viernes, 19 de agosto de 2011

SENTENCIA DE MUERTE

Cada día sábado de cada semana, era para mí un motivo para celebrar. Papá era de Caracas, la capital, y nosotros vivíamos en Maracay, a escasos 128 kilómetros de Caracas. Papá tenía por norma ir a la capital todos los sábados para encontrarse con familiares, colegas y sobre todo para poder visitar las librerías más importantes y surtidas del país. Eso significaba que yo regresaría a casa posiblemente con dos o tres libros nuevos que me regalaba.
Pero un sábado en particular, dirigiéndonos hacia Caracas, divisé contra el fondo de barrios olvidados y sufridos una valla gigantesca en la que estaba escrito este pensamiento: “De la indolencia, líbranos Señor”.
Recuerdo vivamente lo mucho que me impactó la frase, no entendía con claridad de lo que significaba la frase, pero presentía que debía ser algo de suma importancia. Durante todo ese día ese pensamiento estuvo rondando por mi mente. Finalmente al final del día de regreso a casa, recordé lo que con frecuencia me decía mi abuelo paterno: “aprende a aclarar tus dudas sobre los términos que desconoces en el diccionario”.
Así, mis buenos oficios dieron resultado y conseguí su significado en el diccionario: indolente es aquel que es insensible, que no se afecta o conmueve ante el dolor ajeno. Mi mente de niña siguió trabajando, buscando ordenar todas las piezas del rompecabezas, para entender no solo la palabra, sino la oración “de la indolencia, líbranos Señor”. Por tal razón acudí a papá, le expliqué con detalle mis inquietudes esperando que él, como siempre, me ayudara a comprender. En efecto, él me hizo comprender la totalidad de su sentido, alcance y significado. Desde ese momento, aunque era solo una niña, entendí que debía hacerme el firme propósito de no ser indolente.
Porque la indolencia es un NO rotundo a la vida, equivale a perder la sensibilidad, no sólo ante el propio dolor, sino también ante el dolor del otro, de una cultura y de toda una sociedad.
Y es que la indolencia tiene como símbolo el rostro altivo e indiferente, que no se asoma a lo que ocurre alrededor entre los cercanos y menos en aquellos con quienes los encuentros han sido casuales. Lo emparentamos con la arrogancia que justifica ese no sentir, con aires de comodidad y superioridad.
Pues la indolencia es un no sentir la desgracia de la otra persona. No dejar que agite las “imperturbables” aguas de la tranquilidad interior. Es no afectarse y, por lo tanto, es no sintonizar con la agitación de quien se hunde en las movedizas arenas de la vida. Es establecer como máxima de la vida “ojos que no ven, corazón que no siente”.
La indolencia funciona como sustitutivo artificial (¡muy artificial!) de la paz de conciencia. Se busca el mismo efecto pero a menor precio… No hay que hacerse cuestionamientos, no hay que hacer cambios en la vida, no hay que preguntarse por lo que puedo hacer por la otra persona, no hay que preguntarse por la propia responsabilidad en relación con la desgracia ajena. El ahorro es considerable. Lo único que hay que hacer es no ver… hay que evitar ver… solo no ver. Y, por supuesto, no sentir.
A veces se piensa que se es indolente solo en las grandes cosas. Pero esto es tan falso como si se pudiera ocultar el sol con un dedo. Se comienza a ser indolentes desde pequeños, con pequeñas cosas, para más adelante, al crecer, ampliarlo a otras más serias, ya sin la ingenuidad primera. En muchas ocasiones esas pequeñas cosas de niños cuentan con el tácito aval de los padres; ellos no le dan la importancia que tiene, bajo la excusa de “son cosas de niños”, porque también son indolentes. Así se produce lo que en psicología se conoce como modelaje: padres indolentes moldean hijos indolentes a partir de sus comportamientos, afirmaciones, negaciones, castigos y recompensas.
El ser humano considera que la visión está entre las cosas más valiosas que tiene la vida ¡Terrible precio debe pagar el indolente para conseguir lo que considera más parecido a la paz de su conciencia: el no ver! El renunciar a la vista. El volverse ciego.
Y este “no ver” consigue, para la obtención de la tranquilidad de conciencia, un estrechamiento de su conciencia psicológica y moral. El mundo de su atención se reduce a banalidades, angosta sus infinitas posibilidades a lo más inmediato y sensorial, se identifica con el vivir “entre cuatro paredes”. El despliegue de todas las posibilidades que ofrece la vida viene filtrado por las conveniencias. Y estas guían a la moral de manera inversa: en vez de preguntarme por las realidades que obligan a mi conciencia, lo que hago es acorralar a la realidad para que responda  y se adecúe a mis conveniencias.
El indolente cree que vive de manera grandiosa, pues cree obtener lo máximo de la vida, cuando en realidad la está erosionando en sus fundamentos, puesto que no solo voy muriendo sino generando muerte a mi alrededor. Así, lo que muchas veces se evalúa como oportunidades y privilegios que la fortuna va poniendo en nuestro camino, pueden ser en formas diversas, grandes o pequeñas, variaciones de la indolencia.
Una mamá que tiene sobre sus espaldas la carga del hogar, por cualquier tipo de razón. Después de una jornada abrumadora abre la puerta de su casa y consigue la torre de platos sucios y los restos de la comida, que ella misma había preparado la noche anterior para sus hijos, en envases abiertos expuestos a los insectos. Sus hijos están en casa… pero no movieron un dedo para aliviarle la carga a su mamá. Nadie ha pensado en su sacrificio, esfuerzo, cansancio. No hay reconocimiento y respeto por su dignidad.  Lo cual termina traduciéndose, si lo examinamos a fondo, como quiebra y carencia de amor, porque al final el amor va mezclado con cierta carga de abnegación y este acto de indolencia hacia la madre es un rechazo claro a su amor, a su abnegación y a la capacidad de sentir.
