, inteligencia y, sobre todo, con una gran tolerancia.
Como ustedes mismos verán, mi anécdota tiene dos aspectos muy importantes a
resaltar: la primera, la capacidad que posee un niño para entender lo difícil y
doloroso que es una separación o desarraigo familiar. Y, al mismo tiempo, la
inocencia y escasa capacidad para entender que… ese no era mi gato. Por lo
tanto, lo que hice de niña fue utilizar
una lógica que, según mi capacidad y entendimiento, daba una explicación “real”
a lo ocurrido.
Así que la próxima vez que te encuentres como padre o
como adulto ante la situación en la que el niño te responde desde sus criterios
propios de su mundo infantil, como la del “vistido”,
no te desesperes. Sonríe, porque detrás de eso se encuentra una gran agudeza
mental que, si la cultivas con paciencia y esmero, obtendrás a su tiempo frutos
valiosos que te harán sentir orgulloso de tu hijo o de tu hija.
Puedo hablarte desde la experiencia: puesto que cada
vez que papá se sentía orgulloso de cada una de mis acciones, siempre contaba
la anécdota del “vistido”…
No hay comentarios:
Publicar un comentario