viernes, 2 de septiembre de 2011

LIMONADA

En la vida hay una mezcla que resulta bien curiosa para el paladar: la limonada. Los limones solos proporcionan un sabor intenso que puede ser muy poco tolerado por la mayoría de las personas. Pero con la adecuada mezcla de agua bien fría y endulzado, se obtiene una de las bebidas más populares, sobre todo para sobreponerse a los días de calor: la limonada.

Así que una expresión, que como imagen me encanta y que utilizo en mis talleres, es esta: “si la vida te da limones hazte una limonada”.
Es verdad que el ser humano está continuamente expuesto a situaciones dolorosas y difíciles. Inclusive algunas personas tienen un elenco mayor que otras. Por profesión lo conozco, lo sé, lo he percibido y palpado. Sé de los funestos efectos que causa, de cuanto duran, de la forma como la gente porfía por conseguir una salida. No es, por lo tanto, una forma de simplificar la realidad al punto de ridiculizarla.
Pero también sé que hay personas que se quedan ancladas y paralizadas en lo que sienten, lo que les han hecho de injusto o en lo que han sufrido. Se van acostumbrando a leer su vida bajo el permanente guión del sufrimiento, por lo que, si miran al pasado, hay sufrimiento; si piensan en el futuro, esperan sufrimiento; lo que único que puede ocurrir en el presente es que se sufra. Y una vez que el vaticinio se ha cumplido, esta forma de pensar ha quedado reforzada para volverse a repetir.
Como afirmé con anterioridad, yo conozco la realidad humana, porque con ella me encuentro todos los días en el trato con mis pacientes. Pero también lo sé, con igual certeza, de las enormes capacidades que tenemos todos, y que quedan relegadas y atrofiadas cuando solo vemos lo negro de la vida. El único guión aísla otros posibles guiones mucho más interesantes y creativos, donde el sufrimiento no es el actor principal, sino cada uno de nosotros.
Una persona que haya sido abandonada por su esposo, obvio que va a tener que enfrentarse a situaciones personales y sociales muy duras. La ayuda concreta que se le ofrece consiste en que sepa manejar ese cúmulo de emociones en que hay en su interior y a replantearse la manera cómo va a enfrentar en adelante su existencia (hijos, trabajo, casa, amigos, procesos legales…). Pero una vez que haya dado los pasos necesarios, que sus niveles de angustia sean menores, que vea cómo las cosas van tomando su cauce, que haya aprendido a manera la soledad, su afectividad… puede caer en cuenta de un sinfín de logros que ha conseguido. Incluso puede sentir que dicha experiencia le ha ayudado para crecer. Hasta puede tener el humor de decir que fue un proceso de liberación interior.
Nuestra vida nunca es perfecta. Si lo fuera no seríamos humanos. Como somos humanos, si lo decimos es por arrogancia o con la vil intención de engañar. Puede que en el colegio fuésemos nulos con alguna materia (pensemos en el inglés), que causa angustia y sinsabores cuando se paladeaban las notas finales en la casa. Sin embargo, en la edad adulta podemos recordarlo con una sonrisa y alguna que otra palabra bromista.
Otro tanto podemos hacer con nuestros defectos físicos. No pienso en los grandes problemas sino en aquellos que hieren nuestra vanidad. Claro que hoy en día la cirugía es una alternativa… para el cuerpo. Pero para el crecimiento personal lo es más el humor: es más efectivo que un trasplante de pelo para los calvos y que unos tacones para las chiquitas. Bien es cierto que de niñas veíamos las arrugas de los adultos y les temíamos; hoy en día no tenemos ese problema porque lo que tenemos son “líneas de expresión” que acompañan la madurez alcanzada.
El saber reírnos de la vida, sea en cosas como estas u otras más serias y complicadas, hace un bien inimaginable. Porque no se trata de evasión, sino de una manera diferente de enfrentar lo que nos ha afectado en la vida. Viene encajado perfectamente sin que colme la paciencia más de lo que ya ha hecho. Neutraliza ese afán tan humano por agigantar las cosas negativas (en psicología lo llamamos maximizar) y le damos un tamaño proporcional, más realista y manejable.
El humor libera tensiones musculares y energías escondidas que, al relajarnos, nos permiten actuar con mayor creatividad. Es una manera de reactivar relaciones importantes, de salir de nosotros mismos, de darle la vuelta a las cosas mirándolas desde otro punto de vista.
Quizás alguno le pueda parecer algo banal lo que se está planteando. Quizás con rostro muy juicioso piense que hay tantas cosas urgentes y necesarias que no permiten a la seriedad perder terreno. Y puede que ocasionalmente tengan razón.
Pero pensemos en las personas que deben enfrentar, por ejemplo, una batería de quimioterapias o radioterapias ¿qué le puede favorecer más, el sano humor o el negro realismo? En este caso hasta es conveniente para la eficacia del tratamiento y el bienestar del sistema inmunológico ¿y si consideramos a los enfermos de lupus? ¿y qué tal si lo hacemos considerando a los sidosos? ¿o por qué no a quien tiene alguna dificultad psicológica o neurológica o los que necesitan de medicación por cualquier condición psiquiátrica? ¿no es más sano ver con algo de humor la propia realidad que negarse a verla, evadirla o derrumbarse en la amargura de una soledad que ni permite crecer, ni asumir ni solucionar?
