sábado, 9 de julio de 2011

¿OPTIMISTAS O PESIMISTAS?

“Todo depende del cristal con que se mire”, dice el adagio popular. Como todo adagio, algo tiene de verdad… y algo de mentira. Permite ingenuidades, evasiones, engaños, simplificaciones, adormecer la conciencia y disfrazar la realidad.
El refrán afirma que las cosas en la vida las vemos a través de un cristal. El de una ventana, un vitral, una pared de vidrio o, más en concreto, unos lentes, anteojos o gafas, como se dice según los regionalismos. Además que puede tener distintas coloraciones, muy útiles como protección solar pero fatales cuando hay oscuridad y sombra. Y sin añadir aquellos que son de tipo correctivos… o sea, para ver mejor. Nadie usa lentes de-formativos, para ver distorsionado.
Pasando de la metáfora al tema, es común diferenciar entre pesimistas y optimistas. Gama que incluye desde lo político hasta las relaciones de pareja o con los hijos. Para la Real Academia se dice del pesimismo, además de ser un sistema filosófico, de la tendencia “a ver y juzgar las cosas desde su lado más desfavorable”; el optimismo, igualmente, es la propensión “a ver y a juzgar las cosas en su aspecto más favorable”.
Sin embargo éste concepto de optimismo se ha visto completamente desvirtuado en nuestra cultura y sociedad, puesto que las cosas no se juzgan desde su aspecto más favorable sino más bien por el deseo caprichoso de mi persona que elimina todo sentido de la realidad.
Los pesimistas y optimistas se comportan como el aceite y el agua: la explicación para cualquier observación, reflexión, decisión, acción u omisión, dentro de esta forma de diferenciar a las personas, es porque uno es optimista o el otro pesimista. No hay más razones ni criterios, por lo que el bando de los pesimistas escuchará a los pesimistas y el de los optimistas a los optimistas. La posibilidad de valoración e intercambio mutuo quedará de antemano descalificada.
Intentemos, sin embargo,  elevarnos por unos instantes sobre las pasiones humanas y ver las cosas con cierta altitud, frialdad, vuelo y distancia. Quizás participando un poco de las críticas pero sin cegarnos.
¿Qué es un pesimista? Alguien que ve todo negro, según dicen. Nada va a salir bien. Y no le faltarán motivos para pensar así. Siempre tendrá un ejemplo a la mano. Cualquier logro es factible de ser minimizado, ridiculizado, sobre todo si lo consigue algún miembro de la raza de los “optimistas”.
Como en el fondo apuesta por la fatalidad, cualquier esfuerzo es, por lo tanto vano. En las relaciones no tiene por qué haber mucho compromiso porque lo que siempre sigue es la desilusión. Esta convicción de estar atrapado sanciona religiosamente  a los quienes  pretendan intentar escaparse de sus dominios. La fatalidad les perseguirá y les enseñará a ser buenos pesimistas: lo peor siempre está por suceder.
Evidentemente que este grupo es rápidamente aislado por su alto grado de toxicidad. Sobre todo por parte los optimistas. Los pesimistas consideran hasta de mal augurio abrir el espacio de la propia intimidad, no por prudencia, no por realismo, sino porque la simple apertura puede traer caos. La envidia de otros puede acabar con sus planes, y así sucesivamente siguen dando explicaciones del por qué las cosas les salen mal. Esto por supuesto sin mirar con objetividad lo que viven, piensan y perciben, sin ubicarse y sin entender el aquí y el ahora.
Por el otro lado, los optimistas se preguntan que cómo pretenden que las cosas les salga bien a los pesimistas, si todo lo comienzan ya derrotados. Ellos mismos atraen su propio fracaso, según los optimistas.
Los optimistas, por su parte, se encuentran en el otro extremo de la banda. Para ellos todos los días son soleados, hasta esos en los que ocurren inundaciones. Todo es rosa y bonito. Cualquier situación imprevista que se presente, o cualquier dificultad, no es debidamente valorada. El camino que conduce al éxito va siempre en línea recta.
