domingo, 29 de abril de 2012

Y LLEGASTE A MÍ



Quizás pocas cosas puedan ser tan crueles como la mirada rápida con que los seres humanos desechan a su prójimo. Lo ven, lo etiquetan (sirve/no sirve, es valioso/es inútil, está sano/está enfermo) y siguen su camino. Con una mirada se les ha negado el trasfondo que tiene toda persona. Carece de personalidad, de historia y, por tanto, de importancia.

Por detrás de esta actitud hay, evidentemente, una intención defensiva. Me refiero defensiva desde el punto de vista psicológico. Es internamente decirse “tú estás mal, yo estoy bien”. No te toco, no entro en contacto contigo, para que tú no traspases los límites de mi territorio interior. Para que tú seas el enfermo y yo la sana.

Pero nadie se conserva sano de esta manera, porque esta forma de conducirse busca a diestra y siniestra evadir nuestra realidad interior y, sobre todo, todo aquello que pueda insinuar que existen fisuras en nuestra mente. Sin embargo, sería importante aclarar que todos y cada uno de nosotros, sin excepción, padecemos de alguna “fisura” mental. Porque nada en nuestra vida y en nuestro cuerpo puede estar funcionar de manera absolutamente perfecta.

Pero regresando al punto de las etiquetas, si yo entiendo que la salud y la enfermedad no tienen que ver con la descalificación, puede ser que vea cosas interesantes en aquellos que yo llamo “mis grandes amores”. Supongo que pudiese ser la experiencia de cualquier profesional de salud, que en mi caso se refiere concretamente a la salud mental.

No son nada fáciles las historias que llegan a mi consultorio, algunas más complicadas que otras. Algunos casos se refieren a situaciones puntuales, circunstancias que podrían calificarse de pasajeras, independientemente de la intensidad que exista en el momento.

En otros todo resulta más complejo, como cuando una persona ha estado sospechando que algo grave está pasando con ella, con algún familiar o con su hijo o su hija.

Personas que, con dolor y vergüenza pero con sinceridad, expresan no poder controlarse o que le fluyen pensamientos o reacciones emocionales que no consiguen ordenar. Que su vida familiar, social y de trabajo se encuentran limitadas.

Estas personas, además de manejar su situación interior, tienen que bregar con el entorno social. La inseguridad de hacer algo mal, perder el control en circunstancias delicadas o verse señalados y, sobre todo, sentir el desamor o el reproche de aquellos que los rodean.

Evidentemente que aquellas personas que están menos deterioradas psíquicamente que otras pueden vislumbrar un panorama más claro que el de aquellos que, con profunda tristeza debo admitir, están muchas veces fuera de mi alcance profesional. Pero aún así enraizados en mi corazón y en mi firme deseo de seguir buscando respuestas para ellos

Pero no quiero referirme a esto, que puede ser el punto de partida. Quiero referirme al valor interno que tienen tantas personas que pasan por situaciones complicadas como estas. Que tienen que replantearse la vida y que han tenido que batallar en medio de tantas interrogantes e incertidumbres, donde muchas veces el terror y el misterio pareciera ser lo único que navega en sus mentes.

Pero estas personas que han tenido que enfrentar tantos sufrimientos, pueden tener también la capacidad de cultivar, paradójicamente, una gran sensibilidad, aunque esta no aflore en medio de sus crisis.

Es una manera de asomarse a la vida de forma distinta. Una capacidad particular para disfrutar de los momentos y de las relaciones. Un sentido de agradecimiento ante la vida.

Uno se consigue tantas personas sanas que viven sin vivir, sin la capacidad de luchar por lo esperan o creen, vencidas antes de tiempo. Con un sentido de la vida absolutamente superficial y material, sin capacidad de relación y menos de compromiso.

Fracasadas, en el fondo, por la ausencia de motivaciones auténticas. Y uno ve a estas otras personas, a quienes algunos llaman “enfermas”, que son toda una fábula con moraleja. Un pozo de sabiduría escondida, aunque no logren formularlo con palabras… o hasta que no sea ni siquiera perceptible para ellas mismas.

Y pienso en “mis amores”, a aquellos que dirigí mi carta de la semana pasada. Personas que no recibieron ayuda a tiempo o cualquier otra circunstancia, pero en su laberinto de pensamientos y emociones con su más profunda verdad aprisionada en su interior. Y veo tantas pero tantas cosas reales que muchos no consiguen percatarse.

Jamás pensé que mi anterior artículo, Carta a mis amores, pudiese ser tan leído y comentado a manera personal, despertando la conciencia de aquellos que se han negado a ver la realidad de estos, mis grandes amores.

Sin embargo, debo admitir que ha sido una semana de mucha conmoción interior en mí. Personas tomando conciencia y otras descifrando el dolor de su enfermedad mental. Un cúmulo de emociones que aún no logro descifrar con claridad.

Pero lo que sí fue tangible y real para mí, fue la visita inesperada de un enfermo mental que había llegado a la indigencia: llegó a la puerta de mi consultorio y preguntó por mí, refiriéndose a mí como a la “doctora Ana”.

Pude observar la angustia en la cara de aquellos pacientes que esperaban ser atendidos mientras que él, desarreglado con su ropa sucia y sin dentadura, me explicaba como un amigo de él, en sus mismas condiciones, de alguna manera había conseguido leer el artículo de la semana pasada.

Su sonrisa era diáfana. En sus ojos se podía percibir un brillo especial. En su mano llevaba una flor. Me dijo que había entendido que yo lo amaba a él, a su amigo y a los de su “clase” y que yo, con firmeza, era capaz de esperar por ellos. Me entregó la flor. Me sonrió una vez más. Me dijo que también me amaba por ser capaz de entenderlo. Le pregunté si alguna vez regresaría. A lo cual me contestó: “Por supuesto, tú misma dijiste que nunca te cansarías de esperarme”.

Me quedé profundamente conmovida. En silencio lloré durante mucho tiempo. No sabía si lloraba ante ese gesto tan hermoso y majestuoso de ese otro ser humano; o no sabía si lloraba porque en mi corazón brotaba una vez más el sufrimiento de aquellos que estaban fuera de mi alcance; o si también lloraba por haber sido afortunada que hubiésemos traspasado la habitual barrera que los hace distantes e inasequibles. Y habíamos ambos entendido que podíamos tenernos el uno para el otro, amarnos y esperarnos.

Quizás fue en ese momento en que descubrí que esa verdad del ser humano es capaz de tocar la majestad de lo divino…

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