Recuerdo que en mi primer año en la Universidad de Michigan, estando en Ann Arbor, como comencé a sentirme algo abrumada. Había llegado con 16 años a un país totalmente nuevo y extraño para mí. Extranjera y latina, con una idiosincrasia, cultura e idioma distinto al mío. El tiempo de inicio de la universidad era al final del verano. Por lo cual, cuando irrumpió el otoño con sus variadas gamas de amarillos, ocres, rojos y naranjas y la danza de las hojas arremolinándose por el viento, experimenté una novedad fascinante, distinta; era conmovedor encontrarse ante tanta belleza.
Pero al cabo de unos meses y quedar atrás el otoño entraron los monótonos grises del invierno, con la desnudez de los árboles y el melancólico frío para apoderarse del ambiente. La añoranza de mi tierra, el sol, mis amigos, costumbres, idiosincrasia acompañaban con pesadez el paso del tiempo. Fue cuando entré a un negocio y vi ese extraordinario letrero que compré y que me ha acompañado hasta el sol de hoy: “Si la vida te da limones, hazte una limonada”.
Entonces pensé con detenimiento y comencé a descubrir posibilidades donde antes percibía obstáculos. Mis compañeros de universidad y de la residencia universitaria siempre fueron amables y atentos conmigo. Y fue cuando me di cuenta que el ser diferente no me limitaba sino, al contrario, expandía mis horizontes y enriquecía mi vida tanto como la de los demás.
Como ellos estaban abiertos como para que yo me comportara de manera distinta, yo sentía que podía proponer cuestiones propias que fuesen novedosas para ellos.
Así, pues, les enseñé a mis compañeros a hablar español, les enseñé a cantar a “voz en cuello” la canción “Eres tú”. Les enseñé a bailar salsa. Cada semana, cuando tenía tiempo, hacíamos polvorosas. Y cuando de algún lugar aparecía maravillosamente un paquete de harina “Pan” (harina de maíz), hacíamos arepas (tortas asadas, fritas u horneadas amasadas con una mezcla solo con harina, sal y agua).
Así empecé a darle la vuelta a las cosas en mi vida, a hacer que las cosas funcionaran tanto para mí como para los otros. 
Los días de grandes nevadas, en los que nos quedábamos confinados a la residencia sin mayores alternativas, fueron al principio tristes y deprimentes. Hasta que tuve la ocurrencia (muy celebrada, por cierto), de usar las bandejas del comedor como tablas para deslizarnos por las laderas nevadas. Les explicaba a mis amigos que en Venezuela, en época navideña, se construían de manera rústica y manual, las conocidas “carruchas”: trozos de madera clavados hasta formar una plataforma con cuatro ruedas metálicas y chillonas, las delanteras puestas en una madera oscilante sobre un clavo o tornillo y con cordeles que se tiran como riendas para controlar el artefacto que velozmente baja las cuestas con un piloto-niño y hasta un acompañante. Así pues, las bandejas del comedor alcanzaron el estatus de ser oficialmente “las carruchas de Navidad de la Universidad de Michigan”.
Y así, poco a poco, con una nueva actitud ante la vida, fueron mis limones convirtiéndose en limonada.
Cabe destacar que ahora tengo 50 años y estoy de nuevo en mi país; sin embargo, aquellos lazos de amistad, que en ese tiempo se tejieron entre juegos de invierno y sueños de futuro, han permanecido y  se han robustecido con el transcurso del tiempo.
Con frecuencia mis “amigos americanos” han pasado a ser parte primordial de mi vida. Durante años hemos entablado conversaciones telefónicas semanales, correos electrónicos, visitas sorpresas y,  también, para compartir los momentos difíciles que cada quien por separado haya vivido, sea para apoyarnos, sea para ayudarnos o aconsejarnos.
Toda esta maravillosa experiencia de amor, afecto, amistad y solidaridad comenzó con un “limón”.
Todos tenemos “limones” en nuestras vidas. Lo importante es preguntarse “¿para qué me sirve este limón?” Y si está abierto, encontrarás muchas opciones o respuestas que te fortalecerán y que te invitarán a descubrir nuevas realidades en las que podrás crecer, no solo como persona sino como parte de una familia, de una cultura y de una sociedad.
En estos tiempos, en que el ritmo  vertiginoso hace que solo tenga sentido las sensaciones, es apremiante detenernos para mirar nuestra vida y nuestro mundo interior. No para sentirnos víctimas de él, sino para aprender a tener la capacidad de poder, desde el realismo, descubrir en lo que algo doloroso o difícil se puede convertir; cuando mi actitud hacia la vida permite que me traiga grandes beneficios y crecimiento personal.
“Si la vida te da limones, hazte una limonada”.


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