viernes, 10 de junio de 2011

LÍMITES...

Podemos valorar la palabra “límite” de muchas maneras: a veces la vemos como separación, como división u oposición… pero también podría valorarse como zona de encuentro, de contacto, donde termina uno y comienza otro, confluencia. Lo cierto es que para nosotros la palabra límites está identificada con limitación, con barreras, con exclusión, diferenciación.
 Generalmente asociamos límites con territorio y, territorio, con países. Los límites siempre son ocasión para conflictos de cualquier tipo y, en el caso de las guerras, el conflicto consiste en la penetración armada en el territorio ajeno. De tal manera que la palabra “límite” tiene una acepción por lo menos antipática para nosotros.
Así que, como contrapartida, suponemos que la familia, los amigos, los esposos o inclusive los hijos, por no considerar las comunidades y las sociedades, cuando son tales y realmente hay amor y unión, ese amor borra los límites. Estar unidos, se cree, es no tener rayas que delimiten y digan “hasta aquí”. Amarse es dejar que el otro circule por mi vida como quiera y, obvio, que yo circule por la vida ajena  como mejor se me ocurra.
En teoría y de manera muy idealizada, esa especie de fusión e indefinición puede ingenuamente ser muy apreciada. Más que contacto hay confusión. Una superposición que ahoga cualquier originalidad y que esconde un abismo de inmadurez.
Para representarlo gráficamente, pensemos en un círculo y un cuadrado que aproximamos. Si los colocamos uno encima del otro y borramos los límites, nos quedamos sin círculo ni cuadrado y, de dos, sale una sola figura que no es ni una cosa ni otra. Cada figura pierde sus propiedades sin ganancia alguna.
En la naturaleza a nivel de microorganismos ciertas fusiones se dan para alimentarse, no para convivir. Solo en la reproducción sexual las células se unen para perder su individualidad y dar origen a un ser distinto de los anteriores.
Pero el ideal de convivencia entre seres humanos no sería el de una fusión fantasiosa, que tendría el carácter de patología de las relaciones simbióticas, como si se anularan las diferencias y la capacidad de interrelación porque hay una exacta superposición en la total coincidencia en pensamientos, deseos, aspiraciones, vivencias, experiencias, historia personal, etc. Resultaría sospechoso que se buscase una unión no de sintonía sino de apoderamiento del otro, que significaría su anulación.
De tal manera que la aceptación de los límites es tan real como la aceptación de la piel: lo que me separa del medio ambiente es también lo que me pone en contacto. Y, unido al concepto de “límite”, se encuentra el de territorialidad, sin que sea exclusivamente, aunque lo incluya, la referencia al espacio físico.
Para hacer consideraciones más prácticas, una pareja profundamente enamorada puede hacer ciertas actividades por separado y respetándose mutuamente. Esto, si son mínimamente sanos, no se va a considerar como una pérdida del amor o de la relación. Puede que el esposo sea un lejano aprendiz en el arte de apreciar la pintura, pero eso no impide el que respete los momentos en los que la esposa, sin colisionar con cualquier obligación o actividad en común, se dedica a ejercitar el pincel.
Puede que un papá desee prestarle más atención a su hijo cercano a la adolescencia, dedicándole más tiempo sin que incluya a la mamá, y no por esto ella va a sentirse rechazada o excluida.
Es curioso que en las relaciones que implican una mayor convivencia, como en el matrimonio o en la familia nuclear (padres-hijos), la dinámica de cada día nos lo presente como algo obvio. Pero cuando se trata de relaciones entre amigos y ciertas relaciones de familia, los límites se borran con increíble facilidad.
Una hija de 28 años, casada, tiene dificultades con su esposo sin que haya agresión física o verbal. Puede ser desde cuestiones habituales hasta situaciones en las que esté en juego la continuidad de la relación: sus padres pueden considerar que tienen el derecho de intervenir para dictaminar lo que tiene o no tiene que hacer.
Una madre está responsablemente criando a sus hijos, con el acuerdo con su esposo, de manera distinta a como fueron criados, y los padres se consideran en el deber de intervenir, sea para desautorizarla en sus correcciones, sea para exigirle mayor severidad.
La ignorancia de los límites puede estar unido a la falta de identificación en cuanto a lo que soy y a la manera como debo comportarme: si una suegra reconoce que debe actuar como suegra y abuela, no se va a meter en la relación de la familia como si fuese la esposa y la madre.
Un amigo puede ayudar a otro con un trabajo o el estudio, pero no puede suplantarlo para hacerse pasar por su amigo y conseguir mejores calificaciones. Alguien puede estar pasando por un aprieto que provoca profundas angustias donde aparece el elemento religioso, pero yo como psicoterapeuta puedo ayudarle en su toma de decisiones, pero no tengo por qué corregir desde mi óptica sus creencias.
Pero también ocurre que lo equivocado se disfraza de virtud. Como cuando una madre se siente en el derecho de interferir en la vida de su hijo adolescente, simplemente para ejercer un control fiscalizador que disipe cualquier vestigio que suponga lejanamente algo de amenazante independencia. Así pues, se escrudiñan llamadas, conversaciones, información en celulares, redes sociales… buscando indicios, indicios y más indicios… sobrepasando los límites que sanamente deberían respetarse.
 No se puede conseguir con una requisa lo se podría conocer ejercitando la simple comunicación entre una madre con su hijo. Es cuestión de respeto, amor y confianza. Y si espontáneamente no se da, hay algo en la relación que se debe revisarse.
Como en otros artículos, hay dos puntos de vista a considerar: cuando yo no respeto o tomo en cuenta los límites de los demás y cuando yo no soy capaz de hacer valer mis propios límites.
No puedo encarnar el papel de víctima, pues incurriría en un infantilismo imperdonable. Soy yo el que debo hacerme respetar.
Como lo haga, eso es otro cuento.
Una madre que sea estudiante puede necesitar y pedir tiempo para ello, sin que falte con sus obligaciones. Si su hijo pequeño le está interrumpiendo sin ningún motivo de peso, solo por juego, puede explicarle amorosamente lo que está haciendo y hasta llegar a acuerdos con él (“después que estudie vamos a salir juntos” o “si esta noche me dejas estudiar, mañana voy a hacer esto que te gusta”).
A veces, por considerar que la amistad es vía franca para perder la propia intimidad, hacemos un complot del silencio con los amigos. No solo no hay que considerar el debido y deducible respeto (“a esta hora no voy a llamar por teléfono a mi amiga, porque está con su esposo que acaba de llegar del trabajo”), sino en ocasiones pedirlo.
La susceptibilidad puede jugarnos una mala pasada si consideramos ofensiva cualquier delicada insinuación que hagamos o recibamos para respetar un espacio, para no trasgredir los límites. Y ese pacto de silencio, lejos de conservar las amistades, las va erosionando y deteriorando. La confianza se ha transformado en metiche intromisión, y no se aplican los correctivos necesarios.
Al final el amor es confianza y respeto, por el otro y hacia mí. Porque me amo, pido respeto ante ciertos límites.  Porque sé que me amas, estoy segura que lo comprenderás y seguirás amándome… Y lo que es válido para mí, es válido para ti.

3 comentarios:

  1. Me gustó mucho la definición de límite como punto de contacto, de encuentro. Gracias por su publicación.

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  2. Excelente!! Demasiado importante manejar esto en todo aspecto de la vida! Un abrazo!! :D

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  3. Muy buen artículo, en verdad es de suma importancia el establecimiento de límites para nuestra salud mental. Gracias una vez más.

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