viernes, 29 de abril de 2011

REGALO DE VIDA

Constantemente escucho a las personas decir: “quiero paz”, “necesito paz”. Este es un clamor frecuente que veo que se repite en distintas culturas, sociedades, etnias, y particularmente en aquellos que buscan la realización de “ser persona” y/o “tener una vida espiritual profunda y fructífera”.

La imagen que viene a nuestra mente, cuando hablamos de paz, es la de la guerra: paz es estar sin guerra. Obvio que esa paz es importante. Nos costaría trabajo pensar en una paz que conviva con la guerra. O con la muerte, el odio, el crimen… Pero limitar la paz a la ausencia de conflictos exteriores es engañoso. Puede servir para evadir cuestionamientos y responsabilidades. Como si el único problema de la paz fuera qué hacer con los violentos. O como si la paz dependiese de quienes tienen el poder para tomar grandes decisiones.

En verdad la paz exterior es importante, pero su importancia sería menor si no estuviese presente la paz interior. Muchas personas, cuando logran intuir qué tan importante es esa paz, son capaces de hacer grandes itinerarios internos: son los caminos de las religiones, meditaciones o afines. Y, no obstante, pueden ser falaces. Puede tratarse de formas sutiles de evasión, de autojustificación y hasta maneras inducidas de conseguir aquietarnos por técnicas de relajación, respiración, etc.

La paz interior surge como pacificación del hombre interno. La imagen de la guerra sirve, en cuanto que la paz implica la desaparición de estas de nuestro interior. Y para ello debemos de dejar de correr. O, mejor dicho, de huir de nosotros mismos.

Así pues, dejar de huir es mirarnos y encontrarnos con lo que somos y hemos sido. Reconocer errores y festejar aciertos, sin que nos pasemos la vida sin liberarnos del supuesto molde del pasado.

Pero estar en paz también es aceptar que la vida es una continua toma de decisiones. Estamos condenados a decidir, porque la vida se va construyendo. No viene prefabricada. Y esas decisiones nos afectan a nosotros, pero también afectan a quienes dependen de nosotros y los que nos rodean.

Estar en paz con nosotros mismos consiste en tomar a cada momento las mejores decisiones, de manera responsable. Puede que haya momentos en los que seamos incomprendidos. Ocurrirá también que alguna decisión conllevará sacrificios. En otros casos, tomaremos una decisión poco heroica, que tenga que ver con necesidades tan sencillas como protegernos a nosotros mismos, con honestidad.

Quien asume la vida desde la mirada interior, puede mirar a los otros sin desviar la mirada. Éste es el comienzo verdadero de la paz. Como quien toca a la puerta y espera ser recibido. Y ese otro a quien miramos, puede ser el esposo o la esposa, los padres o los hijos, familiares o amigos,  o quienes se benefician con nuestra paz. Relaciones importantes que tejen de sentido la vida misma.

Las religiones, meditaciones y demás técnicas no tienen su sentido de ser si evitamos el riesgo de vivir. No podemos usarlas para evadir de responder por nuestra vida, esto es, sopesar alternativas, tomar decisiones y fijar posiciones. No me puedo refugiar en la autoridad moral o espiritual de alguien para no decidir… o esconderme tras la excusa de que el error no es mío sino del otro. Y no porque las orientaciones no sean valiosas como lo que son: orientaciones. No tiene sentido experimentar una paz ficticia si no me enfrento al mundo con honestidad y humildad. Evitar situaciones, no tomar riesgos, no crear lazos sociales y afectivos con otros, aislándome del mundo no es paz, es evasión. La verdadera paz es aquella que experimentamos cuando permanecemos firmes y ecuánimes en medio de situaciones difíciles, conflictivas o dolorosas.

Por otro lado, la paz no es indiferencia ni ausencia de dolor. El cobarde, por ejemplo, huye del dolor o de la amenaza, sin que le importe las consecuencias. Pero su tranquilidad está muy distante de ser paz… y menos paz interior. La fidelidad a las propias convicciones y elecciones puede estar acompañada, como antes se insinuaba, de sufrimiento por rechazo, hostigamiento o soledad. Igualmente puede darse el que una persona tome una decisión que implique dolor físico o moral: debo someterme a una operación de alto riesgo pese a la resistencia de mi familia… o, al revés, decido (o decidimos) como adulto operar a un hijo menor de edad, para quien no son comprensibles las razones.

En esta misma línea se puede diferenciar la paz de la indiferencia: la indiferencia siempre es negación (al menos negación afectiva) de una parte de la realidad que me incomoda o genera sufrimiento. Esta especie de amputación anímica es una pérdida de nuestras capacidades y de la interioridad. Una situación incómoda, por decir lo menos, ante la cual no hay forma de responder satisfactoriamente, puede producir cuestionamientos o planteamientos que modifiquen o afirmen lo que pensamos de la vida, el sentido de ecuanimidad o, en todo caso, la diversidad que hay en la existencia.

La paz también es producto de la justicia. Y esto es válido tanto para la paz social como para la paz interior. Es, resumiendo en una frase memorable, lo que se ha dicho: las mejores decisiones armonizan con lo que es justo… con las exigencias de la justicia. Justicia ante los demás, pero también justicia en relación a mí misma. Y al revés: nadie puede pretender tener paz interior comportándose a propósito en contra de la justicia. Una cosa es anestesiar el alma. Otra cosa es pacificarla. Al final solo lo segundo merece vivirse.

Paz: preciado regalo de vida.

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