sábado, 21 de enero de 2012

LIBERTAD




La gran aspiración de los tiempos modernos es la libertad. Ella se encuentra presente por todas partes y se cuela como ideal hasta en códigos legales. La emancipación de los pueblos de monarquías absolutistas, a partir de la Revolución francesa, la puso, junto con la Razón, en el centro de la vida personal y social. Así pues, es la gran ilusión y la mayor ambición. Pero ¿qué tan libres somos?

Realmente el canto a la libertad pasa por alto la naturaleza real de la misma. Libres, lo que se dice absolutamente libres, no somos. Nadie puede, por ejemplo, cambiar la historia vivida o regresar a la infancia. Nadie puede transmutarse para hoy ser una persona con un nombre y una familia concreta y mañana ser otra. Por no pretender ejemplos absurdos, como que nadie puede convertirse en piedra o ser viento.

La libertad de la que se enorgullece el ser humano es siempre una libertad relativa. Si sufro un accidente y pierdo alguno de mis miembros, todo el proceso interior consistirá en asumir o no esa realidad y en adaptarme a lo que pueda ofrecerme la ciencia y tecnología.

El mismo hecho de tener una existencia corpórea, hace que estemos circunscritos al espacio y al tiempo: por mi cuerpo estoy siempre en un lugar determinado, y no en varios lugares a la vez; vivo en el ahora, que puedo señalar a través del reloj y el calendario, sin poder adelantarme unos diez años o retroceder otros tantos.

Y esto sin hacer consideración de lo que son las habilidades y los defectos; de las virtudes y los vicios; de las situaciones económicas o familiares; la historia personal y familiar; las mismas predisposiciones genéticas… No podemos chasquear los dedos y conseguir lo que deseamos.

Así pues, la libertad real es una libertad entre una serie de alternativas concretas y nunca infinitas. No por esto menos fascinante, atractiva y, en ocasiones, tentadora.

La libertad se vive, por lo menos internamente, como emancipación. No estar sujeto a nada ni nadie. Basta que identifiquemos una forma de sometimiento para que nos rebelemos. No aceptamos, aunque sea teóricamente, depender de otra instancia o persona a la hora de plantearnos qué vamos a hacer con nuestra vida. Nos rebelamos en nuestros adentros.

Lo curioso del asunto es que estas ansias intentan auténticas proezas de libertad… con la triste posibilidad de cambiar viejas esclavitudes por nuevas esclavitudes. Como el que deja de fumar pero se vuelve glotón. Esclavitudes que gozan del rechazo social por otras apreciadas y estimadas.

Un ejemplo que se puede dar es la presión social por conseguir pareja. Tiene alta valoración social la emancipación de los padres y de la casa paterna. Pero esta pretensión generalmente se sustituye, casi que a cualquier precio, por tener a alguien a nuestro lado que nos acompañe. Obvio que si la pareja fuese un buen partido, con todo lo que eso conlleva, la persona puede, cuanto menos, sentirse afortunada.

Mas lo que suele ocurrir, con frecuencias alarmantes que sorprenderían  nuestra imaginación, es que hay personas cuya pareja dista mucho no solo de ser el prototipo ideal sino también de acercarse a alguien con quien se pueda simplemente convivir.

Hay personas que viven con gente que las vejan y humillan, por no poner el ejemplo de auténticos maltratadores físicos y psicológicos. Un libreto de película propondría una separación heroica que, sin embargo, en la vida real no suele producirse. La persona está atrapada en formas internas de esclavitud.

O sea que la glorificación de la libertad se cae de bruces ante las evidencias prácticas de la forma cómo enrumbamos nuestra vida. Queda como otro cuento. Mas que uso de la libertad es pérdida de la misma, como ocurre con los vicios y adicciones.

Pero si por un lado uno de los grandes desmitificadores de la libertad exaltada es esa absurda pretensión de hacer cualquier cosa sin medir las consecuencias, con el subsiguiente pase de factura, la otra lo es el individualismo de cualquier tipo. Puede que sea el individualismo hedonista, el racionalista, el emprendedor, el productivo, el intelectual, el comercial… o el que tiene de todo un poco.

La libertad es, en gran medida, siempre libertad individual, pero no individualista. No se erige en norma propia de lo que se puede o quiere hacer. No sobrevuela de flor en flor como los colibríes, disfrutando del néctar de todas sin atarse a ninguna.

Una colección de experiencias sin conexiones internas, sin armazón ni esqueleto, no construyen a la persona. La deconstruyen. Si nos imaginamos un edificio en construcción, en vez de poner ladrillos los van retirando.

La persona se ve, simplemente, en la confluencia o punto de partida de tendencias opuestas que lo jalan en distintas direcciones. Es como, triste ejemplo, una ejecución por descuartizamiento: cada miembro sujeto a una fuerza contraria a la otra para terminar despedazado.

El ser humano solo crece si se compromete a caminar en una determinada dirección, previamente escogida. En eso consiste la libertad. En tomar esa decisión y secundarla con decisiones posteriores.

De ahí que la libertad implica no solo la posibilidad de hacer cualquier cosa, sino de poder hacer aquello que está en fidelidad con mi proyecto de vida. Proyecto que, a su vez, construye a la persona y no la derriba ni la encierra en las más sombrías tendencias de su egoísmo individualista. Por eso que es importante las referencias al “deber ser” y a los valores.

Es, por lo tanto, un hacer lo que debo hacer, aunque esa instancia de conciencia, que está abierto y en relación con los demás, sea evidente únicamente para mí mismo y los demás no cuenten con los accesos necesarios para vislumbrarla ni determinarla.

Una persona no puede, por ejemplo, echar por la ventana el hogar construido por años, solo porque esté atravesando la crisis de los cuarenta. No puede caprichosamente escoger entre permanecer o no con su pareja, cuando hay hijos por en medio. No puede dedicarse a recuperar el tiempo perdido en fiestas nocturnas y discotecas, si ha formado un hogar o, al menos, existen unos hijos que requieren la atención de su papá o de su mamá.

La libertad implica el ejercicio de la razón y la conciencia. De la meditación de las decisiones cruciales. De la consulta cuando se debe consultar. La de tener la mayor cantidad de información como para poder hacer elecciones acertadas.

El ejercicio maduro de la libertad no se deja sobornar por las tendencias internas del capricho o del deseo infantilizado. Maneja las situaciones maniobrando sin perder el control. No exalta ingenuamente las capacidades de mantenerse íntegro sino que conoce el sentido de la prudencia.

La libertad es la aspiración de quien busca ayuda como, en mi caso, hacen quienes recurren a mí para que los atienda desde mi experiencia y pericia.

El mundo sería diferente si menos personas hipotecaran su libertad. Pero también sería diferente si, aquellos que la han hipotecado, tuvieran la humildad de buscar ayuda para recuperarla.

Libertad: capacidad para tomar decisiones y actuar según nuestra razón, conciencia y valores, no según nuestros caprichos.

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