Unos padres hacen maromas por vestir adecuadamente a sus hijos, pagarles la universidad, además de los gastos que acarrea un hogar. Ellos maltratan la ropa con un descuido que raya en el desprecio… eso es una forma de ser indolente, porque detrás de lo material está desgaste, diligencias y amor de los padres. El mensaje es claro: no siento aprecio ni comprensión ni compasión por ustedes.
Pero ¿qué nos ha ocurrido? ¿qué ha sucedido para que nuestras vidas se hayan convertido en una parodia? ¿cuándo se nos ocurrió pensar que amarme a mí misma era pretender hacerme centro del universo y que todo y todos debían girar a mi alrededor? ¿cuándo se nos ocurrió pensar que vivir plenamente era ser hedonistas cerrando toda posibilidad de trascendernos? ¿cuándo se nos ocurrió pensar que los demás no importan porque me basto yo? ¿cuándo comencé a darme permiso para no sentir respeto y responsabilidad hacia el otro? ¿cuándo decidí dejar de ser humana, excusándome tras la frase “eso no es de mi incumbencia”? Y me pregunto ¿y qué es entonces de mi incumbencia? ¿qué es lo que nos hace ser personas? ¿qué hace que nuestros corazones puedan latir con una fuerza desconocida en comparación con lo que son las palpitaciones habituales? Optar por la vida. Optar por la vida. Optar por la vida.
Porque cada gesto o acto de indolencia es un rechazo a la vida, es un morir al día a día, de manera lenta y paulatina, pero que al final de cuentas no nos permite vivir a plenitud.
De lo micro, habituándonos a ser indolentes, pasamos a lo social, a lo ciudadano, y accedemos a lo macro…
El mero hecho de cómo conducimos un vehículo, en relación con las señales de tránsito, peatones y otros choferes, puede hablar de nuestra indolencia; porque generalmente estacionar en una zona prohibida, manejar a exceso de velocidad o comernos un semáforo hace que el propio capricho vulnere derechos y necesidades de otros (desde quien va a buscar a sus hijos al colegio hasta quien está trasladando una emergencia médica); y esto ocurre diariamente sin el menor remordimiento.
La indolencia también puede formar parte de mi mundo laboral: me va aniquilando la indolencia si la labor que yo presto solo tiene valoración económica, y no humana. Pensemos de inmediato en quienes trabajamos en el sector salud: es evidente que la relación médico-paciente tiene otras formas de valorarse. Pero idénticas reflexiones podrían hacerse en relación con la educación y en otras áreas de la vida.
Quien es deliberadamente insensible en algún aspecto de su vida, fácilmente podrá extenderlo a otras áreas. Este opacamiento de la vida sensible, que hace de la vida menos vida, ocasiona menor resonancia interna hasta en las relaciones más importantes. Es una forma de muerte interior. Una muerte que avanza inexorablemente y afecta todo a nuestro alrededor: familia, relaciones de amistad, trabajo, ambiente. Excepto que estemos ante la presencia de una problemática patológica de tal magnitud como la exquisitez de los asesinos de los campos de exterminio nazis ante la música, el arte y la familia. De lo contrario es tan real como una sentencia de muerte.
Pues es una muerte anunciada, una muerte que se va ejecutando… en los demás y a nuestro alrededor… pero comenzando por una misma. Se va dejando de vivir, de sentir, de vibrar. La vida deja de tener matices, variaciones. La capacidad de resonar afectivamente va disminuyendo. Me eximo de pensar, decidir, actuar. La belleza de la vida va perdiendo colores, olores, sensaciones… hasta ser simplemente una insípida gama de grises… La vida va perdiendo sentido, cuando la máxima aspiración es sobrevivir a niveles prácticamente biológicos.
Es sentencia de muerte, pues quien decide vivir desde la impasividad ante el dolor ajeno no puede terminar de otra forma que perdiendo la vida.
No basta escabullirse de la sentencia pretendiendo una compasión real, pero momentánea, que se disipa al siguiente día. El meollo consiste en que ese ardor permanezca en nuestra conciencia, no eludirla de manera facilona. Sería comodidad solo pasar malos ratos con las tragedias ajenas, como si fuese reality show o telenovela que nos conmueve ahora y después se nos olvida.
La sensibilidad que hay que forjar debe decantarse en el tiempo, manteniendo en nuestro corazón el recuerdo de lo que ha causado escozor. No por gusto masoquista sino descubriendo en ello cambios conductuales y de actitud que hay que operar a la vida.
Para no sentir he matado sistemáticamente aspectos de mi interioridad. He perdido humanidad. Me he despersonificado, transformándome en careta vacía. Me he deshumanizado perdiendo mi capacidad de relación. Sin una interioridad sensible que comunicar. Como cauterizado. Al no sentir, la vida es menos vida y más muerte. No es que pueda seleccionar entre sentir las cosas alegres y evitar de sentir las tristes. Se siente o no se siente en totalidad.
Las relaciones humanas se van afectando. Incluso hasta las íntimas. Porque de las amistades incondicionales se pasa a las amistades de conveniencia. Así que la soledad, esa profunda y legítima preocupación del ser humano, queda sin resolver, puesto que en definitiva, si la cosa es así, ante el drama de la vida estoy definitivamente sola. El matrimonio, la familia, los amigos… todo pierde densidad. Tanto de ellos para mí como de mí hacia ellos.
Y, si esos espacios se ven vulnerables ¿qué queda para el resto de la sociedad?
INDOLENCIA: SENTENCIA DE MUERTE.

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