viernes, 13 de mayo de 2011

MUNDO DE FANTASÍA

¿Qué precio pagamos por estar bien? Seguramente ante esta pregunta muchos pensarán tocarse los bolsillos como para manosear el dinero. Yo gasto tanto en salud, yo gasto tanto en confort, yo gasto tanto en seguridad… quizás si tengo familia también puedo decir “yo gasto tanto en mis hijos”.
Así que ante tal pregunta, la respuesta se razona matemáticamente. Aunque, seamos sinceros, todo lo que se pueda pagar monetariamente debe estar acompañado de una sensación de bienestar interno. Reducción de preocupaciones, cero pensamientos de los que algunos supersticiosamente llaman “negativos”, cuidado para mantener todas las apariencias de armonía… En fin, se podría decir que el esfuerzo se concentra en tratar a los síntomas, como en las virosis. Se trata la fiebre, el malestar, la rinitis… solo que en las virosis se sabe que no todo está bien, hace falta hidratarse y reposar.
A veces en la vida nos pasa eso: vivimos y nos esforzamos en mejorar aquellos síntomas de que algo no está bien y, a través de un tratamiento superficial, nos convencemos de que es así. Por ello esa especie de bienestar tiene un precio: el precio de hacer de la vida algo que no es seguro, preguntándonos si vale la pena vivirla.
En primer lugar, hay un proceso de liquidación de las cosas realmente valiosas. Se renuncia, de una u otra forma, por ejemplo, a tener una relación estrecha y compenetrada con la familia. Las relaciones entre esposos han suplantado la fascinación del amor por la funcionalidad de resolver problemas de cualquier tipo. La armonía con los hijos depende de nuestra capacidad de proveerles de los últimos artefactos tecnológicos, para que no se sientan relegados entre sus compañeros, y, evidentemente, a satisfacer sus gustos. Así que pasamos por la vida sin crear lazos sólidos de amistad.
En segundo lugar, se da un proceso de aislamiento emocional. Poco a poco dejo de vibrar con la realidad del otro, sea buena o mala. El sacrificar la sensibilidad por los valores, que son reales aunque no evidentes para los sentidos, produce un sobrepeso en las reacciones sensoriales ante estímulos poderosos. El mercado de películas de éxito taquillero que explotan el morbo del público, sea por el sexo o la violencia, se puede explicar por esta vía. Pero también la concentración en la estética personal sin un fundamento interior en la persona. Puede que también, al no tener referencias hacia los valores, aumente la voracidad hacia el consumo de bienes materiales innecesarios.
En tercer lugar, yo comienzo a sentirme ajena para el mundo y, a la inversa, el mundo es extraño para mí. Ese mundo ya no es mi mundo. El mundo no es mi mundo. El mundo exterior no es mi mundo interior. El mundo real no es mi mundo… mi mundo es un mundo irreal, lleno de fantasías, donde me convenzo que todo es bonito y gratificante. Donde estoy aislada, pero creo que estoy como colgando de la luna entre cantos de sirenas. Pero se me olvida que las sirenas son solo un mito, que no son humanas, que no puedo vivir en la luna, porque es un mundo es humano, debe y tiene que ser real, donde tengo que relacionarme con otros. Eso implica cosas hermosas, pero también otras difíciles. Implica lidiar con mi humanidad y la humanidad de otros. En todo el esplendor de su belleza, pero también de su miseria.
La desconexión con la realidad produce un daño tremendo a nivel psicológico. Por alimentar sentimientos placenteros me esfuerzo por negar el mundo circundante. La capacidad de adaptación e intervención sobre la realidad, que ha caracterizado al ser humano y le ha permitido llegar hasta donde está, que ha impulsado su creatividad, es secuestrada por el adormecimiento de una vida sin rumbo cierto.
Pero, además de lo anterior, la ilusión de poder negar la realidad esconde la ilusión de que saldremos indemnes de tales apuestas, cuando una parte de nosotros se ha deshumanizado.
El precio verdadero de negar la realidad es que salimos deshumanizados. Que no se puede sustituir el peso de la vida por imitaciones livianas. Que lo que se consigue es conflictuarnos por cuestiones de poca monta, en vez de hacerlo por lo que realmente supone un desafío.
El ser humanos conlleva el ser vulnerables ante lo que acontece a nuestro alrededor y, particularmente, en el otro ser que nos rodea. Todo el camino de procesar una información que hemos captado, con su importancia y resonancia afectiva, el proceso mismo de reflexión y hasta de consulta para luego responder, eso nos hace humanos. Hace que la vida no sea un vuelo que otros pilotean por nosotros, sino que seamos nosotros quienes busquemos darle dirección a la vida.
Lo que es únicamente sensorial tiene intensidad momentánea. Lo realmente valioso, a lo que hemos respondido en conciencia, resuena a lo largo de los días de nuestra vida.
Es claro que en esa ruta debemos ser inteligentes para responder al mundo real. Habrá que dosificar las experiencias que se estén enfrentando. Una familia con una capacidad de relación que sea altamente gratificante, puede ser un aliado para el equilibrio interno. Pero nunca lo irreal puede ocupar el lugar de lo real, porque se estaría confundiendo la locura con la cordura.
Creer en el hombre es prioritario, asumir mi humanidad me aterriza y me abre todo un mundo de encuentros reales que me permiten asumir mi mundo interior y crecer como persona. No todo es miseria, también hay belleza y grandeza en la humanidad.

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