sábado, 25 de agosto de 2012

EL "VISTIDO”





Cada uno de nosotros posee una cualidad o virtud tan desarrollada que no puede pasar desapercibida para los demás. En mi caso, es mi memoria. Es, por ejemplo, para mí muy común recordar con claridad cada sesión con mis pacientes con la única ayuda de la memoria; puedo retomar una consulta que se haya abandonado meses atrás por el paciente y retomarla como si hubiese sido del día anterior.

Por supuesto, para algunos pacientes esto es admirable, además de que les da un sentido pleno de ser escuchados. Para otros es escalofriante, porque no todos y no siempre vienen personas a mi consulta con deseos genuinos de salir adelante. Por eso, cuando estos se afanan en desviar mi atención de algo que necesito y estoy puntualizando por algún motivo serio, mi memoria es la que viene en mi auxilio para ubicarles, con asombro, en su realidad.

Así pues a mí me resulta bastante gracioso cuando escucho a mis pacientes, en la sala de espera, decirles a los que vienen por primera vez: “ten cuidado con lo que le digas a la doctora, porque a ella no se le olvida nada”. Y aunque algunos asumen que mi memoria es parte de mi entrenamiento como psicólogo, en realidad ha sido mi memoria una de las grandes ventajas que he poseído para el ejercicio destacado en mi profesión.

Por eso el lector no debe asombrarse de que recuerde eventos, con precisión de detalles, ocurridos hace muchísimo tiempo, como la anécdota que voy a contar a continuación, cuando tenía apenas 3 años.

Como ya he mencionado en otros artículos, papá era médico. Pero sobre todo un gran investigador. Poseía dos especialidades: la cardiología y la radiología. Había estudiado toda su carrera de medicina y sus especialidades fuera del país. Por lo que, cuando llegó a Venezuela, en concreto a Caracas, se encontró abrumado de trabajo, pues eran muy pocos los radiólogos que existían en el país. Por eso constantemente escuchaba sonar el teléfono de mi casa para pedirle a mi papá  su colaboración en otros puntos del país.

Finalmente papá accedió a colaborar tres veces a la semana en la ciudad de Maracay, a 120 kilómetros de Caracas. Sin embargo, con el tiempo la situación se volvió compleja para la familia, pues a mamá le tocaba lidiar prácticamente sola con 4 niños, de 4, 3, 2 y 1 año de edad. Constantemente mamá repetía que cuando nos levantábamos en la mañana papá ya no estaba; y al acostarnos, tampoco. Por lo tanto, finalmente y por petición de mamá, se tomó la decisión de que papá trasladase por completo todo su ejercicio profesional para Maracay, y nosotros nos fuésemos, obvio,  con él.

Recuerdo, no sé si fue angustia con dolor, lo que esta decisión produjo en mí. Esto significaba dejar atrás a mi amado abuelo Miguel; a Neta (Antonieta), su esposa; a Gaspar, primo de mi abuelo; y a Pepita, su esposa, quienes nunca pudieron tener hijos. Además Carmen, la vecina, una dulce señora mayor que se dedicaba cariñosamente a complacerme con sus galletas. Realmente no puedo decir que todas estas personas me consintiesen de manera negativa y perjudicial, todo lo contrario; supongo que la edad les hubiese enseñado esa preciosa sabiduría de comprender a los niños y manifestarles amor, y esto para su bien.

Por lo tanto, a pesar de ser tan pequeña entendía la trascendencia de la situación. Ciento veinte kilómetros de distancias eran para mí ir de la tierra a la luna. Sin embargo, no había nada que se pudiese hacer. Recuerdo que días antes de la mudanza me enfermé. Y en silencio suplicaba a Dios seguir enferma para evitar la mudanza. Muy a pesar mío me recuperé rápidamente y tuvimos que partir. Para mí fue extremadamente difícil y doloroso. Pero lo peor estaba aún por venir.

En mi mente ingenua de niña pensaba que podía llevar conmigo a mi gato. Pero al montarnos en el automóvil, el día de la partida, papá fue bastante conciso al hacerme saber que mi gato tenía que quedarse.

Recuerdo que lloré en silencio a lo largo del camino durante mucho tiempo: había dejado atrás a mi amada familia… y mi gato ya no podría estar conmigo como compensación ante lo que yo creía que había definitivamente perdido.

Finalmente llegamos a Maracay. Y papá comenzó a mostrarnos la casa, con todas sus habitaciones y recovecos,  y el jardín. De repente ¡oh, sorpresa! había un gato en el jardín. Comencé a gritar y a saltar diciendo “¡mi gato! ¡mi gato!” Ante tal alboroto papá fue a ver qué ocurría. Y yo emocionada le comentaba y le decía que ahí estaba mi gato.

Papá no podía entender de dónde había salido el gato y que, obviamente no era el mío. Yo insistía e insistía y papá insistía también. Buscaba por todos los medios hacerme entender que no era mi gato. Finalmente papá, pensando que yo podía aceptar la realidad, me dijo: “Este no es tu gato. Este gato es de color pardo y tu gato era blanco con manchas negras”. Yo inmediatamente me le quedé mirando y le repliqué: “Papá: es que se cambió el ´¡vistido!”.

Ante tal afirmación papá comenzó a reírse durante un largo rato. Finalmente entonces aceptó que se quedara el gato y yo convencidísima que era el mío y la explicación era que simplemente se había cambiado de “vistido”.

A veces nosotros, los adultos, pensamos que los niños son adultos pequeños, que piensan, actúan, razonan igual que nosotros. Pero la realidad es otra. Hay muchas cosas en que los niños no son capaces de entender. Su mundo no es percibido de la misma manera que el nuestro. Su lógica es sencilla y simple. La manera de manejar el tiempo y la distancia es distinta de la nuestra. La intensidad en que sienten y manifiestan las emociones es muy particular.

A veces creamos conflictos innecesarios con nuestros hijos pequeños repitiéndoles una y otra vez “es que tu no entiendes” cuando realmente somos nosotros los que no entendemos. El mundo de los niños es pequeño y limitado, no porque ellos quieren que así sea, sino porque se requiere de ciertos procesos y maduración para que el niño vaya ampliando su mundo y sus horizontes. Lo que para un niño es altamente importante, para ti puede ser una nimiedad. Y la no aceptación de esa realidad del niño puede  traer consecuencias dolorosas, además de resentimiento.

Hablar del mundo de los niños es complejo y fascinante. Es por eso que, para aproximarnos a ese mundo, debemos hacerlo con paciencia, delicadeza, inteligencia y, sobre todo, con una gran tolerancia. Como ustedes mismos verán, mi anécdota tiene dos aspectos muy importantes a resaltar: la primera, la capacidad que posee un niño para entender lo difícil y doloroso que es una separación o desarraigo familiar. Y, al mismo tiempo, la inocencia y escasa capacidad para entender que… ese no era mi gato. Por lo tanto, lo que hice de niña  fue utilizar una lógica que, según mi capacidad y entendimiento, daba una explicación “real” a lo ocurrido.

Así que la próxima vez que te encuentres como padre o como adulto ante la situación en la que el niño te responde desde sus criterios propios de su mundo infantil, como la del “vistido”, no te desesperes. Sonríe, porque detrás de eso se encuentra una gran agudeza mental que, si la cultivas con paciencia y esmero, obtendrás a su tiempo frutos valiosos que te harán sentir orgulloso de tu hijo o de tu hija.

Puedo hablarte desde la experiencia: puesto que cada vez que papá se sentía orgulloso de cada una de mis acciones, siempre contaba la anécdota del “vistido”…

No hay comentarios:

Publicar un comentario