viernes, 9 de septiembre de 2011

MADURAR

Constantemente escuchamos referirse a la juventud como un tiempo ideal en la vida. Tanto que otras edades pasan a segundo plano, con el consecuente complejo de inferioridad. Todo se hace para que el tiempo no pase, para hacer que se viva la vida loca, que se tenga una espontaneidad casi que pueril. Así aparece en el cine, la televisión, la prensa, la publicidad… Los distintos productos van dirigidos a satisfacer este renglón. Idealizando la juventud se ha pretendido que se la pueda vivir prolongándola lo más que se pueda… para que, quien no lo consiga o se le pase el tiempo, termine sintiéndose marginado.
La juventud ofrece una serie de ventajas que no se pueden disimular, es claro, y que sería magnífico que se conservaran. Si pensamos en el aspecto físico, gozar de una buena apariencia, salud sana, flexibilidad en las articulaciones, tono muscular adecuado, etc. es ventajoso que ésta perdure el mayor tiempo posible. Si nos referimos a la parte neurológica, es obvio que una buena memoria resulta conveniente, así como la capacidad de un razonamiento lúcido envidiable, aprender nuevas destrezas y tecnologías. Y pudiéramos extendernos en otros campos.
Pero muchas veces lo que nos ofertan como juventud no es otra cosa que adolescencia: una regresión a esa etapa de nuestras vidas en que, con organismos que iban asumiendo la apariencia de adultos se combinaba el riesgo e inconsciencia de los niños, la impulsividad, el dejarse llevar por lo que se siente, inclusive para ensayar nuevas aventuras, relegando el cálculo y la razón a entretelones y donde difícilmente se puede ser del todo responsables.
No es que sea malo ser adolescente en la adolescencia. Lo equivocado es pretender vivir la adolescencia siendo ya adultos bajo la excusa de la jovialidad.
La adolescencia se caracteriza por el “adolecer”: hay una falta de elementos, por debajo de una epidermis de seguridad y optimismo, por los que no se sabe bien quien se es, las opiniones de los grupos a los que se pertenece tienen una influencia casi infranqueable y, de paso, no se cuentan con los recursos para enfrentar la vida y tener relaciones apropiadas, duraderas y estables.
En la adolescencia, las posibilidades de tomar decisiones erradas sin asumir las consecuencias, con una especie de ingenuidad y despreocupación, dificulta esta etapa: no se tiene la capacidad de ser realmente responsable. Y esto es al mismo tiempo lo que le imprime de fascinación… para cuando se ha dejado de ser adolescente. Una especie de romanticismo de tiempos pasados que evaden el presente.
Así pues, pareciera que la propuesta que se hace, y que muchos viven, no es vivir de manera jovial, sino de manera adolescente, sin responsabilidades ni compromisos.
No se trata de entender cierta jovialidad presente en cualquier edad como capacidad para asumir nuevos retos, de conservar cierto sentido del humor y la ilusión para innovar  proyectos.
Es la adulteración de la jovialidad por la adolescencia crea parálisis en el crecimiento personal. Porque se trata espontaneidad artificiosa que idealiza autenticidades que en el fondo son rabietas, groserías, impulsividad, pataletas, malos tratos… Justificaciones con argumentos retorcidos para, en definitiva, decir “yo soy así”, para no asumir responsabilidades, compromisos, desafíos… fracasos.
Esos niveles de puerilidad, hace evidente que las relaciones interpersonales y laborales vayan a caminar a contrapelo, si es que caminan y no se desmoronan. Decisiones y conductas erradas con consecuencias tremendas para el entorno de quien ha tomado la decisión de no crecer y no asumir. Marginación de todo aquel que, estando cercano en el amor sincero, no excusa lo que de manera desviada hago algo. Relaciones tóxicas en las que me involucro por la intensidad de las sensaciones, emociones y placeres.
El proceso de crecimiento implica varias cosas. De las más básicas, que se dan en la infancia, es que el niño va aprendiendo a socializar las necesidades básicas para adecuarse a la vida social y a sus valores. Va aprendiendo formas de comer, expresarse, vestirse, atender sus necesidades íntimas…
El mismo Freud, desde un esquema muy sui generis, hablaba del cúmulo de impulsos, de la base institintiva, como del “Ello”, en la que lo que importa es la búsqueda de placer y satisfacción. El proceso de crecimiento en la infancia hacía que apareciera el “Yo”, que se encarga a partir de los parámetros sociales de educar la manera adecuada de satisfacerlos (que según él podía hacerse de manera errónea). El “ello”, por sí solo, es altamente destructivo.
Quien se proponga llevar una vida impulsada por el viento del deseo, no hace otra cosa que idealizar el retorno a una fase instintiva, ciega e impulsiva. En esta idealización se sacrifican las relaciones, por decir lo menos, pues todo alrededor está al servicio del deseo. Y esto sin considerar los niveles de perversidad que pueden circular por el ser humano, cuando se hace un juguete de pasiones como el odio, la venganza, el resentimiento, el erotismo, la perversión, la maldad.
Madurar implica una noción realista de lo que es el ser humano, de sus posibilidades y de sus miserias. Necesita también una adecuada y aterrizada referencia a un conjunto de valores, que oriente la dirección por la que se quiere encaminar la vida. Hace falta y es sano contar con un proyecto de vida posible de alcanzar, que incluya a las personas que comparten los días con nosotros.
A partir de aquí, no todo es excusable. El amargo momento del encuentro con los errores cometidos es una alternativa nada alejada. No se puede mirar a los demás para culpabilizarlos ni se puede usar el recurso de usar de un hermetismo que nos induzca a un estado de inocencia original, más parecida a una ceguera.
La persona que desee ir madurando a lo largo de la vida, tiene que entender que cualquier reacción pudiera ser perfectamente natural, pero no por ello pueden tomar el control de la vida y las decisiones. Pensemos en una muerte trágica y absurda de un ser querido, por la irresponsabilidad de otra persona.
En contra del maremoto de pasiones que se lleva todo por delante, quien desee madurar buscará manejar de la mejor manera sus estados internos, sean o no justificables. No canonizará lo que internamente le ocurre, como si fuera paradigma y norma de comportamiento. Y, sobre todo, estará al tanto de la responsabilidad que tiene ante la vida, ante la propia y la de los demás. Sea ante el riesgo de una acción equivocada, sea ante las consecuencias de una acción mal emprendida.
Vivimos en un momento en que pareciera que todo es válido y que nadie te va a juzgar por lo que haces. Pero no todo es sano y conveniente para nuestra salud mental y crecimiento personal.
Quizás nos hemos acostumbrado a  vivir y a comportarnos de manera soberbia y altanera. Creemos que es propio de nuestra naturaleza actuar como actuamos. Para aquellos comprometidos con su crecimiento, siempre hay algo más y un después, que es mejor y más pleno.
Solo hace falta que asumas lo que eres, lo enfrentes con sencillez y te dispongas para acceder a la nueva etapa desde la responsabilidad y madurez.
Porque no quiero que me defina lo que he sido, camino a lo que puedo ser, sin dejarme condicionar por mi miseria.

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