Quizás pocas cosas puedan ser tan crueles
como la mirada rápida con que los seres humanos desechan a su prójimo. Lo ven,
lo etiquetan (sirve/no sirve, es valioso/es inútil, está sano/está enfermo) y
siguen su camino. Con una mirada se les ha negado el trasfondo que tiene toda
persona. Carece de personalidad, de historia y, por tanto, de importancia.
Por detrás de esta actitud hay,
evidentemente, una intención defensiva. Me refiero defensiva desde el punto de
vista psicológico. Es internamente decirse “tú estás mal, yo estoy bien”. No te
toco, no entro en contacto contigo, para que tú no traspases los límites de mi
territorio interior. Para que tú seas el enfermo y yo la sana.
Pero nadie se conserva sano de esta manera,
porque esta forma de conducirse busca a diestra y siniestra evadir nuestra
realidad interior y, sobre todo, todo aquello que pueda insinuar que existen
fisuras en nuestra mente. Sin embargo, sería importante aclarar que todos y
cada uno de nosotros, sin excepción, padecemos de alguna “fisura” mental.
Porque nada en nuestra vida y en nuestro cuerpo puede estar funcionar de manera
absolutamente perfecta.
Pero regresando al punto de las etiquetas, si
yo entiendo que la salud y la enfermedad no tienen que ver con la
descalificación, puede ser que vea cosas interesantes en aquellos que yo llamo “mis
grandes amores”. Supongo que pudiese ser la experiencia de cualquier
profesional de salud, que en mi caso se refiere concretamente a la salud
mental.
No son nada fáciles las historias que llegan
a mi consultorio, algunas más complicadas que otras. Algunos casos se refieren
a situaciones puntuales, circunstancias que podrían calificarse de pasajeras,
independientemente de la intensidad que exista en el momento.
En otros todo resulta más complejo, como
cuando una persona ha estado sospechando que algo grave está pasando con ella,
con algún familiar o con su hijo o su hija.
Personas que, con dolor y vergüenza pero con
sinceridad, expresan no poder controlarse o que le fluyen pensamientos o
reacciones emocionales que no consiguen ordenar. Que su vida familiar, social y
de trabajo se encuentran limitadas.
Estas personas, además de manejar su
situación interior, tienen que bregar con el entorno social. La inseguridad de
hacer algo mal, perder el control en circunstancias delicadas o verse señalados
y, sobre todo, sentir el desamor o el reproche de aquellos que los rodean.
Evidentemente que aquellas personas que están
menos deterioradas psíquicamente que otras pueden vislumbrar un panorama más
claro que el de aquellos que, con profunda tristeza debo admitir, están muchas veces
fuera de mi alcance profesional. Pero aún así enraizados en mi corazón y en mi
firme deseo de seguir buscando respuestas para ellos
Pero no quiero referirme a esto, que puede
ser el punto de partida. Quiero referirme al valor interno que tienen tantas
personas que pasan por situaciones complicadas como estas. Que tienen que
replantearse la vida y que han tenido que batallar en medio de tantas
interrogantes e incertidumbres, donde muchas veces el terror y el misterio
pareciera ser lo único que navega en sus mentes.
Pero estas personas que han tenido que
enfrentar tantos sufrimientos, pueden tener también la capacidad de cultivar, paradójicamente,
una gran sensibilidad, aunque esta no aflore en medio de sus crisis.
Es una manera de asomarse a la vida de forma
distinta. Una capacidad particular para disfrutar de los momentos y de las relaciones.
Un sentido de agradecimiento ante la vida.
Uno se consigue tantas personas sanas que
viven sin vivir, sin la capacidad de luchar por lo esperan o creen, vencidas
antes de tiempo. Con un sentido de la vida absolutamente superficial y
material, sin capacidad de relación y menos de compromiso.
Fracasadas, en el fondo, por la ausencia de
motivaciones auténticas. Y uno ve a estas otras personas, a quienes algunos
llaman “enfermas”, que son toda una fábula con moraleja. Un pozo de sabiduría
escondida, aunque no logren formularlo con palabras… o hasta que no sea ni
siquiera perceptible para ellas mismas.
Y pienso en “mis amores”, a aquellos que
dirigí mi carta de la semana pasada. Personas que no recibieron ayuda a tiempo
o cualquier otra circunstancia, pero en su laberinto de pensamientos y
emociones con su más profunda verdad aprisionada en su interior. Y veo tantas pero
tantas cosas reales que muchos no consiguen percatarse.
Jamás pensé que mi anterior artículo, Carta
a mis amores, pudiese ser tan leído y comentado a manera personal,
despertando la conciencia de aquellos que se han negado a ver la realidad de
estos, mis grandes amores.
Sin embargo, debo admitir que ha sido una
semana de mucha conmoción interior en mí. Personas tomando conciencia y otras
descifrando el dolor de su enfermedad mental. Un cúmulo de emociones que aún no
logro descifrar con claridad.
Pero lo que sí fue tangible y real para mí,
fue la visita inesperada de un enfermo mental que había llegado a la
indigencia: llegó a la puerta de mi consultorio y preguntó por mí, refiriéndose
a mí como a la “doctora Ana”.
Pude observar la angustia en la cara de
aquellos pacientes que esperaban ser atendidos mientras que él, desarreglado
con su ropa sucia y sin dentadura, me explicaba como un amigo de él, en sus
mismas condiciones, de alguna manera había conseguido leer el artículo de la
semana pasada.
Su sonrisa era diáfana. En sus ojos se podía
percibir un brillo especial. En su mano llevaba una flor. Me dijo que había
entendido que yo lo amaba a él, a su amigo y a los de su “clase” y que yo, con
firmeza, era capaz de esperar por ellos. Me entregó la flor. Me sonrió una vez
más. Me dijo que también me amaba por ser capaz de entenderlo. Le pregunté si
alguna vez regresaría. A lo cual me contestó: “Por supuesto, tú misma dijiste
que nunca te cansarías de esperarme”.
Me quedé profundamente conmovida. En silencio
lloré durante mucho tiempo. No sabía si lloraba ante ese gesto tan hermoso y majestuoso
de ese otro ser humano; o no sabía si lloraba porque en mi corazón brotaba una
vez más el sufrimiento de aquellos que estaban fuera de mi alcance; o si también
lloraba por haber sido afortunada que hubiésemos traspasado la habitual barrera
que los hace distantes e inasequibles. Y habíamos ambos entendido que podíamos
tenernos el uno para el otro, amarnos y esperarnos.
Quizás fue en ese momento en que descubrí que
esa verdad del ser humano es capaz de tocar la majestad de lo divino…