En cuanto a su manera de pensar, siempre hay que pensar bien. Hacer lo contrario atrae “energías negativas” y “mala pava” (mala suerte). Hay una confianza ciega en el poder del pensamiento positivo y las “energías positivas”. La lógica, la realidad y las circunstancias no son importantes, puesto que si yo pienso que todo va a salir bien es porque ¡¡todo va a salir bien!!
El optimista se comporta de manera infantil e inmadura, es igual al niño que quiere aventurarse a situaciones riesgosas sin escuchar las advertencias de los mayores. Como cuando un niño entra a un parque de diversiones y, de manera caprichosa, insiste en montarse en la montaña rusa más alta de todas las que ve. El niño piensa que con solo quererlo puede pasar un rato divertido; pero esto a costa de obviar la realidad de que puede más bien ser una experiencia desagradable.
Nunca olvidaré el caso de una mujer de 49 años con quien coincidía con cierta frecuencia en el supermercado. Después de muchos encuentros ya me había enterado por medio de ella de su precario estado de salud, que tenía un historial familiar con una carga genética de serios problemas físicos y mentales, además de un serio problema de pareja. Un día me abordó en el supermercado y me dijo que había tomado la decisión de tener un hijo como solución para su problema conyugal. Yo respetuosamente le recordé su edad, su estado de salud, sus antecedentes familiares, el peligro que implicaba para ella el embarazo, la posibilidad de que el niño naciera enfermo y que esto, lejos de solucionar su situación matrimonial, la empeoraría. Ella me miró asombrada y exclamó: “¡Doctora, usted sí es pesimista!”
Así los optimistas tienen una confianza ciega en que todo va a salir bien, como si por desearlo con intensidad fuese garantía de que todo va a ocurrir como se está penando. Es un pensamiento mágico que no resiste la menor crítica desde la lógica.
Nos entramos, entonces, dentro del mundo de las creencias y superstición. El ser humano no puede vivir, obvio, en una ambiente de permanente incertidumbre. No todo puede ser movedizo y provisional. Así que, al extremar posiciones sin la debida objetividad, está funcionando de manera intuitiva las alarmas de nuestra mente que busca alguna forma de protegerse, sea en la despreocupación del optimista, sea en la cueva del pesimismo. Y en ambas hay una distorsión mental de la realidad, a partir de la exageración de ciertos aspectos pero omitiendo otros.
De esta manera se está sacrificando otra cosa que es más importante: el realismo. El criterio para escoger nuestros comportamientos debe surgir de la realidad y no de nuestra imaginación. Actuar por fantasías lejos de potenciarnos como seres humanos, lo que hace es debilitarnos. Tanto el optimista como el pesimista pecan de ceguera selectiva. Y eso es fatal para la supervivencia ¿Se imaginan al hombre de las cavernas enfrentando dinosaurios a pecho descubierto porque todo va a salir bien, o acurrucado en su caverna porque allá afuera hay unos bichos que pueden comérselo?
Claro que estos ejercicios de la imaginación pueden realizarse en la medida en que los dinosaurios ya no existen y la comida llega empaquetada a la casa. Sin embargo, no por eso es menor la necesidad de adaptación. Hay un sinfín de factores nuevos, inclusive de tipo social y cultural, que obligan a un sano ejercicio del realismo, captando en la realidad y en nosotros oportunidades y amenazas. Desde la forma de conducirnos para evitar ser víctimas de la delincuencia hasta las alternativas para mantener una empresa a flote durante un período de recesión.
El realismo ve las cosas variopintas, buscando ajustar las interpretaciones lo más posible a cómo las cosas y los acontecimientos son. Si se vive un proceso grave de enfermedad, se tomarán decisiones que tomen en cuenta toda una variedad de facetas: escogencia de médicos, tratamientos, centros de salud, medicamentos, costos, apoyo familiar, apoyo profesional, personal paramédico…
El realista no es optimista o pesimista de antemano. Si hay elementos esperanzadores fundados en la realidad o posibilidades ciertas de éxito de una acción o empresa, es normal que la persona se sienta optimista. Pero si no existen o las señales que se perciben en la realidad son desalentadoras, la persona no se engaña y, puede decirse, en esa situación concreta se siente pesimista.
El realista cultiva una flexibilidad propia que le permite maniobrar. Es claro que, cuando se ha tomado una decisión que se considera acertada, previo un análisis lo más realista posible, el esfuerzo para alcanzar la meta es fundamental. Eso incluye una dosis adecuada de confianza, que no excluyen evaluaciones, rectificaciones, prudencia y aprendizaje de equivocaciones. El realista intenta no confundir su imaginación con la realidad, pero tampoco su egolatría con el camino que lo llevará a cumplir sus metas. La capacidad de maniobra es lo fundamental.
En el caso de una enfermedad, el realista busca conocer el nivel de sus complicaciones, para tomar decisiones. Sabe que una enfermedad grave puede ocasionarle depresión, por lo que estará dispuesto a buscar ayuda. Y estará al tanto que un buen estado de ánimo ayuda al sistema inmunológico y a la eficacia de los tratamientos. Es decir, conoce la conexión y alcance entre su ánimo y su mejoría, sin suponer que los pensamientos “positivos” actúan mágicamente en la superación de enfermedades.
La persona realista es capaz de construir relaciones interpersonales sanas y maduras. No es sinónimo de frialdad o aislamiento, sino de conocimiento de sí, de mirada interior, que le permite también ver a los demás tal y como son. Escoge a las personas con las que sabe que puede existir una relación estrecha, con las que se puede confiar. Pero también sabe con quién puede haber una relación ocasional, seleccionando el nivel de profundidad, tema de conversación, con el debido cuidado y respeto.
Esto mismo se aplica a la vida afectiva. El realismo nos hace lo suficientemente objetivos para saber si una relación puede perdurar en el tiempo. Por ejemplo, una persona realista puede amar a otra, sin embargo, al mismo tiempo entender que no existe la capacidad para convivir o para llevar la relación a un nivel más profundo. En otras palabras, esta persona entiende que amar no es suficiente.
Ser realista es importante en la vida familiar, porque de esa manera se puede ejercer eficazmente el rol de padre o madre. Cada hijo es distinto y necesita diversa atención. Puedo ver sus virtudes pero también saber corregir sus defectos. No creo que, porque son mis hijos, todo va a salir bien en la vida, no se van a meter en problemas o van a actuar de manera equivocada. Justamente porque sé de sus virtudes pero también de los riesgos es que actúo sin predisponerme a creer, como el optimista, que de nada debo preocuparme o, como el pesimista, que todo va a ser desastroso por mucho que me esfuerce.
Todos y cada uno de nosotros debe encontrar el equilibrio entre el optimismo y el pesimismo: el realismo. Solo así podremos tomar las decisiones adecuadas e indicadas en nuestra vida.
Ser realista no es otra cosa que ver la verdad. Esa misma verdad que nos permite maniobrar la nave de la vida para llegar al puerto deseado.
Al final, una frágil línea separa al optimista del pesimista: para este las cosas son demasiado complicadas para vivirlas, para el otro las cosas son demasiado complicadas para verlas. Uno está convencido de la necedad de la acción humana, el otro necesita convencerse constantemente que eso no es así.
Solo el realista consigue mantenerse en pie.

1 comentario:

  1. Educarnos y capacitarnos para trabajar y convivir de la mejos manera posible con los demas, reduce los problemas y aumenta las posibilidades de lograr nuestros objetivos personales, familiares y de grupo.
    Una actitud positiva, nos permite distinguir lo urgente de lo importante y lo necesario y actuar para aumentar adiertos y corregir nuestros errores.
    No se trata de ser optimista o pesimista, sino de madurar y equilibrar la verdadera intuición con el modo de razonar correcto.

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